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México: Oasis de horror en Tierra Caliente

El mundo, monótono y pequeño, en el presente,
Ayer, mañana, siempre, nos hace ver nuestra imagen; 
¡Un oasis de horror en medio de un desierto de aburrimiento!

Charles Baudelaire, El viaje 

 

 

El coche frena poco a poco. Abro bien los ojos y veo una carretera polvorienta. En el centro, tumbados como cadáveres, dos inmensos neumáticos de tractor agrícola. A mi izquierda, una barricada cuadrangular de sacos blancos rematada por un plástico azul que sirve de toldo. Arriba, un sol matador que reseca el alma. A los lados, las montañas boscosas de la Tierra Caliente michoacana.

 

El joven se acerca. Está enmascarado, pero se ve que es joven, muy joven, se ve en sus andares chulescos, en sus botas militares, en sus pantalones de mezclilla ajustados, en la gorra y la capucha. Se ve en cómo fuma mota, sujetando el porro con la mano izquierda, con ese estilo de matón pandillero. De su mano derecha cuelga un fusil. Abro la ventanilla.

 

—Soy reportero. Vengo desde el DF para…

—Ándale, pase no más.

 

Pero no. No se trata de pasar y nada más. Atravieso la primera barricada y aparco el coche en el lateral de la carretera. Veo otras dos barricadas más a unos veinte metros, en una pendiente. Hay unas diez personas sentadas al lado de los sacos. Varios de ellos están armados. Ninguno aparenta más de 25 años. Unos fuman, otros juegan a las cartas, alguno vigila los caminos. Un chico de unos ocho años con la cara completamente embarrada corretea de un lado a otro.

 

Salgo del coche y avanzo hacia el grupo. Los jóvenes me miran con mala cara, sorprendidos, susurran algo, apenas se mueven, parecen nerviosos, como si tuvieran miedo. Yo también lo tengo. Uno de ellos dice: “No, imposible que sea él, habla como extranjero”.

 

“Quieto ahí”, me dice el enmascarado y hace el amago de apuntarme con un fusil AK 47. Me detengo y alzo las manos ridículamente. Se acerca y hablamos. “¿Quién eres? ¿Qué has venido a hacer aquí?”. Después de un rato de cháchara parece convencido de que solo soy un reportero que quiere hablar con ellos, pero me dice que sin el permiso “del jefe” no pueden contarme nada. Los rostros siguen tensos, las miradas recelosas, los susurros privados, el ambiente inaccesible.

 

—¿Tú eres reportero? ¿Y por qué cuentan esas pinches mentiras en sus periódicos? –me dice uno de los enmascarados.

 

Me hago el sordo. Los enmascarados se mantienen distantes y siguen fumando mota. Trato de hablar con otro. Hay dos gemelos de tez blanca, de unos veinte años. Me observan con ojos de infinita tristeza, o infinito aburrimiento. Me acerco a uno de ellos y le pregunto quién es el jefe. No contesta. Le pregunto cuántas armas tienen.

 

—Mira carnal, si yo te cuento dónde estoy y qué armas llevo y eso se publica, mañana mismo nos caen los narcos y nos dan piso. No insistas más.

 

Dentro de la barricada hay un colchón renegrido y aplastado. Al lado hay una fogata apagada y llena de ceniza, una olla oxidada con restos de carne apache –res cocida en limón– y una mesa con bidones de agua, café, aguacates cortados en rodajas y pan. El niño de cara embarrada es el único que se me acerca. Me ofrece una rebanada de Bimbo.

 

Al poco tiempo llega una furgoneta, sale un hombre de unos cuarenta años panzón y bigotudo con una camiseta en la que se lee: “Por un Tancítaro libre”. Habla con los dos gemelos. Oigo frases entrecortadas: “Sí, sí, dice que es reportero ese güei”. “No, no, ese habla en español”.

 

Me saluda sonriente y se acerca. “Soy el comandante Pablo. ¿Tú eres periodista, no?”, y me aprieta la mano hasta crujirme los huesos. “Todo bien con él”, le dice al resto del grupo. Y entonces sí, se relajan poco a poco, se acercan a charlar, ofrecen mota, comienzan los chistes y las risitas nerviosas, siempre nerviosas.

 

El recelo se disipa y las ganas de reír brotan en esta carretera polvorienta entre San Juan Nuevo Paragaricutiro y Tancítaro. Uno de ellos saca dos pistolas y empieza a hacer cabriolas, se las esconde como un pistolero del Oeste y apunta al suelo, como volándole la cabeza a alguien. Amaga con apuntar a los coches. El gordito bigotudo saca un AK 47. “¿Te gusta mi cuernito de chivo?”, me pregunta. Y posa con gesto de malo malísimo. “Pablo, Pablo, pareces Pablo Escobar”, le dice uno de los gemelos. “No, mejor el Chapo Guzmán”, responde Pablo. Después juguetea con unas balas muy gruesas, del calibre 12. “Esta atraviesa a tres cristianos de aquí a ese poste”. 

 

Pablo me cuenta que su familia cultiva aguacate en el rancho de al lado. Los narcos, me dice, los llamados Caballeros Templarios, les han robado y les han extorsionado durante años y últimamente hasta mataron a algunos de sus amigos y violaron a las niñas del pueblo.

