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Memoria e Historia

En tiempos navideños, afortunadamente pasados, qué mejor que entregarse, como afirmaba Montaigne, a la dulce y laica religión de la lectura. Elegí dos libros, completamente diferentes pero con el nexo común de lo histórico: un volumen de memorias periodísticas y la narración de unos sucesos que ocurrieron en una parroquia malagueña en los años cincuenta con un párroco convertido en una especie de místico jefe de una secta sexual clandestina.

Ambos me resultaron interesantes y cumplieron con la primera función de un libro, la de entretener más allá de que sirva como acicate de reflexión y amplitud de conocimientos del lector.

Resulta siempre muy tentador para un periodista escribir sus memorias y todavía más si estas se publican cuando el autor está aún vivo. A veces se agradecen. Otras no tanto porque son huecas y rebosantes de envanecimiento. Pienso ahora como aleccionadoras en las del italiano Indro Montanelli o de los estadounidenses Ben Bradlee y Walter Cronkite. Es el caso de las que ha publicado hace unas semanas Pedro J. Ramírez (Palabra de director, Planeta 2021). Y es la primera parte (más de 600 páginas) que se completará con una segunda próximamente. ¿Tanto hay que escribir sobre uno mismo? Es verdad: el autor ha ejercido, y aún ejerce, la profesión periodística, pero cabría esperar de él mismo la capacidad de resumir una vida.

No creo equivocarme si afirmo que Ramírez junto con Juan Luis Cebrián y Luis María Ansón son los tres periodistas españoles más importantes de mitad del siglo pasado y del presente. Los dos últimos son académicos de la lengua. Entraron en la RAE al unísono tras un pacto previo en 1996. Ansón, quizá el más culto de los tres y el único que es obvio por edad avanzada que ya no publicará memorias en vida, representa el pensamiento conservador. Cebrián, cuya arrogancia a veces insufrible no desmerece el elogio por crear un diario de gran prestigio como El País, es una de las piezas imprescindibles para entender la Transición española desde la óptica del progresismo de izquierda. Su ganado prestigio lo emborronó al final con sus torpezas empresariales.Y por último, Ramírez, que fue el más joven director de periódicos (Diario 16, a los 28 años), es el reportero de raza, creyente liberal y con capacidad para a través de sus exclusivas hacer temblar al poder, especialmente al socialista. Ha sido el látigo de la corrupción política y financiera.

Las memorias de Pedro J. son a mi juicio más entretenidas e interesantes que las que publicó en 2016 Cebrián, que llegan hasta 1988 (Primera Página, Debate, 2016) y están aún pendientes de un segundo volumen. En dos cosas sí se asemejan ambos: en el narcisismo que irradian. Escriben para la opinión pública pero sobre todo lo cuentan en primera persona para el disfrute de ellos. No hay una sola palabra, una sola línea de rectificación en sus recuerdos. Uno y otro han sido profesionales brillantes pero también controvertidos. El fundador de El País, apartado de la empresa por sus nuevos dueños, siempre consideró a su rival como un peligroso profesional capaz de hacer cualquier cosa con tal de lograr el éxito. En los momentos más delicados del periodo de gobierno de Felipe González con el escándalo de los GAL siempre tomó partido por éste sin ningún pudor. Llegó a establecer una relación de estrecha amistad con González, que todavía perdura con el tiempo. Ramírez, en sus memorias, hace alguna alusión a ambos. Califica al primer ministro socialista como “un hombre sin escrúpulos ni sentido de los límites” y al fundador y primer director de El País como una persona “que consideraba que la hegemonía de su periódico formaba parte del orden natural de las cosas” y todo aquel que osara enfrentarse al rotativo y al grupo mediático que pertenecía se enfrentaba a una batería de misiles de moral periodística.

Ramírez arranca desde la agonía del franquismo hasta el atentado del 11-M, episodio que confiesa no haber sido completamente aclarado a pesar de la matriz islamista y del proceso y condena de los responsables. Pedro J. llegó a creer que iba a convertirse en el Ben Bradlee español, el director del Washington Post, que con el escándalo Watergate forzó la dimisión del presidente Richard Nixon. Ramírez cuenta en sus memorias sus encuentros con el fallecido periodista estadounidense y sus consejos cuando pudo conocerlo durante una estancia de un año en Estados Unidos. No le faltó mucho para conseguirlo pues González tuvo que afrontar el bochorno de ser interrogado por el Tribunal Supremo como presunto cerebro de la trama contra ETA por parte del GAL, ese grupo paramilitar oscuro financiado por el Gobierno de entonces para golpear a la banda terrorista asesina.

Sostiene el autor que un periodista no debe estar afiliado a ningún partido lo cual no significa carecer de posicionamiento político. Explica su estrecha relación y amistad con José María Aznar, al que reprocha sin embargo su apoyo y participación en la invasión militar estadounidense en Irak. Pero también con Adolfo Suárez y José Luis Rodríguez Zapatero. Ha sido sin duda un testigo privilegiado del último medio siglo en España. Si hay que ponerle alguna pega, y no menor, es precisamente su grado de implicación y complicidad con esos jefes de gobierno mencionados. Es difícil compatibilizar la independencia de un periodista con la amistad con un poderoso. No tuvo a veces vida fácil y se vio sujeto a miserables trampas como el video sexual que a punto estuvo de arruinar su carrera. Lo cuenta sin apasionamiento. Resulta también muy interesante todo lo que escribe del Rey Juan Carlos: sus negocios dudosos y sus conquistas femeninas que tantos quebraderos de cabeza han dado a la institución monárquica. Al parecer, Juan Carlos influyó en su posterior despido como director de Diario 16 por parte de su editor Juan Tomás de Salas, un adinerado y exiliado argentino antiperonista acomplejado, que nunca digirió el éxito de su subordinado.

El otro libro que me hizo compañía estas semanas pasadas es Sacramento (Galaxia Gutenberg, 2021), de Antonio Soler. Nada que ver con las memorias de Ramírez, pero igualmente con el sello histórico necesario, que refleja la cutrez del periodo franquista y la hipocresía de la Iglesia católica de entonces. Es una historia increíble la que plasma Soler, del que recomiendo entre su prolífica obra Sur (Galaxia Gutenberg, 2018). Sus libros son muy malagueños y el último también lo es.

La historia de Hipólito Lucena, párroco de una iglesia del centro de la ciudad andaluza en los años cincuenta, es una verdad a medias, que las autoridades religiosas y políticas de la época trataron de ocultar al máximo pese a que corrió con el boca a boca entre la ciudadanía.

El párroco Lucena, bien conectado con las familias de la burguesía capitalina y a quien no se le niega por otra parte su gran labor social y pastoral, creó una suerte de secta sexual clandestina con mujeres parroquianas a las que captaba en el confesionario a través de una mística mezcla de San Juan de la Cruz y Santa Teresa de Jesús. Las hipolitinas, así se llamaban las escogidas. Ellas llegaban a identificarse con lo que él transmitía en esas conversaciones de confesión y luego se entregaban voluntariamente en ceremonias eróticas frente al altar.

La historia se le fue de las manos, trascendió, obligó al entonces obispo de la ciudad, Ángel Herrera Oria, posteriormente cardenal y uno de los impulsores del movimiento democristiano contra la dictadura, a tomar cartas en el asunto y a que Lucena fuera procesado y condenado por un tribunal eclesiástico vaticano en Roma. Jamás admitió culpa alguna, según dijo, ante Dios y sostuvo al final de sus días que no había transgredido la verdadera religión, la suya.

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