La política actual nos trae malos recuerdos: en Estados Unidos este mismo año hemos visto resurgir a los supremacistas blancos, en Francia ha estado a punto de ganar el Frente Nacional y en Austria la extrema derecha ha entrado en el Gobierno. El miedo al incierto futuro puede estar detrás de estos neocomunitarismos: cala la idea de que los recursos (sean del tipo que sea, desde los destinados a los servicios públicos hasta los empleos) son escasos y se opta por tratar de asegurar que se repartirán entre los próximos -o entre los iguales-. Si entendemos esto así, también podemos interpretar que sentimientos parecidos son los que hay detrás del Brexit y del independentismo catalán. Ya hablamos de esto en otro lugar.
Ahora queríamos trasladarnos al momento histórico en que estos sentimientos llegaron al extremo, a, por un lado, no sólo a buscar acaparar todos los recursos disponibles para los iguales, sino a aniquilar al distinto, y a expandir el control ejercido por el “pueblo elegido” sobre un terreno cada vez más amplio. En particular, a cómo la literatura hace memoria, a través de tres novelas que se han publicado recientemente en España (aunque sus fechas de edición inicial son más antiguas), que recorren desde los inicios hasta las consecuencias del nazismo en el propio pueblo alemán, o, mejor, en personas (o personajes) concretos de ese pueblo alemán.
Tú no eres como otras madres, de Angelika Schorobsodorff, editado por Periférica & Errata Naturae y publicado primeramente en Alemania en 1992, narra el paso de los locos y frívolos años veinte a la victoria de Hitler y el análisis que hacen los personajes, todos de clase acomodada, sobre el triunfo de los nazis, que en un primer momento es de incredulidad y escepticismo respecto al peligro que comportaba. También, cuenta el modo en que esas interpretaciones van evolucionando con el paso del tiempo, a medida que la amenaza se va haciendo más real en forma de leyes y decretos que afectan directamente a los personajes, algunos de ellos de etnia judía. Y la manera en que se va reaccionando: desde la huida y las penalidades del exilio hasta la involucración en la lucha contra el nazismo.
Así, pasamos de párrafos como éste:
“Ciertamente, Alemania se había convertido en una dictadura con un único partido, el NSDAP, y se habían promulgado algunos decretos nada halagüeños, como el de que los funcionarios no arios, salvo los excombatientes de la guerra, tenían que pasar a la ‘jubilación’, o que se limitaba el acceso a escuelas y universidades de personas no arias, o que a los ‘indeseables’ se les podía retirar la nacionalidad alemana. Pero no se habían producido nuevos disturbios, y la mayoría de los quinientos mil judíos residentes en el Tercer Reich no veía ningún motivo apremiante para abandonar Alemania”.
A otros como éste:
“Que él quería a sus abuelos, a su madre y a sus hermanas, explicó Peter; lo que no se le podía pedir era que se convirtiese por ellos en cómplice de un régimen afanado en borrar su última chispa de humanidad y persiguiendo, privando de derechos, despojando, deportando, atormentando y apaleando hasta la muerte a cientos de miles de personas inocentes y desprotegidas. Porque todo aquel que se quedaba en ese país de criminales y se permitía una vida supuestamente normal gracias a su árbol genealógico ario se hacia cómplice, culpable, sucio (…) Se trataba aquí de la ley más sagrada: la de ser persona y de seguir siéndolo. Y en aquel país eso era imposible”.
Regreso a Berlín, de Verna B. Carleton, también editado por Periférica & Errata Naturae, publicado por primera vez a finales de los años cincuenta, narra los traumas de alguien que esconde su origen, primero, por su sentimiento de culpa, de vergüenza, o por el trauma que le impide recordar. Al principio no tenemos muy claro lo que le sucede hasta que se va desenredando poco a poco la trama.
Lo que sí está claro es que la novela es un ejercicio de asunción de responsabilidades con algunos párrafos como los que siguen:
“El tío Friedrich era banquero. Y tanto los banqueros e industriales como toda la aristocracia rica y no tan rica estaban de acuerdo en que había que apoyar a Hitler porque iba a salvar el país del comunismo”.
“Desde la guerra, la gente vuelve a agolparse en las iglesias y vota a los democristianos para apaciguar el dolor de su corazón. Pero no profesan la religión más allá de los labios. Saben que fracasaron en la mayor crisis de Alemania.
Si (…) los alemanes poseyesen de veras algo de juicio moral sano, algo de gentileza o compasión, ¿habrían seguido a un líder que sólo predicaba odio? Si Alemania se hubiese guiado por sus principios cristianos habría sido imposible encontrar gente para dirigir los campos de concentración, para ejecutar asesinatos en masa, para destruir la mayor parte de Europa… y a sí mismos.
(…)
Todo alemán adulto debe asumir su culpa. Sólo los muy jóvenes pueden levantar la cabeza sin vergüenza”.
No se detiene en las heridas íntimas del pueblo alemán, sino que también salta a la batalla por el control de territorios que se libró tras la caída del nazismo entre el Este y el Oeste, entre los dos bloques que surgieron cuando aún no estaba terminada la Segunda Guerra Mundial:
“Hitler consiguió que los alemanes odiasen y una vez que odiaron, ya todo fue posible. La guerra, el asesinato de los judíos. Todo. Cuando los aliados entraron en Berlín supimos que todos pagaríamos, jóvenes y viejos, nazis y antinazis, todos teníamos que pagar. Pero luego pensamos: llegará la paz y nos dejarán tranquilos con nuestras heridas. No esperábamos que los aliados se dividiesen en dos y empezaran otra guerra pasando por encima de nosotros. No esperábamos que predicasen el odio también ellos, volviendo a hermanos contra hermanos, abriéndolos en canal, dividendo hogares y familias”.
