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México: gobierno autoritario

 

El presidente mexicano Felipe Calderón acaba de anunciar que, en Ciudad Juárez, los asesinatos han descendido en un 60 por ciento gracias a su estrategia contra la delincuencia organizada.

 

El anuncio resulta desconcertante: días atrás, el gobierno de Calderón negó que en México hubiera grupos de paramilitares en acción contra delincuentes. Esta afirmación se dio luego de que un grupo paramilitar, autodenominado Los Matazetas, anunció sus actividades en el estado de Veracruz, frente al Golfo de México.

 

De acuerdo con investigaciones ajenas al círculo oficial, se sabe hoy que en México se ha detectado la existencia de al menos 167 grupos de paramilitares. El surgimiento del paramilitarismo no sólo es un hecho, sino que es una derivación informal del Plan Mérida. Los antecedentes de esto se encuentran en el Plan Colombia. La dinámica bélica de combate al narcotráfico patrocinado por Estados Unidos admite tres posibilidades, como consta en registros históricos: la participación de policías y militares nacionales; la injerencia de agentes y elementos militares de Estados Unidos en acciones encubiertas; la incidencia de grupos paramilitares.

 

Si en verdad se ha registrado una reducción de la violencia homicida en Ciudad Juárez, las autoridades deberían indagar la convergencia al respecto del factor paramilitar: como reveló meses atrás un cable de WikiLeaks, diversos empresarios de gran poder económico en Ciudad Juárez han empleado a paramilitares para proteger su vida y sus propiedades en dicha frontera.

 

Al declarar en Ciudad Juárez su beneplácito por la solución represiva, Calderón omitió citar que allá persiste el problema de la desaparición de mujeres jóvenes. También pasó por alto referirse a un asunto muy grave ante el cual su gobierno se ha negado a dar la cara: no respondió al Tribunal de la Corte Penal de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos sobre la condena al Estado mexicano por los casos de asesinadas en el Campo Algodonero en Ciudad Juárez de 2001. Esta desobediencia del gobierno y del Estado mexicanos ante el Tribunal Supremo del continente por parte del régimen de Felipe Calderón se agrega a su desdén ante el restablecimiento del Estado de Derecho en México y a su proclividad hacia las soluciones autoritarias, que basa en consideraciones “especiales” o  de excepción frente a la violencia anti-institucional.

 

Reunido con activistas civiles esta semana, Calderón negó que su gobierno fuera autoritario: “el gobierno no asesina ni reprime”. Resulta sorprendente escuchar tal declaración por parte del jefe de un gobierno que ha emitido decenas de iniciativas de reformas jurídicas dirigidas al endurecimiento de la función represiva del Estado, muchas de ellas ya puestas en práctica a pesar de ser contrarias a las garantías y principios constitucionales. Asimismo, apenas puede creerse que Calderón se escude en dicha frase cuando existen miles de denuncias civiles contra la violación de los derechos humanos por parte de policías, militares y marinos. Este incremento ha sido denunciado por la Organización de las Naciones Unidas. Por último, es inaceptable que Calderón carezca de una visión integral del efecto de sus actos como gobernante, de la sociedad policiaca y paramilitarizada que dejará cuando abandone el gobierno en pocos meses: una sociedad que multiplicó sus problemas debido al empleo de una pésima estrategia contra el crimen y la inseguridad. Su fracaso sirvió sólo para reafirmar la máquina de guerra y los intereses geopolíticos de Estados Unidos.

 

Justo en tal orden geopolítico, que esta semana tuvo otro episodio con la divulgación del gobierno estadounidense de una presunta conjura entre fundamentalistas musulmanes y narcotraficantes mexicanos para atacar intereses de Estados Unidos, existe el imperativo de equiparar a éstos últimos con la figura penal de terroristas. En obediencia a esta demanda, Calderón ya ha propuesto reformas legislativas al respecto, al mismo tiempo que, en Estados Unidos, diversos congresistas y funcionarios urgen a declarar a tales narcotraficantes como terroristas.

 

Mientras tanto, Calderón expresa que su voluntad de diálogo con activistas sociales avala que el suyo no es un gobierno autoritario. Olvida de nuevo que la demagogia es un arma privilegiada de los autoritarios: por desgracia, los hechos le contradicen.

 

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