¿El miedo puede filtrarse en las personas genéticamente a lo largo del tiempo? Esta es una pregunta que se han hecho algunos de los investigadores de la Rusia contemporánea, como Orlando Figes en su titánico esfuerzo por comprender la vida cotidiana durante el estalinismo (Los que susurran, Edhasa). Puede parecer una pregunta demasiado extravagante, pero la realidad nos demuestra que la sombra del terror ha pervivido, generación tras generación, en la memoria de los hijos y los nietos de aquellas víctimas. El experimento de ingeniería social soviético estableció un régimen político cruel que destruyó los cimientos de la sociedad civil o los espacios de privacidad, favoreció comportamientos paranoides incluso dentro de los mismos hogares. Como se aseguraba entonces, las paredes también tenían oídos. Cualquier delación, por infundada que esta pudiera ser, se transformaba en el punto de inicio de una terrible pesadilla con un trágico destino final: el gulag, el exilio o la muerte.
Algunos supervivientes, más allá de las discutidas cifras estadísticas, nos legaron su particular testimonio del terror, ya que nunca pudieron borrar la huella del dolor y del sufrimiento. Millones de personas padecieron la violencia cotidiana ejercida por las autoridades soviéticas y cada una de ellas tuvo su propia historia. En la década de los treinta del siglo pasado, comenzaron a difundirse las primeras memorias de aquellos que se denominaron los «enemigos del pueblo». Sin embargo, el desconocimiento de lo que sucedía –no se hizo pública, por ejemplo, nunca la legislación sobre los Gulags– y la admiración que despertaba en un importante sector de la intelectualidad occidental disminuyeron el impacto de estas denuncias. La ocultación fue un éxito y facilitó que durante décadas los campos de concentración soviéticos estuvieran cubiertos por un hermético manto de silencio. Al menos hasta la publicación del polémico Archipiélago Gulag (Tusquets) de Aleksandar Solzhenitsyn, una imputación total el universo concentracionario fundada con profusión de informaciones de primera mano.
Los hombres del Comisariado del pueblo para asuntos internos (NKVD) realizaron su labor con eficacia, logrando que el número de prisioneros y asesinados crecieran exponencialmente. De hecho, se les exigió una cuota de arrestos y ejecuciones, que culminó en los «años del Terror» (1937-1938) con una media de mil quinientos asesinatos diarios. No hubo día en que los medios de propaganda soviética se olvidaran de justificar las detenciones y la caza de brujas. El sistema de Gulag durante el estalinismo facilitó que se proyectasen multitud de proyectos desmesurados de ingeniería y modernización de las infraestructuras estatales. El NKVD se convirtió entonces en la principal constructora de la URSS. Esta posición es lógica porque hoy sabemos que existieron unos quinientos campos de concentración. Estaban diseñados para humillar a los prisioneros, pero su función primordial no era el asesinato. A pesar de ello, la mortalidad fue extremadamente alta entre los internos por las lamentables condiciones de vida. Como afirmó en Gustaw Herling-Grudzinski en Un mundo aparte (Libros del Asteroide), el día a día en el Gulag era «una muerte en vida» repleta de vejaciones y iniquidades.
¿Pero quiénes fueron esos «hombres ordinarios» que facilitaron el desarrollo del sistema soviético? La pregunta es pertinente porque estos crueles escenarios históricos nunca se improvisan. Como nos recordaba recientemente el historiador Daniel Jonah Goldhagen (Peor que la guerra, Taurus), se necesita de un proceso de justificación que consiga convencer a un número considerable de victimarios, una amalgama de gente corriente con biografías y circunstancias diversas. Ahora podemos comenzar a responder a esta compleja pregunta gracias a la edición de las memorias de uno de esos miles de jefes de Gulag en la editorial Alianza (El jefe del Gulag. Memorias de Fyodor V. Mochulsky, bajo la edición y cuidado de la socióloga Deborah Kaple). Evidentemente este texto no ofrece todas las respuestas que quisiéramos encontrar, pero es una aportación cualitativamente interesante que amplía las dudas sobre estos profesionales del Gulag. Mochulsky fue un acérrimo comunista– a pesar de que su padre tuvo que huir de Bielorrusia para librarse del terror-, lo que le permite ofrecernos un relato profesional de su trabajo en el campo de Pechorlag, al norte del Círculo Polar Ártico. O, lo que es lo mismo, nos encontramos ante unas páginas que nos describen asépticamente la labor cotidiana en el infierno.
Apenas aparecen en estas memorias la inhumanidad del campo, pero asegura que sus años en el Gulag le transformaron: dejó de creer en la gran mayoría de los mitos soviéticos. No duda en reconocer, por tanto, que su patriotismo acendrado le hizo justificar demasiadas cosas. El último capítulo del libro es una retahíla de dolorosas preguntas sobre la realidad del régimen comunista de alguien convencido ideológicamente de su bondad. Hubo pocos valientes, como el espía Dimitri Bystrolyotov o el intelectual Konstantin Simonov, que evidenciaron su responsabilidad en la funesta utopía socialista. Y es que, como señala Kaple en el epílogo, «Mochulsky expresa remordimientos por el hecho de que el sistema para el que trabajó toda su vida arruinara la vida de millones de inocentes, pero no muestra tristeza o compasión por el papel que desempeñara personalmente en la construcción de la “gran mentira soviética”». Una mentira que se convirtió, en palabras del escritor británico Martin Amis, en una farsa negra y aciaga donde el valor de la vida descendió a niveles inimaginables.
(Una versión de este texto se editó en la desaparecida Ambos Mundos).