El día de los muertos en México es una celebración menos severa y gris que en España. La formalidad católica de visitar los cementerios para llevarles flores a los difuntos el 1 y el 2 de noviembre es la excusa obligada –la fecha no deja de ser una imposición de la religión conquistadora- para que los mexicanos acudan ese día a los camposantos y cumplan con el rito prehispánico de llevarles a los muerticos ofrendas en forma de comida, bebida, flores y, sobre la base de las creencias de cada cual, para recitar una oración en su memoria: purificado todo ello por las vaharadas de humo del incienso de copal en combustión. Visitar un cementerio mexicano el día de difuntos supone asistir a un ritual cargado de vitalidad a pesar de su carácter funerario, decorado con las intransigentes cruces católicas.
Este año, el día de los muertos se ha celebrado casi justo un mes antes de que se produzca un cambio en la presidencia del país, anunciado para el próximo 1 de diciembre. Termina el sexenio de Felipe Calderón y está a punto de comenzar el mandato de Enrique Peña Nieto. En estos últimos seis años de Gobierno, México se ha convertido en un territorio salpicado de tumbas con nombres y apellidos y de fosas anónimas, comunes e individuales. Las cifras de muertos que se manejan –se habla ya de unos 60.000- ofrecen una medida aproximada del desastre pero, en ningún caso, pueden ni deben considerarse definitivas: no dejan de encontrarse cadáveres con los que nadie parecía contar.
En los medios mexicanos se informa periódicamente del hallazgo de nuevas fosas con cadáveres. En minas abandonadas, en eriales y campos diseminados por la geografía de los estados más conflictivos, los muertos aparecen uno tras otro, cada uno con una historia personal que se borra por el hecho de convertirse en un cadáver más de una serie sin fin. Sólo se dan cifras: ni nombres, ni biografías. Salvo cuando el muertico tiene un apellido importante, como ocurrió hace algunas semanas con el asesinato de un hijo del ex gobernador de Cohauila. El ex gobernador parece que se ha decidido a hablar: acusa al nuevo gobernador –su propio hermano- y a la clase empresarial del Estado de connivencia con el narco… ¿Se debe deducir entonces que cuando él mismo era gobernador –y su hijo estaba todavía vivo: morían los hijos de otros- no existía connivencia con el narco?
El diario Milenio, con sede en Monterrey, publicaba hace unos días el resultado de un larga investigación sobre las cifras de muertos encontrados en fosas comunes en los últimos años. No fue una investigación fácil. Muchas administraciones mexicanas son reacias a publicar cifras oficiales de los muertos: los muertos son una carga política, por mucho que sean muerticos anónimos, muerticos pertenecientes a los de abajo, la clase social mayoritaria en el país. En el reportaje de Milenio se afirma que, a pesar de la poca transparencia de las administraciones, se han podido contabilizar casi 5.000 muertos exhumados de fosas comunes en el año 2011, el año con más exhumaciones de este tipo de todo el sexenio. Entre 2006 y 2012, se calcula que en torno a 24.000 personas han sido halladas en fosas comunes. ¿Cuántos muertos permanecen aún en fosas? El tiempo lo dirá.
No son las únicas malas noticias que llegan de México. La revista Proceso informaba hace unos días de que en un pequeño pueblo de Michoacán los campesinos habían formado grupos de autodefensa para protegerse del crimen organizado. Grupos de campesinos mal armados y con escasa preparación enfrentándose al crimen organizado… En el pequeño pueblo de Uricho, sus habitantes viven con el temor de que Los caballeros Templarios –la nueva marca de la Familia Michoacana: como todo negocio con mala reputación, el narco, tal vez aconsejado por los empresarios aliados, renueva periódicamente sus marcas- cumplan su amenaza de llevar a cabo represalias por la muerte de dos de sus líderes en aquellas tierras. El ejército, la policía y las autoridades políticas están al tanto del problema, pero no han ofrecido soluciones a los habitantes, en su mayoría indígenas purépechas. Desde hace tiempo el Estado mexicano no tiene el control efectivo de todo el territorio nacional: más que por falta de medios, en no pocas ocasiones lo que falta es la voluntad política y de los mandos policiales y militares para ejercer su labor. Falta de voluntad que, sobran los ejemplos, se podría también llamar –usando las palabra del ex gobernador de Cohauila- connivencia con los grupos criminales.
Este es el país de los vivos y de los muertos –muertico anónimo arriba, muertico anónimo abajo– que tendrán que gobernar Enrique Peña Nieto y la vieja ¿y renovada? hidra del PRI desde el próximo 1 de diciembre, cuando está previsto que tome posesión de su cargo. Sería deseable que muchas de las futuras medidas de gobierno que tome Peña Nieto las tome pensando en todos esos muertos anónimos causados por la violencia: sólo así conseguirá que muchos de los que hoy aún están vivos puedan llegar a agradecérselo –desde este mundo– el próximo 2 de noviembre. Y si no pueden agradecérselo ya desde este mundo, que al menos puedan hacerlo desde el Mictlán, el nivel inferior de la Tierra de los Muertos al que llegan tras un largo viaje, según la mitología prehispánica, todos los fallecidos de muerte natural.
*Fotografías tomadas por el autor del blog en el poblado de San Andrés Mixquix, México D.F., el 2 de noviembre de 2009