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Menores y desnutridas junto al Mekong. Laos se ha convertido en la nueva casilla de salida del sexo infantil

 

Muy posiblemente Manuel de la Calva y Ramón Arcusa, hoy día, serían carne de cañón entre la mayoría de la población occidental. Su éxito, Quince años tiene mi amor, cantado hasta la extenuación en un par de décadas del siglo pasado, no dispondría de coartada en el actual estado de las cosas, por mucho que aquella gloria fuera generada por un Dúo Dinámico que en aquellos años fue nuestro equivalente en locura colectiva a lo que fueron los Beatles para el resto del mundo. Y ni que decir tiene que Nabokov en este 2015 las habría pasado canutas para publicar Lolita, otra exhibición literaria creada durante el siglo pasado, cuando las líneas rojas o eran más flexibles o eso nos parecía a muchos. ¿O es que simplemente las líneas rojas eran entre tolerantes y, como mucho, anaranjadas?

 

Mientras Occidente contiene la respiración cada vez que sus televisiones vomitan casos de pedofilia, entre propaganda política y resúmenes de fútbol, en otra parte del planeta, donde algunos de sus nativos no saben aún ni que dos aviones se estrellaron contra la Torres Gemelas que hicieron de Manhattan la envidia, por televisada, de medio mundo, sus oriundos creen que acostarse con chicas de entre 11 y 15 años es un paso adelante. Y sin necesidad de charla o simposio de santero. Por pura atracción y tradición.

 

Vientián, capital de un país –Laos– donde el gobierno español dice que detuvo a Luis Roldán –la primera gran bocanada de corrupción de nuestra cancerígena democracia–, es uno de los mejores ejemplos de la ecuación que une a militares golpistas, comunismo de boquilla y capitalismo desmesurado. Hoy en día, Laos crece más que California aunque siga por detrás, económicamente hablando, de, por ejemplo, sus vecinos Vietnam y Tailandia. Lo que nadie comenta del único país del sudeste asiático sin salida al mar es que acostarse con niñas de once años les parece a buena parte de su población un gran salto adelante.

 

Vientián es una ciudad tranquila, ordenada, con zonas verdes y un paseo en la ribera izquierda del Mekong que denota participación ciudadana –quien osara cruzarse el río a nado o en barcaza hasta la otra orilla sería recibido a tiros por los militares que defienden a la vecina Tailandia–, pocos extranjeros envalentonados en camisetas de tirantes deformados por tanto tatuaje, y una insignificante muestra de prostitución aparente: de las que sí hay en el resto de centros neurálgicos de capitales asiáticas. Coches bien aparcados, prácticamente ningún agente policial, y un silencio que se hace sepulcral cuando tarda diez segundos en pasar el siguiente coche, hacen de la capital laosiana un rara avis si la tuviéramos que comparar con Bangkok, el puticlub rodante –al menos en Sukhumvit, su barrio más colorido–, Saigón –otro despiporre de tráfico y millones de habitantes– y Phnom Penh, la única capital del sudeste asiático que empeora a cada año y que vertió en esta zona del planeta el germen de la prostitución infantil sin control que tanto atrae a numerosos forasteros. Que aún se le pone a uno la piel de gallina cuando relee las crónicas que hace poco más de una década mostraban la Habitación rosa: un prostíbulo de la capital camboyana donde la mercancía a penetrar eran niñas de entre 6 y 12 años, muchas de ellas vírgenes. En aquel caso que aún estremece evocarlo convendría recordar que la inmensa mayoría de los clientes eran nativos; o sea, camboyanos. Y que las niñas eran llevadas por sus propios padres al puticlub como si del colegio se tratara. Lo anteriormente dicho: atracción y tradición, en aquel caso sumado a la profunda incultura y necesidad de comer a toda costa de un pueblo al que por aquel entonces se le pasaba por alto cualquier asunto por culpa de la cercanía de la masacre padecida a manos de los jémeres rojos.

