Se estima que han muerto ya 30 millones de usuarios de Facebook. El destino de los perfiles huérfanos es variado. Algunos de ellos son cerrados por familiares o amigos que conocen las contraseñas, otros eliminados por la propia compañía tras el requerimiento de terceros (suele ser difícil, hay que demostrar demasiadas cosas) y muchos quedan flotando en el éter del olvido. Sin embargo hay una buena cantidad de ellos que se convierten en memoriales —muy activos, al menos durante un tiempo—sobre la persona desaparecida, donde no sólo podemos encontrar información de su vida y aquello en lo que andaba antes de morir, sino manifestar nuestras condolencias y conversar con amigos comunes.
Hablar del amigo muerto, como hablar de los libros que se han leído, es una sutil forma de autobiografía, perfumada a partes iguales por la nostalgia y la imaginación. Alrededor de esa conversación afín —y casi siempre sentida— suelen generarse vínculos sociales que hoy nos sorprenden, quizás por estar ya tan difuminada la muerte en el vértigo líquido de la vida. Efectivamente, internet y muerte se nos antojan casi antónimos, pero gracias a estos memoriales online mucha gente joven se aproxima por primera vez a la experiencia de la desaparición de un ser querido. Decía Freud que al hombre le es imposible concebir su propia muerte; la muerte siempre es de los demás. Casi 3 millones de perfiles de Facebook están ya memorializados. Sirven de lugar de conversación entre amigos y familiares de la persona fallecida y, a la vez, de archivo de todo tipo de material audiovisual relacionado con ella: fotos, canciones favoritas, libros que le gustaron, aficiones, lugares en los que estuvo…
Aunque murió en 2001, W.G. Sebald hablaba ya de «cementerios virtuales» en uno de los inacabados fragmentos de «Campo Santo». En una sociedad en la que, de una hora a otra todo el mundo es reemplazable y en realidad ya superfluo desde su nacimiento, y en la que lo que importa es olvidar sin descanso todo lo que se podría recordar, ni siquiera los cementerios virtuales impedirán que el pasado entero se disipe en una masa informe, indistinta y muda. Sin embargo, dentro de nada, en las redes sociales ya coincidirán perfiles de cuatro generaciones de una misma familia. En un futuro podremos entrar con enorme facilidad y a alta resolución en la vida de nuestros antepasados. Internet es un territorio excepcional para la arquitectura de la memoria y los recuerdos, para evocar lugares, cosas y personas que fueron y ya no son. Para convencerles, permítanme recomendarles una experiencia emocionante: lean las últimas entradas del blog de la escritora Isabel Núñez, fallecida hace unas semanas. Enseguida sabrán a qué me refiero.