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Memoria involuntaria

Ayer en el coche encendí distraídamente la radio y al notar que la emisora pública estaba recolectando fondos y que la emisora clásica tenía una pesada sinfonía, me puse a buscar por las ondas hertzianas alguna música más ligera que me distrajera. Con cierta impaciencia fui pasando del country al rap y del rap a la salsa, hasta que de pronto, entre tanta cacofónica diversidad, empecé a escuchar en una emisora hispana la cálida y melodiosa voz de María Dolores Pradera. Detuve el dial. “Déjame que te cuente limeña Déjame que diga la gloria Del ensueño que evoca la memoria…” Yo no soy peruano ni muy dado a sentimentalismos, pero a medida que escuchaba «La flor de la canela» me iba invadiendo una emoción inexplicable e inesperada, mezcla de nostalgia y de recuerdos lejanos.

 

La canción se terminó, pero yo me quedé con la copla, y así nada más llegar a casa, lo primero que hice fue buscar en Youtube esta versión, que allí estaba, junto a otras que la cantante española había hecho en distintos recitales. Las escuche todas varias veces. Cada audición me producía un mismo sentimiento, aunque poco a poco la melodía me iba revelando el origen de mi emoción, como quien sigue el curso de un arroyuelo hasta llegar a su fuente.

 

La fuente del recuerdo me trajo una primera imagen o, más bien, un halo dibujado en la memoria: el halo fantasmagórico de mi tía Marifé, muerta hace ya más de veinticinco años. Seguí rememorando. Mi buena tía era una entusiasta de la cantante y seguramente yo escuché esa canción en su presencia, quizá en un viaje que hice con ella y con mi tío Benjamín a Galicia. Uno reconstruye al recordar y casi siempre inventa, pero el reflejo –o la reflexión- que aparece en el fondo de la memoria es siempre la más pura verdad, la verdad única de la existencia. Mi tía ya no está y, sin embargo, está re-presentada a través de esa canción, que desencadena en mí –o en mi memoria- toda una serie de imágenes, de sensaciones, de sentimientos en torno a mi buena tía Marifé.

 

El recuerdo del pasado que se manifiesta súbitamente, como un fogonazo, en el momento presente es siempre un éxtasis inefable que no se puede comunicar más que indirectamente, por medio de metáforas o de figuras simbólicas. La magdalena de la Recherche solamente rescata, y de manera muy tangencial, algunas vivencias fragmentadas del pasado de Marcel Proust, como “La flor de la canela” solo me sirve a mí para ver y sentir muy borrosamente, como en un espejo oscuro, la singular bondad de mi tía en aquel viaje que hice con ella a Galicia. 

 

Proust es demasiado optimista con respecto a la “memoria involuntaria” ya que, según él, puede evocar no sólo el pasado y presentar “un peu de temps a l’etat pur”, sino recrearlo con extraordinaria exactitud, al modo de esos papeles que, por entretenimiento, echan los japoneses en un cacharrito de porcelana y que “en cuanto se mojan empiezan a estirarse, a tomar forma, a colorearse… convirtiéndose en flores, en casas, en personajes consistentes y cognoscibles…”. Yo soy más escéptico. Mi tía es un aura espectral, ni consistente ni menos aun cognoscible. Los recuerdos que tengo de ella son una mera sombra. Y los palacios de la memoria por los que paseo tienen inmensas galerías, sí, pero muchos de sus muebles están carcomidos por la carcoma y el polvo del tiempo. De querer invitar a alguien a que entrara en mi pasado, tendría primero que ponerme a hacer una buena limpia y pasarme luego por los almacenes de la imaginación para amueblar sus polvorientas galerías.

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