 

Pues bien, Laos comienza a tomar el testigo de la prostitución infantil en un sudeste asiático plagado de oenegés y de diplomáticos que, a cambio de acuerdos con los gobiernos locales para los intereses de sus países, presionan para detener semejante lacra que en sí, simplemente, se ha esparcido por otros lugares cercanos. Porque Laos, a la chita callando, ofrece si no sexo con niñas de 7 años, vírgenes o casi, sí sexo con niñas de 11 y 12 años. De nuevo la clientela es masivamente nativa, y de nuevo los laosianos se quedan sorprendidos cuando se les pregunta por la edad de la chica que quieren alquilar por una hora. “¿Que cuántos años tiene? Y yo qué sé. ¿Por qué lo preguntas?”, comentó un albañil de Vientián de 30 años que llegó al prostíbulo poco antes de la medianoche. Porque en Laos ni siquiera se le lava el cerebro a la menor con la idea de aparentar una edad mayor cuando llega el occidental de turno buscando carne fresca con la moral entre perdida y adormecida. Porque la que me daba la mano en una de las chabolas de madera cubiertas por placas de uralita, donde la luz y el agua corriente escasean mucho más que los mosquitos, dijo tener 14 años sin rechistar. Entretanto, me servía Beerlao –la exquisita cerveza local laosiana–, que fue cuando, camuflado entre tanta barbarie, que repito, allí ni mucho menos creen que sea así, vi llegar a un extranjero de 120 kilos de peso que en siete segundos ya había pescado entre tanto capullo casi sin desflorar. Sin embargo, el extranjero sí sabría que ese asunto que se traía entre manos, al menos en su país, conlleva una importante pena carcelaria además de una manifiesta repulsa social.

 

Una hora antes de aquella tétrica postal me había llevado el primer sobresalto: en el What’s Club, una discoteca de moda abierta para todos los públicos, las muy menores de edad, con edades comprendidas entre los 12 y los 16 años, se balanceaban por decenas ante la atenta mirada de nativos de treinta y tantos. Puar, natural de Vientián, de 33 años de edad, casado, marcó el camino de esa noche: “Una amante joven es señal de poder. Yo conocí a mi mujer cuando ésta tenía 13 años; nos casamos cuando cumplió los 16”. En España, por poner un ejemplo entre cercano y certero, y sobre todo para el que no lo sepa, las niñas de 12 años podían casarse con el consentimiento paternal. Y no hablamos de la Edad Media, sino de finales del siglo XIX, en donde nacieron Pío Baroja y Pablo Ruiz Picasso, entre otros muchos.

 

En los prostíbulos que dominan el arcén derecho de la carretera T4 (Kampheng Muang) –la ribera izquierda coloca estratégicamente hostales camuflados donde sólo se acude a follar: una hora cuesta cinco euros y la noche entera 30; que hay tantos clientes como para quedarse sin habitaciones, asunto que a veces ocurre– los coches paran para cazar a menores cuando no son motoristas los que se las llevan, tras cerrar el precio, a horcajadas. Como en casi todo el sudeste asiático un polvo no cuesta lo mismo para el local que para el forastero. El primero, si aprieta, podría realizar el acto sexual por alrededor de diez euros. El segundo, y aún regateando, suele pagar entre veinte o treinta. Aunque como dijo Xaiy, la madame del antro innombrable –cada uno de esos tugurios no disponen de neón ni parecido–, “las que más cobran son las más jóvenes”. “¿Quieres decir que una de once años es más cara que una de dieciséis?”, pregunté. “Por supuesto –concluyó–; el activo de una chica es su sexo y cuanto más joven mejor. Es lo que se demanda”. Y por su gesto de sorprendida parece ser que desde toda la vida.

 

