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Memoria del flamenco (apuntes sobre la Bienal)

 

«Cuando alguien llora escuchando flamenco no siempre es a causa de su propia abundancia: en ocasiones, lo que sucede es que abundantemente reconoce lo que le falta; pero esa fuerza para reconocerlo es también algo suyo, algo que tiene, algo por lo que acaso está brindando al levantar su vino. Cuando alguien se desgarra la camisa en el transcurso de una noche de cante, no siempre lo hace apoyado en el entusiasmo: a veces sucede que la copla que canta, acompaña o escucha es una prueba de que ya no volverá nunca aquello que (en acierto de Apollinaire) se marchaba terriblemente. Lo que existe terriblemente, lo que se ausenta de manera terrible, lo que se recupera y se conserva con terrible memoria: esas tres formas perentorias de una igual desazón de ser, esos tres gestos de una única impaciencia, son a veces un mismo rostro que se llama la vida: un relámpago de vida transitoria y total, que nos deja en la piel una serenidad movediza, y que le pone nombre al mundo.

 

[…]

 

Volvemos a beber, a escuchar, a recordar, volvemos sobre todo a recordar, y se nos pone el corazón como una torre solitaria donde fueran llegando desde el fondo del tiempo (¡tal vez para quedarse!) lo instantes de nuestra vida, una tremenda bandada de palomas blancas y de palomas negras, volando al torreón, acudiendo a una cita que es a la vez una fiesta y un rito y un gemido, taponando el agujero de la muerte, portando un fogonazo de absoluta verdad. Allí, todo lo que no sea sincero se vuelve tumefacto y el olvido ya no acierta a ocultar su rostro cadavérico y la indiferencia no existe.

 

[…]

 

Y en esas falsetas ardidas de penumbra, en los sonidos negros, en eso quejidos tiritados e impetuosos, en ese taconeo huérfano y tremante, en esos desgarrados cantes tan hinchados de multitudinaria intimidad, sentimos las raíces de la vitalidad y el hilo flamante del tiempo y el cimiento de la memoria, y una oscura caravana de rostros que son, en suma, nuestra vida. Y todo llegó acaso en una soleá, a duras penas dichas por algún cantaor con los ojos cerrados y las manos tensas; llegó abriéndose paso por entre el silencio tumultuoso que los oyentes trabajamos y que la guitarra no interrumpe, sino que agujerea: así tal vez llegó, y por ello y para ello acercamos el vaso, y bebemos un poco más, y al inclinarnos hasta el vino acariciamos con los labios la escama caliente de la felicidad, los húmeros del infortunio, y lo tragamos todo, impacientes, despacio, con un coraje desvalido, y después, sin soltar nuestro vaso, volvemos a escuchar la geológica siguiriya».

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