 

—Ya no vamos a dejarles entrar de nuevo. Llevamos aquí parapetados tres meses. Aquí comemos, aquí dormimos y aquí cagamos.

—¡Cuantas horas estás vigilando?

—Estamos divididos en siete grupos de 22 personas y cubrimos turnos de 12 horas.

—¿Recibes un sueldo por ello?

—No, completamente voluntario.

—¿Has participado en muchas balaceras?

—Sí, algunas.

—¿Y has matado a alguien?

 

Pablo mira al suelo, como pensándoselo unos segundos.

 

—No lo sé. Posiblemente. Yo tiro a dar, pero no se si le doy o no le doy.

—¿Y qué sentirías si un día le das?

 

Ahora tarda más aún en responder.

 

—No lo sé…. No me gustaría. Sentiría pena.

—¿Tienes miedo?

 

Pablo tarda más, más aún, en responder. Uno de los enmascarados, el que más fuma la mota, interrumpe la charla:

 

—No tenemos ningún miedo. ¡Queremos que vengan ya, para chingárnoslos!

 

Pero claro que tienen miedo. Se nota en sus cuerpos rígidos y en esa manera ansiosa de fumar, inhalando el humo hasta el fondo. Un miedo mezclado con tedio, desesperanza y ganas, muchas ganas, de que todo esto termine.

 

El Walkie Talkie de Pablo comienza a emitir un sonido ininteligible. Se apartan de mí. Pablo dice: “Una Suburban blanca, chingada madre”. Uno de los gemelos me agarra del brazo: “Alguien viene”. ¿Quién? “No se sabe”. 

 

Los chicos corren a sus puestos. Pablo agarra el AK 47 y se agacha bajo el tronco de un árbol, sujeta el fusil, apunta, parece dispuesto a disparar.

 

“Falsa alarma”, dice uno de los gemelos a los cinco segundos. La Suburban blanca pasa de largo por delante de las barricadas y se pierde en el bosque. Todos se relajan, pero Pablo sigue en su papel, parapetado en el tronco del árbol y apuntando el fusil. “¡Ya fue, carnal locotrón! Ya déjale de hacer el teatro”, le dicen.

 

De nuevo el miedo entra en los cuerpos, sale al ritmo de la respiración y se disipa en el aire como el humo de un cigarro. De nuevo estallan las risas nerviosas.

 

 

*     *     *

 

Michoacán: lugar donde abunda el pescado, según la denominación náhuatl con la que fue bautizado. Cuna del antiguo señorío Purépecha y territorio paradisiaco y montañoso, ideal para el narcotráfico: Sus 270 kilómetros de costa facilitan el transporte marítimo con Suramérica, sus espesos bosques ocultan la mayoría de los laboratorios mexicanos de cristal, sus tierras fértiles son perfectas para el cultivo de droga, sus múltiples escondrijos, sus empinadas quebradas, sus feraces barrancos son idóneos para emboscar, guerrear y hacer desaparecer cadáveres. ¿Quién da más?

 

El Estado michoacano, de cuatro millones de habitantes, hace mucho que no conoce la paz. Es el mayor productor de marihuana y metanfetamina del país y ello le convierte en uno de los más disputados por el narcotráfico. Y por ende, uno de los más turbulentos. En 2013 murieron 990 personas, el número más alto en 15 años. Además, es una de las regiones con mayor pobreza del país junto a Chiapas, Oaxaca y Guerrero. Un auténtico polvorín que algún día tenía que estallar. Y ha estallado.

 

La guerra de pobres comenzó el 24 de febrero de 2013. Los habitantes del pueblo de La Ruana (a unos 220 kilómetros al oeste de Morelia) decidieron levantarse en armas contra el cartel de los Caballeros Templarios que extorsionaba a la población desde hace años.

 

Los líderes del cartel son Enrique Plancarte, El Kikin, Servando Beltrán, La Tuta y Nazario Moreno, El Chayo o El Macho Loco, de quien se dijo que había muerto en una balacera en el 2010 (los autodefensas lo niegan). No son mafiosos cualquiera, al estilo del Chapo Guzmán: en esta tierra de mayoría indígena purépecha, los templarios predican un conservadurismo sectario y religioso que hace referencia a la Orden de los Caballeros Pobres de Cristo, fundada en Jerusalén en el año 1189 para proteger los santos lugares. Además de reivindicar este legado medieval, imponen la ley seca en varios territorios, extorsionan a la gente más pobre, emiten estrambóticos discursos políticos vía You Tube, retan a duelos personales a sus enemigos y practican todo tipo de torturas de aspecto satánico con las que aterrorizan a la población. Horror, satanismo y surrealismo unidos en este México plagado de historias que parecen sacadas de un guión tarantiniano.

 

En 2011 el cartel de los Templarios se escindió del cartel de La Familia Michoacana, otro grupo mafioso de ínfulas pseudoreligiosas que operaba en la zona desde el 2006. Los Templarios trataron de hacerse con el tráfico de la marihuana y la metanfetamina. Pero el negocio no debía rentarles suficiente, así que empezaron a extorsionar a los vecinos. Al principio les cobraban cien pesos por vivir en sus casas, 10 pesos por cada kilo de aguacate y limón, 150 por cada aparato electrónico vendido, ponían multas de tráfico y cuotas de todo tipo. Según todos los habitantes de Tierra Caliente a los que he entrevistado, las autoridades no hacían nada para impedir estas extorsiones. Quien se negaba a pagar las cuotas de los templarios desaparecía sin más. Quién se les enfrentaba o quien les denunciaba aparecía colgado de un árbol o era decapitado con un cartel en el que se leía: “Lo matamos por ladrón. Atentamente: Los Caballeros Templarios”.

