A pesar de que buena parte de los barrios antiguos de Beijing han desaparecido bajo la consigna del chai (拆) –carácter chino que anticipa la demolición de una vivienda y actúa como una sentencia a muerte dentro del paisaje urbano–, en muchos de los edificios y complejos residenciales que han ocupado ese espacio se siguen conservando hábitos de ese modo de vida tan espontáneo de los hutong (胡同) y siheyuan (四合院) característicos de la capital china. Lo he comprobado en el propio complejo residencial donde vivo. A pesar de que cada vez hay más coches y residentes extranjeros que aportan modernidad y cosmopolitismo, todavía es posible encontrarse con alguna bicicleta matriculada bien conservada que te hace pensar en tiempos no tan lejanos, cuando las anchas avenidas de Beijing acogían a un masivo pelotón de trabajadores y estudiantes, como muestran las imágenes en blanco y negro del documental que filmó Antonioni en pleno maoísmo («Chunk Kuo», 1972).
Aún no he conseguido ganarme la confianza de los vecinos más maduros para que me cuenten la historia de este lugar, pero todo apunta a que fue uno de los primeros barrios antiguos que se demolió en la década de 1990, cuando comenzó la fiebre del desarrollo urbanístico basado en la verticalidad de las nuevas edificaciones. Muchos residentes mayores son propietarios de varios apartamentos en un mismo edificio, por lo que deduzco que fueron indemnizados en especie en el momento de la demolición y que ésta fue una de las primeras, pues luego se tendió a desplazar a los expropiados hacia la periferia de la ciudad por el alto precio que alcanzaron las viviendas en el centro. A pesar del tiempo transcurrido y de los vertiginosos cambios que vive la ciudad y el país, estas personas mayores, que debieron nacer y crecer entre callejuelas y casas con patios interiores, entre pequeños huertos y granjas urbanas, se esfuerzan por mantener su modo de vida tradicional y lo intentan reproducir en los espacios públicos de este complejo residencial. Así pues, los jardines públicos se han convertido en viveros improvisados, es posible encontrarse con cultivos de tomates, pimientos y judías cercados junto a los ventanales de los bajos, y no es tan raro cruzarse con una gallina que se ha escapado del gallinero para explorar otros mundos.
Cada vez que bajo las escaleras desde el cuarto piso, debo atravesar varias plantaciones de flores y hortalizas en inodoros de porcelana. Teniendo en cuenta que el inodoro de estilo occidental no está tan extendido en China, tengo mis dudas sobre si son reciclados o comprados ad hoc como maceteros. Por el camino me saludan unos simpáticos pajarracos que hablan, ríen y cantan con voz de mujer. Cuando salgo al exterior casi siempre me topo con la misma imagen: una señora entrada en años pasa el tiempo sentada sobre una bajísima silla de lona en el mismo aparcamiento. Al principio pensé que estaba guardándole el sitio a alguien, pues aparcar en una ciudad con tantos coches se ha hecho complicado, pero luego me di cuenta de que siempre se ponía en aquel lugar, aunque estuviera ocupado por un vehículo. ¿Qué extraña relación unirá a esa anciana con ese espacio? ¿Será melancolía? ¿Será que allí estaba su antigua casa y ha creado un hábito litúrgico que la une al pasado y la reconcilia con su memoria? Los modos de vida se desvanecen pero, afortunadamentteno, borrar su huella cuesta más que marcar 拆 con brocha gruesa en una pared. Es en estos pequeños detalles cotidianos que no aparecen en las guías de viaje donde encuentro la verdadera autenticidad de China que en ocasiones creí perdida dentro de la vorágine de demolición y reconstrucción.