Al día siguiente le dije a mi chófer laosiano que debíamos buscar una especie de merendero llamado Kok Tarn Ku. Según el chivatazo recibido, no iba a ser muy problemático dar con el lugar ya que en un radio de diez kilómetros había como una docena parecidos o directamente igualitos a éste. Tras un recorrido en coche a través de un paisaje demencialmente bello, con verde hasta la extenuación, tráfico nulo y temperatura muy agradable, tuvimos que volver ya que no dábamos con el lugar. Ya a la vuelta, conduciendo mucho más despacio, nos topamos con el cartel, patrocinado como cada negocio de hostelería laosiana por la Beerlao. Tras aparcar, le dije al chófer que me acompañara aunque fuera para consumir una mísera tónica. Que por alguna razón, seguramente entre moral y miedosa, no deseaba estar solo ante el peligro o lo que fuere. Finalmente el conductor pidió una de esas bebidas cargadas de cafeína y otros excitantes con las que Occidente promueve la cardiología en un país sin hospitales. Mientras tanto, calibré echando un ojo qué acontecía a mi alrededor: el merendero, donde casi no se sirve comida, abre desde las doce del mediodía hasta la medianoche. Alrededor de él, un gallinero sin cuidar atestado de gallinas; una construcción paupérrima enteramente levantada con madera que les sirve a las chicas de dormitorio; y un solo baño, inaudito, no ya porque no dispusiera de agua corriente –ni caliente ni fría– sino porque en su letrina, un puto agujero, acumulaba más mosquitos que abejas guarda una colmena. Además de todo esto, el dato esencial por el que está usted leyendo esta historia entre real y sensitiva: en el citado negocio niñas de entre 11 y 14 años dan rienda suelta a las pasiones e ilusiones de sus clientes. Por hacer una comparativa: en la calle de Kampheng Muang, a veinte minutos del centro de Vientián, las hay de entre 13 y 16, además de alguna con 17 y muchas mayores de edad. Pero en aquel extraño lugar, que parecía impecable por los saludables rayos solares, el viento fresco y el silencio únicamente roto por las bandadas de pájaros, sólo niñas de entre 11 y 14. Mientras el chófer me miraba sin hacer una simple mueca, tres nativos de entre 20 y 25 años bebían cerveza y se la hacían beber a las tres chicas. Una iba, de manera insultante, disfrazada de mujer, con los polvos de talco desfigurando su rostro originariamente moreno y un sujetador convertido en corpiño haciendo ver que sus pechos ya le habían brotado cuando evidentemente no era así. Mi presencia, por extranjero, siquiera llamaba la atención del dueño, que en vez de sospechar, le sorprendió que antes de con una niña compartiera mesa con un nativo: mi chófer.

 

En aquel burdel de carretera crecí como persona. Lo que espero que estén haciendo las que se abren de piernas, bastantes con 11 y 12 años, ante los penes enfervorizados de todos aquellos nativos que tienen a sus señoras en casa con dos o tres hijos y no saben cómo contener la hinchazón. Y volvemos a un asunto a tener en cuenta, algo en lo que pensar, antes de pasar la apisonadora judicial/moral occidental: allí nadie parecía sentirse mal. Que aquello parecía el personal de un restaurante atendiendo a clientes cuando en realidad eran putas muy menores que, bebiendo cerveza a espuertas, esperaban su momento de gloria: follar por diez dólares de los que ellas sólo se llevan entre dos y tres. Porque la pescadilla que se muerde la cola fue comprobar que el dueño hacía las veces de casero y que a cambio de cama y comida las chicas, no sólo inocentes sino inexpertas, creían vivir si no en un paraíso al menos en un lugar razonable para cualquier habitante de país pobre de este planeta: como, bebo, me ducho, duermo y me saco algo de dinero y propinas. Porque la desgracia es aceptar que esas meretrices adolescentes mantienen, en no pocos casos, a sus familias con esos ingresos de origen exclusivamente sexual: padres, abuelos y hermanos mantenidos por niñas de 11 y 12 años. Tomemos nota.

 

Porque mientras en Kampheng Muang los chulos, en muchísimos casos los mismos novios de las chiquillas, permanecían en los arcenes esperando su comisión y su lata de cerveza mientras incitaban a los clientes a cruzar la entrada hacia aquellas chabolas inmundas, en aquella carretera camino de Luang Prabang, ciudad más importante del norte de Laos ya dominada por las hordas de turistas, nadie osaba asomar su nariz por una simple razón: aquello parecía una tarde de domingo, normal hasta la exageración; de aquellas en las que escuchábamos Carrusel deportivo, cuando estaban Paco y Pepe y Atocha era la autenticidad, no así Anoeta, que aún no era ni vestigio de proyecto. Porque en aquel merendero camuflado –luego, y ya volviendo a Vientián, comprendí que no era el único: había otra media docena de competidores exactamente iguales– se cocía, y a plena luz del día, una competición extraña: tipos alcoholizándose y alcoholizando a muy menores de edad que luego cederían sus cuerpos para ser horadados a cambio de dinero mientras el dueño, un cincuentón, pinchaba música estridente sacada de una mesa de mezclas. Perros y gallinas, así como gatos y patos, rodeaban el lugar de los hechos cuando aún restaban un par de horas para que cayera la tarde. Porque aquello, salvo por la prostitución infantil, era un lugar entre idílico y romántico.

