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Memoria del frío

 

Una tarde heladora a principios de enero, ¿tal vez justo antes de Reyes? De vuelta de casa de Nacho, subíamos a oscuras por el parque del Oeste Ana, Tato, Luisa y yo. Íbamos concentrados en el frío, que dolía, y en mi cabeza resonaban las primeras notas del Cuatro rosas de Gabinete Caligari, más graves y lentas porque se expandían en el silencio álgido de la hora.

Salem, Nueva Inglaterra, aún no ha amanecido. A veinte bajo cero, salgo a caminar en las calles vacías —dos pantalones, cuatro camisas, tres pares de calcetines— por el placer de oír el crujido de la nieve bajo las botas y admirar la quietud perfecta de las ramas desnudas.

Todavía de noche, dejar atrás la hospedería de Valvanera hacia las cumbres blancas de los Pancrudos. O emprender el ascenso a Peñalara una madrugada cristalina. Y agradecer en silencio la exactitud del aire helado.

Medio aislados en la solitaria posada de Los Carabeos, salimos con los niños a jugar: y al primer escalofrío le sigue la euforia que solo produce el ejercicio en una nieve muy blanca y muy limpia.

Memoria y necesidad del frío. No querer resignarse uno a saber que en el mismo momento en que revuelve estos papeles en su tabuco de escribidor, una tarde de finales de diciembre, se abate la ventisca sobre blancos caminitos que discurren entre pueblos abandonados por el norte de Palencia, en el páramo soriano o en el yermo burgalés, donde un árbol sin abrigo se estremece de helor y desamparo, y tal vez un caminante fantasmagórico avance con su pesada mochila a cuestas como si siguiera un rumbo cierto: con aplomo y lenta determinación, pero sin saber a dónde va, y ahorrándose el sonido siquiera de un suspiro por el frío, la soledad o la historia que no tiene. (Sospechar que podría uno ser ese caminante. El personaje minúsculo, como a lo lejos, en un cuadro nevado).

El gélido cuarto de una pensión en no sé qué pueblo de Guadalajara, o la habitación —una nevera— de un hostal de Gredos, en aquellas excursiones con María Luisa que un día dejaron de ser. El terror a meternos entre las sábanas congeladas, y los aspavientos y las risas al hacerlo juntos.

Me asomo al despuntar el día a la puerta de mi cabaña en Kálfafell, muy cerca del glaciar, y tirito entre sorbos de café mirando los rosas, los malvas, los naranjas exquisitos en un cielo peltre y anacarado.

Oírle a mi madre contar otra vez cómo una mañana de enero, con la ciudad paralizada por la nieve, un médico llega tarde al hospital: el niño ya ha nacido. En la memoria, desde entonces, la huella del hielo unida a la idea de refugio y bienestar. (Vagos propósitos de gabinete, en esta tarde de invierno: como quien busca cobijo, saldré a buscar el frío).

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