 

Pero lo peor llegó después. El poder se les subió a la cabeza y llegaron a creerse intocables. Según distintos testimonios, de las extorsiones pasaron a los secuestros y a las violaciones de niñas cometidas ante la indiferencia absoluta de las autoridades locales. El detonante llegó cuando empezaron a entrar en las casas para llevarse a las mujeres y a las hijas para devolverlas días después preñadas. “Esa es la peor  humillación que le pueden hacer a un mexicano”, me dice un mesero de Apatzingán. Lo dice con humor negro y campirano. Pero en Tierra Caliente, más de uno le daría la razón.

 

Y entonces comenzó la guerra de los autodefensas, una guerra de pobres que se defienden porque el estado no les defiende. Los habitantes de La Ruana, comandados por Hipólito Mora, un aguerrido productor de limón de 58 años, decidieron dar el primer paso: se armaron y echaron a los templarios del pueblo. Allí comenzó esta lucha desigual y desesperada que, sorprendentemente, ha conseguido expandirse y establecerse en uno de los estados más peligrosos y corruptos del país, ocupando el vacío de paz y seguridad que el Gobierno olvidó. En el mes de febrero las milicias controlan una quinta parte de Michoacán y próximamente podrían entrar en Apatzingán y en la capital Morelia, las ciudades más importantes de la región.

 

Durante el mes de enero la prensa internacional se hizo eco de la precaria lucha autodefensa y se inundó de textos ditirámbicos en los que se les denominaba “los Robin Hoods con kaláshnikovs”, “los nuevos zapatistas”, “los justicieros de Tierra caliente” y otros apelativos periodísticos similares.

 

Las reacciones no se hicieron esperar. La presión social aumentó y diez días después el gobernador de Michoacán, Fausto Vallejo, se reunió con los otros dos líderes milicianos, Estanislao Beltrán e Hipólito Mora. Con ello consiguió rebajar la tensión y aparecer como amigo de los nuevos héroes mediáticos. Los líderes autodefensas siguieron diciendo que no se fían del Gobierno de Michoacán. No se sabe con exactitud a qué acuerdo llegaron, pero ha habido un cambio indiscutible en el paisaje michoacano: ahora el ejército y la policía federal son los verdaderos dueños de las carreteras de Tierra Caliente. Las inmensas furgonetas pick up de camuflaje pasean soldados armados hasta los dientes deteniendo gente a diestro y siniestro y escoltando a estas milicias de escuincles a las que antes agredían. El mismo presidente Enrique Peña Nieto que hace poco afirmaba que “no se puede ser permisivo con las autodefensas”, ha anunciado a principios de febrero que destinará a Michoacán un rescate de 3.700 millones de dólares, ha blindado de policías y militares el hospital en el que se recupera Mireles en México DF y ha ofrecido legalizar las autodefensas a cambio de superar una serie de exámenes médicos, psicológicos y de toxicología.

 

Pero los verdaderos protagonistas de esta guerra no son los líderes. Son los jóvenes parapetados en las barricadas, esa especie de partisanos disfrazados de pandilleros cuya estética y modales evoca más a los sicarios de Pablo Escobar que a los guerrilleros del Che Guevara. Jóvenes adrenalínicos, retratados cual próceres izquierdistas, cuyo líder fundacional (Hipólito Mora) encaja mucho mejor en el pensamiento de derechas. Milicianos sin ideología, sin proclamas ni reivindicaciones revolucionarias, marxistas o indigenistas. Revolucionarios sin revolución, sin símbolos ni efigies, sin rastro de Lucio Cabañas, autentico símbolo para en la lucha de Tierra Caliente. Ni de Villa, ni de Morelos, ni siquiera del omnipresente Zapata.

 

Cualquier intento de situarles ideológicamente está encaminado al fracaso. Y sin embargo, hay algo en esas barricadas, en esos fusiles carcomidos, en esos rostros casi adolescentes, cansados y desesperados, hay algo que huele a auténtica revolución, algo que traslada al imaginario literario de las trincheras de la guerra civil española, a los jóvenes anarquistas que describió Orwell en Homenaje a Cataluña, a los soldados campesinos de la lucha villista de aquel México insurgente, de Reed, y sobre todo, al violento paisaje de la Guerra en el Paraíso, del citado Lucio Cabañas. Su causa, su objetivo final, es tan arduo y contundente como revolucionario: acabar completamente con todos los narcotraficantes y delincuentes del Estado de Michoacán.

 

—¿Crees que conseguiréis vencer? –le pregunto a Pablo, el autodefensa panzón que conocí en el retén.

—Pregúntaselo a ellos –me responde señalando un inmenso furgón militar.

 

 

*     *     *

 

Pocos michoacanos están completamente seguros de la victoria de las autodefensas. Según una encuesta local se calcula que el 58% de la población del Estado aprueba el movimiento, pero el 46,7% no cree que su único objetivo sea restablecer la seguridad. Entre los habitantes de Tierra Caliente sigue habiendo mucho miedo, recelo y desconfianza.