 

Con la confianza conseguida volví a la carretera 4 (Kampheng Muang), donde ya con la seguridad del que sospecha que no le van a pillar en una redada –en dos noches y una tarde de investigación sólo vi a un policía; y también buscaba presa– me puse a charlar con el resto de clientes. Esta vez la madame sentó a mi lado a una muy menor, de trece años, según dijo la pequeña. Espabilada porque se defendía más que bien en inglés, cosa extraña en Laos, conseguí llevármela a mi terreno mientras observaba a los primeros extranjeros que entraban desquiciados al cuchitril: eran un tipo con acento alemán –podría ser austríaco– y un británico. Como si nada, se hicieron con aquel antro, donde la luz era casi imposible y el ventilador flaqueaba. Que llegué, en ese mismo instante, a caer en la cuenta de que para no pocos hombres una mujer, cualquiera, cura cualquier tipo de inclemencia. Incluido trastorno emocional tras tsunami violento y perdida de familiares consanguíneos.

 

Aquel par de cincuentones se me acercaron de manera brusca. Es lo que tiene sentirse el sheriff de la zona y su ayudante.

 

—¿Y tú quién eres?

—De Unicef.

 

Les temblaban las carrilleras. Como si se estuvieran estofando en siete litros de vino tinto y un buen fondo de verduras. Yo sonreía, con la de trece años rellenando mi copa de cerveza. Quentin Tarantino habría dado parte de sus ahorros por haber vivido esa secuencia vital. Y ya no digamos por haberla podido rodar.

 

—¿En serio?

—Era broma, sólo buscaba diversión. Pero aún no sé de qué va el asunto.

 

Si te encuentras entre hombres y en medio de un puticlub uno puede llegar a mascar que ahí, y sólo ahí, la solidaridad, incluso idiomática, es absoluta. Porque el corporativismo mató a la crítica. ¿O es que nadie ha visto cómo periodistas de diferente ideología, mineros de diferente mina, futbolistas en teoría enfrentados por la eterna y ridícula rivalidad, además de políticos de distinto bando, acaban defendiéndose, lamiéndose las heridas, tapándose las miserias para sacar sus propios beneficios conjuntos? Pues sí, entre los puteros no iba a ser menos. Por lo que tras estrecharnos las manos comenzamos a abrirnos en canal entre cerveza y cerveza. Ellos, por supuesto, nunca sospecharon de mis dotes interpretativas tan necesarias cuando deseas inmiscuirte en asuntos ajenos con el único fin de escribir. El británico siempre era el que llevaba la voz cantante. El alemán, por el contrario, andaba como tenso, rascándose la zona baja de su espalda por dentro del pantalón, mientras caminaba en círculos mirándome con un ojo abierto y el otro cerrado, repleto, sospecho, de desconfianza. A ellos no les endosaron un par de chicas; directamente se les pegaron dos que parecían ser de su absoluta confianza. Mientras tanto, y por fomentar el corporativismo, pedí otra ronda de Beerlao, que como todo el mundo sabe ayudan, en abundancia, a abrir conciencias, generar cordialidad y fomentar la cháchara.

 

—¿Venís mucho por aquí?

—Cada vez que podemos. Que de esto en Occidente hay poco. ¿Y tú?

—Yo vivo en Camboya. Allí ya no hay casi nada; las agencias de cooperación han acabado con todo.

—Pero yo vi en la BBC que seguían existiendo focos.

—Sí, seguramente. Pero allí, y con todos esos, ¿a ver quién se la juega?

