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Metamorfosis

«Si el artista quiere crear algo interesante, tiene que llevar dentro un demonio. Los ángeles no son artistas». R. Walser

 

En algunos pasajes memorables, Paul Virilio recuerda cómo una infancia enclenque, asmática y atolondrada, es la condición para que haya apariciones. Como si las visiones nacieran de una fragilidad íntima, una especie de temblor de los sentidos que desquicia las ordenanzas que encauzan la percepción, lo que hay que ver y lo que no. La necesidad que el niño tiene de inmediatez filtra después, en el cuento, la simplicidad de una leyenda que le pueda envolver. La infancia elige instintivamente y depura, dejando en las fábulas solo lo elemental que puede traspasar edades y fronteras. Esto es lo que también explica que una melodía escrita por un pobre hombre en su buhardilla sea tarareada a los pocos días por una multitud que jamás llegará a conocerle.

 

Si buscásemos una unidad remota, el hilo conductor de esta exposición en la Casa Encendida podría ser una versión minoritaria de las visiones, las esperanzas y los temores que han dado lugar al folclore, a las mitologías populares, incluso a las religiones. También, de la manera más universal, a la fábula, la leyenda y el cuento. De un modo sencillo y magistral, en la primera sala de Metamorfosis el ruso Starewitch explica así el poder del cuento: «Creado por el pueblo, el amor del niño le ha asegurado la vida». Visionamos después las variaciones de la fantasía febril de un niño enfermo: atavismos del día, visiones funambulescas, metempsicosis… ¿Quién no es alguna vez un niño enfermo?

 

Autor de toda una amplia «enciclopedia de lo alternativo», el checo Švankmajer sentencia: «El arte para niños no existe». Siguiendo una legendaria tradición discontinua, la infancia no debe ser para él una etapa que pueda quedar atrás, sino la crisis sísmica de cualquier edad. Así pues, antes de una nueva síntesis que nos libere, conviene dejarse llevar por uncoleccionismo de obsesiones, por la dispersión perceptiva y la complicidad con algunos objetos inobservados, que arden en soledad. Pero Švankmajertiene razón cuando sugiere, con un endiablado sentido del humor, que la dictadura del mercado es todavía más perfecta que las dictaduras comunistas a la hora de encauzar la percepción.

 

Trabajando con esta ingeniosa y poco conocida línea centroeuropea, los hermanos Quay, nacidos en 1947 en EEUU y residentes actualmente en Inglaterra, llevan décadas construyendo un mundo de animación que ha influido en cineastas como Tim Burton, Henry Selick, Terry Gilliam y otros. Lo que vemos en las salas de Metamorfosis es el universo fantástico de algunos adultos que siguen conservando una fuerte imaginación y una buena relación con las sombras. A través de dibujos, maquetas, muñecos y películas, el mundo de los Quay es el de lo olvidado, lo diminuto, lo marginal. Les interesa el umbral de los sueños, la relación entre la realidad y la ficción, las metamorfosis secretas de aquellos seres a los que en general no miramos.

 

Taxidermistas, titiriteros, alquimistas y relojeros trataron una otredad que todavía nos hace guiños. Así como la obsolescencia de algunos objetos, detritos de una sociedad devorada por el esplendor de lo idéntico. Bajo él, los Quay vuelven a un «mundo intermedio», atrapado entre un reposo estremecedor y una posible vida perturbadora. Incluso el barro, diría su amigo Švankmajer, alienta con una pasión de transformación, urdiendo relaciones e isomorfismos latentes.

 

Manipulando el encanto y el terror de las marionetas, los gemelos Quay duplican un orden oculto. Desde ahí intentan rehacer nuestra percepción de la normalidad. El universo de la animación nos recuerda la vida de lo que respira a nuestras espaldas, inobservado. Aparte de algunos escritores del siglo XX (Kafka, Carroll, Walser, Cortázar), la relación con este orden primitivo no es un capricho. Reproduce más bien los miedos y fantasías de la humanidad que sigue manteniendo una buena relación con el misterio de lugares olvidados, pequeños altares escondidos, santuarios, ceremonias de conversión. Así como las relaciones insólitas que establecen con las cosas algunas criaturas anómalas: muñecos, insectos, niños, híbridos monstruosos. Desquiciando la protección que representa nuestra escala habitual, la miniaturización y el aumento siguen el emblema de L. Carrington: mirar con un ojo el telescopio y, con otro, el microscopio. Esta estrategia pueril deja crecer al extraño que nos habita, propicia alianzas contra natura sin las que ninguna transformación, ninguna conversión o viaje son posibles.