Aunque la autora carga las tintas a la hora de hablar de los nazis conversos:
“-¿Dónde imagina el mundo entero que se han ido esos fanáticos? – inquirió-. No se han esfumado. Se hallan en toda Alemania, en ambas zonas, trabajando pacíficamente sin la menor sensación de culpa por lo que hicieron en el pasado. Te dirán que sólo obedecían órdenes de sus superiores. Es gente sin rastro de conciencia ni de alma, gente que puede encender el gas que asesina a millones de personas y después decir: ‘Estas manos no son mías. Soy una herramienta. Un cero’, y un cero no puede sentir culpa, ¿no es así?”.
Parece que el sentimiento de culpa, que el peso de la responsabilidad por un ignominioso pasado están instalados en las personas que no sólo no colaboraron con el nazismo, sino en las que lo combatieron, mientras que quienes fueron ultras convencidos o se escudaron en la obediencia debida parecen haber superado bien el trauma, si es que alguna vez les invadió el alma. Ello se puede percibir bien en este diálogo:
“-En este momento -entonó-, debemos olvidar todas las diferencias que no separaron en el pasado, toda la amargura que nuestros corazones han conocido. Ha llegado el momento de unirse, con amor y humildad, y decir: ‘Expulsemos de nuestra mente todo pensamiento menos uno: ¿cómo podemos ayudar a nuestra amada Alemania a ser fuerte, sana y poderosa de nuevo?’
-Precioso – dijo Eric-, pero el problema es que yo soy humanista. Eso quiere decir que quiero ver todos los países, todas las sociedades humanas, sanas y salvas, no sólo una o dos. Y en el pasado, cada vez que Alemania ha detentado el poder, el resto del mundo ha tenido que pagar por ello”.
Llegamos así a Lección de alemán, de Siegfried Lenz, recuperado por Impedimenta tras haberse publicado por primera vez en 1968. Cuenta la historia de un recluso en una institución de reeducación de jóvenes que tiene que escribir una redacción sobre las “alegrías del deber”. Con esa excusa -o recurso narrativo-, el protagonista va contando sus recuerdos de infancia, entre los que se encuentran los “deberes” que tuvo que cumplir su padre, jefe de policía durante la Segunda Guerra Mundial en un pequeño pueblo en el norte de Alemania: éste recibe la orden de Berlín de prohibir a un pintor que vive en su localidad que siga produciendo sus obras de “arte degenerado”.
Acaba la guerra y el régimen nazi y el jefe de policía continúa con el deber que le impuso la autoridad y su hijo, desobedeciendo la petición de su padre de que colabore con él en las labores de vigilancia del pintor. Parece haber algo de patológico en el comportamiento del uno y del otro. O de respuesta a un trauma. Aunque quien está en un reformatorio es el joven desobediente desde niño y no el progenitor.
“’Ni el final ha conseguido cambiaros. Habrá que esperar a que os muráis y os vayáis extinguiendo’”, dice el pintor una vez ha acabado la guerra y el jefe de policía quiere organizar a su pueblo para defender el pueblo del ejército aliado, que ya ha llegado a Berlín.
Sólo hay que esperar que la generación protagonista de los crímenes nazis por acción u omisión se muera, y que los jóvenes aprendan del pasado:
“Muy bien, entonces les diré por qué estoy en la isla: porque nadie se atreve a ordenar que el policía del puesto de Rugbüll se someta a una cura de desintoxicación. Él es un adicto al deber. Y yo estoy aquí porque él ya ha alcanzado una edad en la que ya no resulta posible hacerle cambiar de rumbo. Sí, ya que me lo han preguntado, la verdad es que yo solo estoy aquí sustituyéndolo. Pero tal vez él, algún día, pueda alcanzar los progresos que yo he logrado aquí. Eso sería lo deseable, pero me temo que se quedará en eso, en lo deseable”.
El protagonista, detenido por llevar a las últimas consecuencias la desobediencia a su padre, la resistencia frente al régimen, la defensa de su amigo el pintor, misiones que ha convertido en una obsesión, casi en una compulsión, no es capaz, sin embargo, de emitir un juicio sobre la época que vivió, especialmente sobre las personas que tuvo a su alrededor durante su infancia. Tampoco le es posible encontrar un modelo de conducta entre sus mayores. La generación inmediatamente posterior a los crímenes nazis se encuentra perdida y ello se muestra en las siguientes líneas:
“En esta ocasión el tema era mi modelo a seguir, mi ejemplo a imitar. ¿Quién podría ser? ¿Mi padre, el policía del puesto de Rugbüll? ¿El pintor Max Ludwig Nansen? ¿Quizás Busbeck, ese emblema de la paciencia? ¿O tal vez mi hermano Klaas, cuyo nombre no podía ni pensarse ni mencionarse en nuestra casa? ¿A quién quería parecerme? ¿A quién emular? Si mi padre no me valía, ¿por qué no? Si el pintor era el adecuado, ¿por qué razón? Entonces caí en la cuenta de que todo lo referente a aquel tema llevaba ineludiblemente a emitir un juicio. Y como yo no era capaz, ni lo sería nunca, de evaluar a las personas (…) recurría a buscar mi modelo en otro lugar, en otro tiempo. Lo mejor que podía hacer para superar aquel trance era inventarme, fabricar, confeccionar un modelo de una persona que no existiese”.
Este recorrido puede terminar con la última novela de Almudena Grandes, Los pacientes del doctor García (Tusquets), que recoge un amargo episodio: cómo el régimen dictatorial de Francisco Franco actuó como plataforma de salvamento de criminales nazis tras la caída del Tercer Reich. Precisamente, la autora en su serie Episodios de una Guerra Interminable está haciendo memoria de la Guerra Civil Española y de la posguerra.
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