 

Desde el mes de diciembre las autodefensas han ampliado su territorio entrando en varios municipios. José Manuel Mireles, el famoso médico guerrillero con aspecto de pirata y bigote de Alatriste, ha sido el protagonista absoluto del avance del movimiento. El día 29 lideró la entrada en Churumuco (a unos 200 kilómetros al sur de Morelia). El día 4, tras un intenso tiroteo, de enero los autodefensas tomaron Parácuaro (a 90 kilómetros al norte de la capital del Estado). El mismo día el doctor Mireles sufrió un accidente de avioneta que le apartó de la primera línea de combate. Un mes después, mientras escribo estas líneas, el llamado “líder moral de las autodefensas” sigue recuperándose y el portavoz único es Estanislao Beltrán, alias Papá Pitufo.

 

Cuando comienzo a escribir esta crónica, el último pueblo en ser “territorio libre de narcos” es el impronunciable San Juan Nuevo Parangaricutiro. El día 28 de enero los milicianos toman el pueblo, de casi 19.000 habitantes, ubicado en una zona indígena purépecha, muy cerca del volcán Paricutín. Tres días después, el viernes 31, el comandante Estanislao Beltrán, alias Papá Pitufo, se presenta ante el pueblo para ganarse a la gente.

 

Llego al pueblo a las cinco de la tarde, cuando el cielo está empezando a teñirse de violeta. Atravieso varios retenes de autodefensas y policía federal y por fin alcanzo la plaza principal, en la que hay dos furgonetas de la Policía Federal.

 

Conocía San Juan Nuevo Parangaricutiro de un viaje reciente a Michoacán y lo recordaba como muchos otros pueblos mexicanos, colorido, colonial, repleto de exóticos mercados de frutas, de gente amable y laboriosa, de indígenas que solo hablan purépecha pero responden con una sonrisa de bienvenida, con esa incontinente alegría mexicana que vence cualquier horror. Esperaba encontrar un ambiente de júbilo aún mayor. Pero nada más lejos de la realidad.

 

En la plaza topo con un centenar de hombres, muchos de ellos bigotudos, otros jóvenes encapuchados de gesto provocador. Ninguno saluda ni responde mis preguntas. Están esperando la llegada de Estanislao Beltrán, y cualquiera diría que no les va a hacer mucha gracia su presencia. Tampoco la mía, el único periodista en el pueblo y la única persona de tez clara. “No se te ocurra hacerme fotos aquí”, me advierte uno de los jóvenes, malencarado.

 

Por fin llega el comandante. Baja de una inmensa furgoneta en la que se lee: “Autodefensa ciudadana de Michoacán”. Camina escoltado por varios hombres fornidos pero desarmados. Estanislao Beltrán tiene 55 años, es bajito, rechoncho con unos ojos diminutos, aplastados por las cejas y ocultos detrás de los gruesos lentes. Su barba es larga, gris y muy espesa. Su bigote, aún más largo, se curva hacia arriba al son de una sonrisa de oreja a oreja, de indudable bonhomía. Se parece aún más a David el gnomo que a Papá Pitufo, pero el apodo no necesita mayor explicación.

 

Saluda a los presentes, pero nadie le devuelve el saludo. Me le presento y me abraza. Se sube al escenario central de la plaza, dando la espalda a la catedral, dando la cara al público. No veo a nadie armado alrededor.

 

“Acérquense por favor, va a hablar el comandante Estanislao”, dice uno de sus compañeros con un altavoz. La gente se acerca tímidamente, pero ninguno rebasa una línea imaginaria de 15 metros, la línea de la suspicacia que forma un inmenso semicírculo vacío entre el orador y el público. Los hombres sacan pecho, fruncen el ceño, se cruzan de brazos y adoptan poses despreciativas y desafiantes. Parecen los gángsters del Nueva York de Asbury y Scorsese, a punto de liarse a mamporrazos.  

 

“Buenas tardes, compañeros. Es un honor y es un placer estar aquí con ustedes. Soy Estanislao Beltrán, pero muchos me conocen como Papá Pitufo”. El tono de voz amistoso y alegre contrasta con el ambiente de la plaza, tenso como una goma estirada y a punto de estallar. Las palabras no causan ningún efecto. Suenan a más de lo mismo: “Nosotros luchamos por liberar al pueblo de criminales. Nosotros luchamos contra los Caballeros Templarios, pero jamás vendríamos para deciros qué tenéis que hacer. Hemos sido humillados y masacrados por los criminales, igual que ustedes, por eso os invitamos a nuestra lucha. La Policía Federal y el Ejército nos ayudan”.

 

Al rato, comprueba que algo anda mal y él mismo comienza a inquietarse:

 

—Veo mucha desconfianza. ¿Qué está pasando compañeros? ¿Están contentos con que estemos aquí?”

 

Nadie contesta. Y ante el silencio sepulcral añade:

 

—¡Levanten la mano los que quieren que estemos aquí y les defendamos!

 

Unas seis o siete manos se alzan apocadamente entre un público de más de cien personas.  Papá Pitufo trata de mantener la calma.

 

—Se ven muy pocos ¿Qué está pasando, compañeros? ¿Qué les pasa? ¡Levanten la mano los que no quieran que estemos aquí! 

 

Un par de manos decididas se levantan. Dos jóvenes de aspecto siniestro. Se oye un abucheo fugaz. “No mames, aquí puede pasar cualquier cosa”, susurra un hombre a mi lado.