 

Mientras luchaba por el Oscar a la mejor interpretación masculina el británico comenzó a abrirse en canal. Como si en vez de ante un desconocido estuviera ante su espejo un día de masturbación eficiente.

 

—Mira, nosotros venimos por aquí, y no somos los únicos, porque encontramos lo que queremos. ¿Y qué es lo que queremos? Lo que nos prohíben en Europa: chicas de catorce o quince años. Mujeres aquí que tampoco es que sean niñas allí. ¡Pero si todos sabemos que nuestros bisabuelos hacían los mismo! ¡Si esto es natural! Es, simplemente, una necesidad. Y yo, además de alegrarme el día, ayudo a estas chicas. Porque, para colmo de justificaciones, yo les pago el doble que los laosianos; además de tratarlas mejor. Y te lo repito: son mujeres que fuman, se echan novios, trabajan, y dan a luz. No están jugando con muñecas de trapo. Saben lo que hacen. Y nadie las fuerza a ello.

 

Yo seguía manteniendo el pulso, aguantando el envite, mientras aportaba datos certeros que les ayudaron a tranquilizarse; datos como asentir con la cabeza dándoles la razón, pidiendo otra ronda, y haciéndome el curioso para saber si en otras ciudades del país el asunto era parecido. Cuando cerraron el acuerdo y cruzaron la calle hacia uno de los muchos hostales camuflados yo pagué una de las rondas de cervezas dándole una propina a la chica. La madame se quedó extrañada ya que normalmente cada tipo que se acerca a esa zona de Vientián lo hace para desfogarse sexualmente. Yo, apuntando a mi entrepierna, advertí que había bebido tanto que me iba a ser imposible conseguir una erección. La encargada se tranquilizó llegando a sonreír cuando también le solté otro par de euros de propina. Como a mi chófer lo había dejado horas antes me fue imposible volver pronto a mi hotel, el Sport Guest House, ya que debe saberse que en Vientián escasean los taxis y prácticamente no hay tuk-tuks. Por lo que caminé algo más de una hora, llegando a mi habitación entre físicamente exhausto y admirado de mí mismo. Esa noche dormí como un niño. Aunque al levantarme a orinar en medio de la madrugada observara a media docena de fantasmas enanos rodeando mi cama. No me molestaron; pero me obligaron a pensar.

 

A la mañana siguiente comprendí que Laos se ha convertido en la nueva casilla de salida no sólo de la prostitución, sino del sexo infantil. Que repito y recalco: ni rastro de niñas menores de diez años, pero sí muchísimas chicas de once años en adelante. Sin droga de por medio. Sin palizas por parte de los chulos. Sin más drama que lo que yo sentí. Porque no debemos olvidar que en Laos, buena parte de sus oriundos, defienden el acostarse con niñas de esas edades. Y la inmensa mayoría de ellas mantienen, con sus ingresos, a familias enteras. Y que la propia Unicef no sabe de la misa ni la mitad, como explicaré más adelante.

 

El último día me lo tomé libre. Libre de pecado, quiero decir, acercándome a discotecas de la ciudad donde ya me había llamado la atención la proliferación de jóvenes, muy jóvenes –otra vez sobre doce años–, bailando y bebiendo entre la multitud. Y allí, ni rastro de chulos, casuchas destartaladas o prostitución. En esas, me topé con el británico cincuentón al que había dejado marchar con aquella joven la noche anterior. Hablador, y además de más, me dio el tiro de gracia.

 

—Esto es el paraíso. Menores y desnutridas. Amo a Laos.

 

No vayan a pensar que en Laos sus habitantes se mueren de hambre: nada más lejos de la realidad. Lo de desnutridas tenía únicamente que ver con el gusto del señor que las prefiere muy delgadas, casi escuchimizadas. O como él terminó por rematar: “Sin pechos, si es posible”. Para justificar su desviación me aseguró que cuando se acuesta con mujeres mayores de edad también las prefiere planas o con los pechos pequeños. Pero aquella frase, “menores y desnutridas” se repitió en mi interior durante el resto del viaje hasta convencerme de que debía dar título a esta historia de vida.