 

En el momento en el que el automatismo nos vence, se nos recuerda que en todo lo inanimado vuelve a alentar una conspiración, una tristeza; una insospechada forma de sueño, de rebelión y vida. Es aproximadamente el mito romántico de la encarnación, de una metamorfosis que no necesita aditivos externos. Nos droga la diagonal de la luz, la sustancia de una noche sumergida en cualquier mediodía. Desde antes de Poe, reaparece un dominio que llega hasta un delta contemporáneo. Minoritario, pero muy significativo.

 

¿Cuál podría ser el resto de duda que deja esta preciosa exposición? En 1910, Starewitch inaugura una nueva era del cine uniendo fotografías, figura a figura, de la lucha de dos ciervos volantes. Curiosamente, podíamos decir que la animación comienza una vez que la Ilustración, mucho más ferozmente que el cristianismo, ha consumado su labor de desencantar el mundo. Mucho antes del silencio actual entre los humanos desarrollados, un desánimo general se extiende como reverso del productivismo. Entonces parece pertinente reanimar al menos el ocio, una poderosa industria de entretenimiento que estimule la ilusión de una vida oculta y sus potenciales secretos, perversiones incluidas. El éxito de la animación, y en general del cine (incluido el musical europeo y americano), no sería comprensible sin esta necesidad de una química antidepresiva. Si se trata, como dicen estos genios marginales, de repensar el hombre desde las marionetas, es posible que esto ocurra porque antes el alma del hombre ha sido transferida a las máquinas. Después de una desoladora alienación, intentamos repensar al hombre desde el alien.

 

De ser esto así puede subsistir, como ante otros romanticismos, una sombra importante. El hombre, que ha sido expropiado de su linfa por el conductismo industrial, ahora asiste a una gigantesca operación de maquillaje en la cual el automatismo, convenientemente sofisticado, le devuelve un hálito de nueva vida. ¿No es éste un regalo envenenado? ¿No se rinde esta operación al pragmatismo mayoritario, limitándose a complementarlo con un espectáculo excepcional?

 

Es el viejo peligro de lo demoníaco: Satán como un rodeo del Señor, su último recurso. Esta sugerente exposición, en pocas palabras, nos puede dejar con el sabor agridulce de todo lo marginal, lo oscuro, lo escabrosamente poético. A veces, también, con el exceso propio de una nueva escolástica futurista. Estamos de acuerdo en que solamente una nueva relación con el diablo puede regenerar los rituales del día, encharcados en protocolos que han olvidado unas complejidades nocturnas sin las que no somos nada. Nada más que aburridos robots, esclavos de una promesa de seguridad totalitaria. Ahora bien, ¿la imaginación ha de huir en busca de estados de excepción o, más bien, rajar las leyes del día? Aquí persiste la duda. Cuando Timothy y Stephen Quay buscan una taxonomía de los marginalia, otro orden más secreto y menos comunicable, la excepción a las reglas, ¿no corren el riesgo de abandonar el mundo que se oculta tras las reglas, aquella leyenda del día que obsesionaba a Starewitch?

 

El propio Walser comenta en uno de sus paseos con Seelig: «El ayudante es una novela completamente realista. Casi no necesité inventar nada. La vida lo hizo por mí». Lejos de esta minería común, una merainversión de nuestra metafísica mayoritaria, que busque la excepción lunar frente al sol que nos derrite, ¿no está siguiendo la misma metafísica de oposiciones que nos ha hecho esclavos? Aunque ahora esa metafísica privilegie una minoritaria línea crepuscular, al margen de que pronto se haga exitosa, nos debe preocupar la independencia real, que se pueda seguir respirando en mitad del día.

 

Por añadidura, esa búsqueda programática de lo excepcional es lo que puede hacer obsoleta, y un poco rancia, cierta estética que vive de una moralidad invertida. Tal belleza depende tal vez de un principio de realidad que no se ha atrevido a cuestionar en su objetividad, dialogando con el juego que hace inofensiva a casi toda ley.


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