 

Pero no sucede nada. El discurso sigue durante 40 minutos y la gente como quien oye llover. Cuando termina la plaza se dispersa, pero muchos de los que estaban callados se acercan a hablar con Papá Pitufo en privado. Sorprende verle tan alterado, rodeado de ojos que escupen pelea, tratando de convencer con palabras amables que nadie parece escuchar, rogando que confíen en él y en su movimiento. Entre el tumulto que le rodea veo varias miradas asesinas. Tomo fotos sin parar. Me cubro la cara con la cámara, quizás para protegerme de esos rostros. Cualquiera, en cualquier momento, podría acercarse y apuñalarle o pegarle un tiro. Pero nada ocurre.

 

—¿A qué se debe este clima hostil? –le pregunto cuando estamos solos.

—La gente indígena es la más recatada y desconfiada, han sido muy golpeados desde siempre, desde sus ancestros. Pero en ocho o diez días van a recobrar la confianza en nosotros, van a ver que con nosotros están seguros.

 

Papá Pitufo está afónico de tanto hablar, de tanto convencer, pero no quiere dejar pasar una nueva entrevista. Una más.

 

Me cuenta su juventud como cazador de iguanas y conejos y sus comienzos en la lucha de las autodefensas, cuando fue convocado por Hipólito Mora y decidió dejarse la barba larga: “para guardar mi identidad y que nadie me reconociera”. Me enseña un carnet de identidad en el que luce calvo y rasurado.

 

—¿Ves? ¿A que no parezco yo? Cuando esta guerra acabe voy a rasurarme de nuevo y nadie me reconocerá.

 

También menciona las balaceras de las que ha salido vivo “gracias a la protección de Dios”. La palabra Dios aparece repetidamente en su discurso. “Dios está con nosotros porque incluso cuando nos emboscan les ganamos”.  

 

—¿Qué es lo más horrible que le han hecho los narcos?

—Lo más horrible que he visto en mi vida ha sido a mis propios amigos torturados, cortados con hachas, cocidos, descuartizados, metidos en bolsas de plástico. A mi amiga la regidora de Buenavista la desaparecieron, a un amigo diputado le mataron… ¡Pero le mataron de lo peor! Decapitado y troceado y comido por los perros en plena calle. Malditos cobardes. Ya no son humanos, perdieron la humanidad, son animales, son como los cerdos.

 

Según va contando, se le saltan las lágrimas.

 

—¿No tiene miedo?

—No tengo miedo a las balaceras. Ya lo he superado. Sé que en cualquier momento me van a dar un balazo en la cabeza. Pero creo que aquí estamos seguros.

—¿Por qué? No veo demasiada seguridad.

—No la ve aquí en la plaza. Pero estamos rodeados de amigos armados. Allá en el bosque.

—A mí nadie me ha registrado a la entrada. Ni me he identificado. Si yo hubiera llevado una pistola podría haberle disparado.

—Sí, pero ellos no lo hacen. ¿Sabes por qué? Porque son cobardes. Ayer atrapé a un joven templario de esos tatuados. Le até y le dije: cobarde, que matas a gente indefensa. ¿Te gustaría que te matara yo ahora que estás atado? 

—¿Y le madreaste?

—No, no. Me sentiría deshonesto pegar a alguien amarrado. Nosotros hacemos un juicio muy sencillo, invitamos a la gente a que acuse. Y si hay pruebas suficientes, les entregamos a las autoridades.

 

Papá Pitufo me asegura que las autodefensas no tienen nada que ver con los zapatistas ni con otros guerrilleros: “No somos revolucionarios, los periodistas nos confunden. Solo queremos librarnos de los Templarios, de esos asesinos satánicos. Tienen gente loca, maras de Salvador y kaibiles de Guatemala. Son como Los Zetas o peores. Por eso trabajamos mano a mano con el Gobierno para vencerles”.

 

—¿Ustedes confían en el Gobierno?

—Que quede claro. Nosotros no confiamos en el Gobierno de Michoacán, con ellos no queremos saber nada porque están coludidos. Sabemos que han trabajado para los narcos, les han ayudado y han ignorado todo lo que ha pasado aquí. Pero ahora estamos trabajando con el Gobierno Federal, porque el escándalo ha estallado, el mundo se ha dado cuenta y el presidente ya sabe que no hay como tapar el sol con un dedo. Por eso nos está ayudando.

 

De pronto uno de sus hombres le llama con urgencia y le dice: “Es mejor irse ya”. En menos de un minuto, la comitiva de furgonetas desaparece de la plaza.

 

Paseando por el pueblo y charlando con la gente tengo la impresión que muchos de los habitantes son informantes y hasta colaboradores de los templarios. Preguntando entre los presentes se palpa el miedo. Muchos se niegan a hablar, otros me dicen que “las autodefensas son igual que los narcos”, alguno incluso añade, “pero los narcos al menos pagan mejor”.

 

José Cuará regenta un pequeño hotel al lado de la plaza. Es un hombre tímido, no se casa con nadie: “Yo odio a los narcos, pero sinceramente con las autodefensas estamos peor que antes, el pueblo está rodeado de gente armada, la gente está muy asustada, no viene ningún turista. En México los pobres siempre salimos perdiendo. Nadie nos pregunta qué queremos. Nos roban, nos secuestran y nos extorsionan unos y otros”.