 

Cuando llegué al hotel me puse a darle a la tecla, intentando juntar toda la información en un documento, del que salían chispas cada vez que lo abría o cerraba. En medio de mi vómito literario, investigué en internet sobre prostitución infantil. Mientras se iban abriendo las páginas caí en la cuenta de que con semejante currículo durante mis cuatro días en Laos –asiduo a prostíbulos con niñas, a discotecas ídem, y numerosas páginas abiertas en mi portátil sobre prostitución infantil– no iba a disponer de coartada para salir indemne de una denuncia por pedófilo. Pero luego caí en la cuenta de que para contarles todo esto había que mancharse de barro hasta los pectorales, sino directamente hasta cuello y barbilla.

 

Lo primero que me sorprendió cuando escribes prostitution of children en internet es que en las listas principales que aportan las agencias de cooperación internacional, gobiernos y webs especializadas es que Laos no aparece por ningún lado. Sorprendente. Porque según reparé, el asunto de marras no se generó hace un par de veranos, sino que lleva siglos arraigado, como la siesta en España o el sake en Japón.

 

Por lo que me puse en contacto con Unicef Laos, la madre multinacional y globalizada de todas las oenegés que defienden a niños a lo largo y ancho del planeta. De primeras sentí por su lado el hielo en mi evidente interés: no me respondieron al primer correo electrónico. Pero cuando indiqué que había estado campando a mis anchas por prostíbulos donde las menores de edad eran mayoría un tal Marc Vergara, que dice ser el jefe de prensa de dicha organización en Laos, pasó no sólo a responderme cada pregunta, sino a soltarme un sermón que, sinceramente, me costó leerme hasta el final. “Es muy complejo saber cuántos menores son prostituidos en cada país del mundo”, comenzó diciéndome, como aclarándome que más que datos certeros me iba a soltar una retahíla de tópicos para salir del paso. Luego añadió que, “en Laos las agencias de cooperación especializadas en este asunto llevan poco tiempo implantadas, por lo que aún el trabajo está en fase de formación”. Tras la lectura de su respuesta puedo asegurar que si UNICEF tuviera la concesión de los cuerpos de bomberos del planeta el mismo ya haría décadas que habría desaparecido abrasado por las llamas. ¿O es que es justificable el éxito el encontrar niñas de 11, 12, 13 y 14 años prostituyéndose en diferentes antros de Laos, tras una visita primeriza de cinco días y cuatro noches al país, persiguiendo mi impulso escritor y rebelde? O en otras palabras, ¿es posible que cada hora que corre decenas, o tal vez centenares de niñas, sigan acostándose con hombres de todas las edades, clases sociales y nacionalidades mientras UNICEF prepara el siguiente informe anual sobre prostitución infantil en Laos? ¿Acaso es posible actuar de manera más timorata?

 

Antes de tomar el vuelo de vuelta de Vietnam Airlines procedente de Hanói destino Phnom Penh, me puse a repasar toda la información en el esquinado y único bar de su minúscula terminal de embarque, en donde fui consciente de que en la prostitución infantil la culpa se suele repartir entre el vicioso empedernido, el nativo proxeneta y las oenegés, que siguiendo sus arcaicos procesos de trabajo dilatan lo que a mí me costó dos días averiguar: que en Vientián la prostitución de niñas de entre 11 y 14 años es memorable además de abundante. Menores y desnutridas, seguirán repitiendo algunos mientras a mí me daría tiempo no a terminar este reportaje sino a escribir un libro sobre el tema. El vuelo, por cierto, traía retraso desde Hanói.

 

 

 

 

Joaquín Campos (Málaga, 1974) lleva residiendo en Asia desde 2007: primero China y ahora Camboya. Escribe, cocina y viaja. En FronteraD ha publicado, entre otros, Tres peruanos en una prisión de Camboya: “No arriesguen su vida por 4.000 dólares” y Poipet: Pequeño apocalipsis jemer. El golpe de Estado en Camboya provoca un éxodo camboyano. Mantiene el blog Contar lo que no puedo contar, que en una anterior encarnación se llamaba Aspersor, un ídolo de masas, y ha publicado una novela por entregas Doble ictus. En Twitter: @JoaquinCamposR 

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