“Y todos los cadáveres amontonados en montículos
Porque cuando el golpe comienza a fluir
Ah, cuando esa heroína está en mi sangre
Y la sangre está en mi cabeza
Entonces le doy gracias a Dios por estar tan bien como muerto
Y gracias a Dios por no estar consciente”
Lou Reed, Heroin, 1967
Nací en 1968. Medio siglo después sigo luchando contra un océano desbocado. Siempre pensé que todo tiene cura menos lo incurable.
Una noche de locura habitual en mi alargada adolescencia, mi amigo Alfonso, otro adolescente cargado de ambición, me abrió la caja de pandora. “Vámonos a Bosnia”.
Sarajevo y Mostar, sitiadas y bombardeadas día y noche, el país destrozado y dos niñatos con ganas de triunfar en no sabíamos qué mundo.
No teníamos ni un duro en el bolsillo, sólo una pequeña china de hachís. Mostar estaba en un valle rodeado de montañas desde donde bombardeaban los serbios. El río Nerita dividía la ciudad. A un lado estaban los croatas y, al otro, en el lado musulmán, nosotros. Resplandores aleatorios iluminaban la noche oscura.
Estábamos en la ladera de la montaña y se veía todo a vista de dron. En la casa donde dormíamos había un grupo de guerrilleros armados hasta los dientes bebiendo rakia. Nosotros, con la china. En ese momento me di cuenta de que lo que estaba viviendo iba a marcar mi vida. Ya no había vuelta atrás. Dicen que la heroína engancha desde el primer chute. Creo que fue la única droga que no probé.
Desde entonces, mí vida se ha deslizado como se deslizan todas: “estúpida”, decía mi abuelo, el contraalmirante Joaquín Cervera.
Entre colocón y bajón, fue la monja, una tía que creo que sigo teniendo, la que me recomendó un centro para curarme. Se ve que estaba enfermo. Allí entendí cómo funciona lo que llamaban el “enanito cabrón”, que te lleva a la locura y te habla detrás de la oreja. Podría hacer una lista con todos los lugares a los que el enanito me llevó, pero no creo que sea necesario. Cuando consumía sustancias me dejaba ir, y creía que era necesario que yo estuviese allí, ¡todos se lo creen!
Llevo tiempo intentando sintetizar todo este sinsentido que veo. Ya hace un par de años lo hablé con un escritor estadounidense curtido en la “batalla”, Sebastian Junger. Su conclusión fue un libro llamado Tribu. Pero, a mí, el concepto me pareció muy americano. Demasiado.
Hace un par de meses que estalló Ucrania. El océano se revolvió de nuevo. “El golpe empezó a fluir”. Como siempre, el enanito me gritaba al oído: ¡Entra por Polonia! Ya estaba liado. Mí mente volvía a estar turbia. Una vez más.
Esta vez no era lo mismo. Sabía que estaba pasando algo diferente en mi cabeza. Como en Mostar, veía el bombardeo desde arriba, pero ya no quería estar allí. De repente empecé a ver que muchos de mis compañeros estaban regresando a la guerra.
Hasta los que ya no estaban en el oficio y otros de los que nunca la habían probado.
Me di cuenta de qué, una vez más, el ego, ese extraño compañero que nos arrastra, estaba haciendo bien su trabajo.
Cascos, chalecos, PRESS, protas, no protas, buenos, malos, mensajitos de apoyo, postureo, redes, likes, cadáveres, Bucha, Kiev, rusos, refugiados, trenes, misiles, tanques, nieve, fosas comunes. Un periodista dijo una vez que vamos a la guerra para que nos quieran más… Ni Tim Hetherington, ni Chris Hondros, ni los tres fotógrafos que se salvaron de la granada del 120 que les mató en Libia estaban allí.
“Esto es lo peor que he visto en mí carrera”, me dice un periodista qué conocí en Donetsk. “¿A qué te refieres? ¿A las atrocidades en sí o al circo qué se ha montado?”, le pregunté. “A ambas”.
Ahora sé que lo único qué lo cura todo es el amor. Hasta lo incurable.
Dios dame serenidad para aceptar las cosas qué no puedo cambiar, valor para cambiar las qué puedo y sabiduría ara reconocer la diferencia. Cita de Alcohólicos Anónimos.