 

La mayoría de las personas con las que hablo ha padecido agresiones por parte de los narcos. “Sshh, calla, espera a que pase esa señora, que no nos oiga”, me dice un vendedor de tacos de nombre Baldomero. “Por la noche soy taquero, pero por la mañanita me hago mis horitas de vigilancia voluntaria”. Según cuenta, los templarios se llevaron a su hija un fin de semana y la violaron. “Al principio me cobraban cuotas por kilo de carne, pero luego fue peor. Se llevaron a mi hija y me dijeron que para el próximo fin de semana tuviera a mi mujer también bien bañadita y lista. ¿Qué hombre indigno hace eso? ¿Qué cobarde lo consiente? ¿Quién lo apoya? Yo apoyo a las autodefensas gratis, porque me quiero chingar a esos hijos de su puta madre culeros”.

 

Mientras aprieta mi mano siento una empatía inmediata. He escuchado y he leído historias así decenas de veces, pero percibo que solo aquí y ahora puedo entenderlas. Pienso que yo tampoco podría contener mis deseos de venganza. Pienso que no hay consuelo humano en casos como este. Pienso en la injusticia, en la negligencia policial, en las mentiras de los políticos. En el mundo salvaje en el que vivimos. En este oasis de horror en el que no hay términos medios, en el que el hombre se convierte a la fuerza en héroe o en villano.

 

Pedro es lustrabotas, pero asegura que antes tenía huertas de aguacate. “Hasta que esos jijos de la chingada templarios me secuestraron, me tuvieron amordazado un mes, mataron a mi perro delante de mí y me amenazaron con asarme vivo como un conejo y comerme. Son satánicos. Y se comen a la gente para ser más satánicos. Mi familia tuvo que entregar todo el dinero y las tierras para liberarme y ahorita lustro botas… y claro que colaboro con las autodefensas, como todo el mundo”.

 

—¿Cómo todo el mundo? ¿Entonces por qué la gente de la plaza no apoyaron a Papá Pitufo?

—Hay mucho miedo, hay muchos soplones cuenteros. La gente se vende por dinero. Mientras esos malandros tengan lana, esta guerra no va a terminar tan fácilmente.

 

 

*     *     *

 

A un lado de la carretera hay una barricada con jóvenes armados, al otro lado una cancha de arena en la que otros jóvenes, quizás los mismos que un rato después se convertirán en combatientes, juegan un partido de fútbol. Suenan disparos. Un inmenso furgón de la Policía Federal me adelanta a toda velocidad. Al rato veo el furgón aparcado y a los agentes registrando el motor de una Suburban negra y encañonando en la cabeza al conductor, un hombre blanco con sombrero norteño.

 

En el camino hacia la Buenavista y Los Reyes me topo con decenas de retenes de autodefensas y militares. Me detengo para charlar con muchos de ellos. La mayoría de las veces recibo sonrisas y simpatía. Y el miedo que se palpa. El miedo siempre está presente en esta guerra.

 

Una de las barricadas me llama la atención. En ella, un grupo de tres adolescentes practican tiro con fusiles de perdigones. Al lado dos adultos juegan naipes en una mesa. Freno el coche, salgo y como siempre, recibo gestos de sorpresa, desconfianza y el saludo de alguna escopeta apuntándome a la cara. Pero pronto se relajan y charlamos. Fuman mota y ríen sin parar imitando mi acento español con una zeta reseca y exagerada: “Hoztiaz, cojonez, joderrr”.

 

Conozco a Chalo, un joven de 15 años loco por las armas. Su familia ha sido extorsionada y amenazada por los narcos. Lleva tres meses durmiendo en un colchón mugriento, comiendo “pan de bolillo y poco más”, más aburrido las cabras, deseando que todo termine, “como todos los michoacanos”. Chalo habla en español, purépecha y “un poquito in English”. Le gusta montar a caballo, ver telenovelas de narcos y escuchar Calle 13 y Héroes del Silencio. Me cuenta que su hermano mayor, Luis, apareció muerto, con la cabeza machacada, al lado de los vestigios de lava del volcán Paricutín.

 

—¿Por qué le mataron?

—Era muy guapo y se conseguía a las mejores chavas.

 

Me enseña los fusiles que tienen. Además de las escopetas de perdigones, veo un Winchester calibre 12, un fusil M60, un M4 y por supuesto el sempiterno “cuerno de chivo” oxidado. “Es un kaláshnicov”, precisa. “¿Kala qué?”, pregunta uno de sus compañeros, visiblemente fumado.

 

—¿De dónde sacáis las armas? –le pregunto a Chalo.

—Decomisadas a los malandros.

—¿Quién os enseñó a usarlas?

—Aprendimos en internet –los de atrás le ríen la broma.

 

Comienza el entrenamiento. Chalo apunta con el cuerno de chivo a un trozo de cartón colocado a unos 25 metros, en una huerta cercana. Dispara y falla. El eco resuena repetido por las montañas cercanas. “Prueba tú”, me dice. “Tienes que aprender. Si vienen los malos, aquí somos todos iguales”.

