Un día Hugo Chávez tuvo una pesadilla: soñó que una ave negra entraba por la frontera con Colombia, y atravesaba las llanuras y las montañas hasta llegar al palacio presidencial. La ave negra daba vueltas en espiral por encima del edificio en una imitación de los zopilotes carroñeros. Hugo Chávez se despertó de súbito, sudoroso y angustiado..
Atribuyó la pesadilla a la crisis de energía eléctrica reciente, a las pendencias con los dueños de periódicos opositores. Ese mismo día, le informaron que una nave a control remoto de las llamadas Depredator del ejército de Estados Unidos había atravesado la frontera en un vuelo de reconocimiento. En respuesta veloz, anunció que Venezuela defendería su soberanía con las armas.
Giorgio Agamben afirma que las democracias contemporáneas acuden cada vez más al expediente del “Estado de excepción” para mantener la gobernabilidad (Estado de excepción, Adriana Hidalgo, 2007). Una práctica que decepciona la fe seráfica de las buenas conciencias que adoran el cuento de la democracia liberal como fin de la historia.
Asimismo, cada vez más las democracias de América Latina acuden en momentos de crisis al uso de la fuerza armada para enfrentar desafíos diversos. Las realidades latinoamericanas comienzan a oscilar entre la insistencia del Estado de excepción y la militarización, o el establecimiento formal de la sociedad policiaca o paramilitar.
Con diversos y distintos grados a lo largo de estos años, aquello ha sucedido en Colombia, Venezuela y México. La fatalidad ha querido que, con la fecha del Bicentenario de la Independencia de la corona española, América Latina contemple un ciclo cumplido en sus esperanzas de orden y progreso. Nunca como ahora los países latinoamericanos se vieron tan estragados por la violencia comunitaria y sus amenazas. El auge del crimen organizado, sobre todo el narcotráfico, es un problema básico no sólo en México y Centroamérica, sino en el Cono Sur.
Hacia el siglo XXI, y de nuevo contra el optimismo burocrático, la retórica de funcionarios que ofician de vigilantes del panteón de las fantasías futuras para la región en torno de un totalitarismo integracionista, América Latina deberá enfrentar las limitaciones de sus asimetrías y malformaciones, de sus contrastes extremos y el estancamiento secular: sociedades inmersas en la desigualdad, la pobreza, la carencia de calidad de vida, víctimas de la explotación corporal, el crimen organizado, el delito, el tráfico de drogas, de armas, de la toxicomanía. Y de los estragos ecológicos, sobre todo, la falta de agua y los efectos de la contaminación. Poblaciones que envejecerán sin servicios adecuados de salud, educación, vivienda, transporte, seguridad, ni protección civil.
En días pasados, se realizó en México una junta cumbre de presidentes latinoamericanos en la que se presumió la formación de un nuevo organismo continental que excluirá, se dice, a EEUU y a Canadá. Este empeño que pronto encontrará su dimensión en la réplica del poder del norte, se expresó al mismo tiempo que proliferaban las mentiras típicas de las relaciones entre los países de América Latina, esa mezcla de hipocresía, nostalgias bolivarianas, valses peruanos, verba florida y desplantes machistas, todo, en plan visionario.
Por ejemplo el país anfitrión, México, se atrevió a convocar a una junta cumbre de “jefes de Estado” cuando en México se carece de un Estado de derecho. Y se habló de promesas y de cumplimientos de unidad y liderazgo que sólo están en boca del oportunismo y las arbitrariedades propagandísticas del momento: de acuerdo con las encuestas de opinión más reciente, el presidente mexicano es desaprobado por sus gobernados en una caída brutal.
El dato es todo menos insignificante: inscrito en el formalismo que lo llevó a la silla presidencial, ahogado en sus declaraciones que carecen de correspondencia con la realidad, el presidente mexicano paga tributo a la gran tradición retórica de nuestros dirigentes políticos a lo largo de la historia. Ostentosos, proclives al pedestal, ajenos a los hechos, envalentonados por las apariencias y, sobre todo, adictos al autoritarismo. El Estado de excepción y el uso de la fuerza les sirve para salvaguardar su autoestima irrisoria. La caricatura se apodera de ellos en los momentos críticos. Doscientos años los contemplan.