 

Agarro el Kaláshnikov e inmediatamente tres de ellos me toman fotos con sus celulares. No paran de reírse, por la forma torpe con la que lo sostengo, por cómo apunto, por cómo me rebota el cuerpo cuando disparo y por como maldigo: “Me cago en la hostia, como pesa esto”. Y es cierto, el fusil pesa más de lo que parece y no es nada fácil mantenerlo quieto cuando se aprieta el gatillo.

 

Pasamos la tarde charlando, imitando acentos y escuchando algunas canciones en el celular de Chalo. “Mira, esta de tu paisano me encanta”, dice. Y suena Deshacer el mundo, el grito grave y enfático de Enrique Bunbury. Una canción que siempre me pareció demasiado enfática, pero que escuchada en este contexto, tiene más significado:

 

Te he dicho que no mires atrás

Porque el cielo no es tuyo,

Y hay que empezar despacio

A deshacer el mundo.

 

Antes de que caiga el sol me despido de todos y les deseo suerte. Cuando me alejo hacia el coche oigo un disparo y veo saltar una piedra a unos cuatro metros de mí. Me doy la vuelta. Los chicos están muertos de risa y siguen bromeando: “¡Hoztia, joder, cojonez!”. Levanto la mano para despedirme. Ahora las risas nerviosas son las mías.

 

 

*     *     *

 

Me dirijo al pueblo de La Ruana, donde comenzó el conflicto hace justo un año. Atravieso las angostas carreteras de Tierra Caliente hasta Aparícuaro y Buenavista. Cuando salgo de Buenavista el paisaje boscoso se convierte bruscamente en un secarral ambarino llano e infinito, más similar a la estampa del norte de México, ese México árido, bronco y espinoso. Tierra ardiente, tierra de guerreros, de grandes héroes y grandes malhechores. La tierra en la que los buenos son más buenos que nunca y los malos, tan malos como siempre.

 

Por fin llego a La Ruana, denominada en los mapas como Felipe Carrillo Puerto, tierra de limones, melones y aguacates de poco más de 10.000 habitantes. El pueblo está situado a 320 metros sobre el nivel del mar, mil metros más bajo que Buenavista y dos mil menos que San Juan Nuevo Parangaricutiro. Y se nota: aquí el sol es inclemente y atonta.

 

Los jóvenes autodefensas vigilan las entradas y las salidas del pueblo desde el 24 de febrero de 2013, el día en el que La Ruana se armó y se rebeló. En el pueblo se palpan las penurias provocadas por el estado de sitio, aunque todos aseguran que la situación está mejorando mes a mes. Durante casi un año empresas como Bimbo, Coca-Cola o Pemex han decidido no distribuir sus productos en la zona. Las calles están casi desiertas, el desabastecimiento ronda el 50% y casi la mitad de los negocios están cerrados. El ambiente es desolador.

 

Busco a Hipólito Mora, líder fundador de las autodefensas de Tierra Caliente. En uno de los retenes me dicen que espere. Al rato aparece una gran Suburban plateada de la que sale Joana, una chica de unos 30 años de rasgos indígenas que se anuncia como su secretaria personal. Me dice que la siga. Se introduce en un rancho blanco de gran tamaño que, según me cuenta, “primero fue ocupado por Los Templarios, luego fue abandonado y ahorita está al servicio de las autodefensas”. Encuentro a Hipólito junto a cuatro hombres, a la sombra de unos soportales aledaños al rancho. Es un hombre bajito y panzón de 58 años. Luce pantalones marrones, polo blanco a rayas, sombrero blanco y lentes de sol graduadas. Al cinto lleva una Browning 9 milímetros. Su aspecto es el de un charro campechano, de sonrisa fácil y de gatillo aún más fácil. 

 

Hipólito es uno de los hombres más buscados por el narco y lo sabe. La Tuta ofreció dos millones de pesos por su cabeza y un hermano del alcalde de Apatzingán (asesinado hace un año) ofreció 50 kilos de cristal de coca de recompensa a quien le fulminara. Cuando le pregunto qué hará si vienen a por él, adopta la pose de un cowboy de Oeste y se palpa el revólver. Hipólito se sabe poderoso. Es consciente de que es la mayor autoridad en su pueblo y de que la gente le teme y le respeta a partes iguales. Quizás por ello aprovecha cualquier oportunidad para mostrarse provocador y corajudo y mandar a “chingar a su madre” a los capos.

 

Me cuenta que ama las armas desde niño y que empezó a usarlas con 17 años.

 

—Crecí con la mentalidad de no dejarme humillar y así actué toda mi vida.

—¿Cuando fue su primera balacera?

—Una vez, hace unos 16 años, yo estaba en mi casa y vinieron dos malandros a por mí. Discutimos. Sacaron sus armas. Y… tuvimos problemas.

—Dos contra usted. ¿Y qué pasó?

—Hubo tiros. No perdí el control. Dios estaba viendo lo que pasaba. Y les vencí. Desde entonces me gané el respeto de todo el pueblo.

 

Su fama de corajudo no dejó de crecer. Actualmente se comporta como un Vito Corleone mexicano, atendiendo a los lugareños que vienen a contarle las injusticias que ha padecido y a solicitar su ayuda. Cualquiera que tenga un problema en La Ruana debe ver a Don Hipólito. Este le escuchará paciente, rumiando una respuesta adecuada pero cauta, mientras sorbe su vaso de limonada. Después hará una llamada con su celular: “Te lo mando. Ocupate de él”. Y listo.

 

—¿Le gustan las películas de capos y mafiosos?

—Me encantan. Amo esas películas de Robert de Niro y Al Pacino. Y las de Bruce Willis, las que más.

 

A Don Hipólito nadie le secuestró ni le mató ningún familiar. Ni siquiera le robaron sus tierras. Decidió entrar en guerra después de que Los Templarios se apoderasen de las empacadoras de limón.

 

—¿Cómo empezó esta guerra?

—Hace 12 años empezó a joderse todo. Llegó la familia Michoacana y algunos cabrones de aquí les colaboraron. Después el cartel se dividió y salieron Los Caballeros Templarios, que son aún peores. Ni la policía ni las autoridades hacían nada contra ellos.  

—¿No les tiene nada de miedo?

—No. Para nada. Y estoy seguro que soy la persona que más peligro tiene de que lo asesinen de todo México. Los narcos ofrecen millones por mi cabeza. Y mírame aquí sentado tranquilo, mira que panzota estoy aventando. Siempre lo digo: si quieren matarme que vengan que ya saben dónde estoy. Que chinguen a su madre.

 

Inspirado en las policías comunitarias del Estado de Guerrero, Hipólito decidió fundar los autodefensas de Michoacán. Visitó muchos pueblos de la zona para convencer a la gente.

 

—Hubo muchos cobardes que no se atrevieron. Pensé en enfrentarme a los narcos yo solo, pero era imposible, me iban a dar en la madre. Por eso empecé a pedir ayuda. Y tuve la suerte de encontrar a estos tres valientes.

 

Se levanta de la silla y me presenta a Jesús Gutiérrez Torres, alias La Paloma, un hombre inmenso, de tez mate, bigote espeso y aspecto muy peligroso; a Calixto Álvarez, “bajito y sonriente pero matón”, y a Samuel Gómez, un ranchero sexagenario de rostro grave y aindiado, semejante al del Indio Fernández.

 

—Hace unos nueve meses se nos unió Papá Pitufo y el famoso doctor Mireles –me dice–. Pero que quede claro: los fundadores fuimos nosotros cuatro. Yo jamás pensé que esto iba a crecer tanto.

 

Hipólito reconoce que le inspiraron las autodefensas de Guerrero, pero al mismo tiempo rechaza cualquier aspiración indigenista.

 

—Nosotros solo queremos librarnos de Los Templarios. Ni siquiera es nuestro cometido acabar con el narcotráfico en México, hay narcos que solo se dedican al tráfico, y acabar con ellos es asunto del Gobierno. Nuestro deber es acabar con los delincuentes que extorsionan y matan a la gente inocente.

 

El celular de Hipólito suena cada dos por tres. Cada día recibe la visita de varios periodistas mexicanos y extranjeros que se frotan las manos ante este nuevo fenómeno mediático comparable a lo que fue el zapatismo en su día. Los líderes autodefensas se han convertido en héroes para todos los mexicanos admiran el arrojo de quien planta cara al poderoso. Pueden resultar contradictorios y algo extravagantes, pero son ejemplos indiscutibles de quien dice lo que piensa y de quien hace lo que dice.

 

—He dado entrevistas a gente de todo el mundo, de Estados Unidos, Arabia Saudita y todo América. Me encanta platicar con extranjeros.

—¿Qué se siente al ser famoso?

—No siento nada. Me da satisfacción que me reconozcan. El otro día un matrimonio me paró en la calle y me pidieron una foto. Es el pago más bonito que recibo por pelear por mi gente.

 

Muchos sospechan que en un principio el cartel de Jalisco Nueva Generación, enemigo de Los Templarios, proporcionó armas a los autodefensas. En La Ruana todos lo niegan.

 

—¿Cómo financia su movimiento?

—Los Templarios abandonaron unas huertas de limón muy grandes, aquí cerquita. Las ocupamos y con ellas nos financiamos.

—Deben ser muy grandes. ¿Dónde están?

—Sí, son grandotas. Están aquí cerquita.

—¿Nadie les ha ayudado a financiar el movimiento?

—Sí, a veces nos ha apoyado gente rica. Con ese dinero compramos armas, coches, alimentos. Y también decomisamos muchas armas al narco.

 

Hipólito y sus hombres me llevan a dar una vuelta por el rancho y me enseñan un mural inmenso en el que se ven palmas de manos de colores y frases revolucionarias. “Queremos pas y livertad”, “Nuestra esperansa es Ipolito Mora”, “quien no tenga miedo que firme”. Hipólito subraya con el dedo una frase escrita en azul: “Este es mi lema: Morir por la libertad de mi pueblo es un privilegio”.

 

—¿Cual es el mejor recuerdo que tiene de la lucha autodefensa?

—Una vez, allá por marzo, al poco de levantarnos vinieron los narcos y hubo una balacera de dos horas. Dios también estuvo con nosotros. Creían que íbamos a correr pero los que corrieron fueron ellos. Y ellos se murieron.

—¿Qué harían ustedes si uno de las autodefensas se aprovecha de que va armado para robar, para violar a una chica o para matar?

—Si un autodefensa se propasa con usted, como si le roba o le viola a su novia, yo mismo le acusaría y le entregaría a las autoridades. Nosotros somos los buenos.

—Sí, pero ¿qué hacen para que eso no ocurra?

—No lo sé. Le daría una putiza para que aprendiera.

—Pero aún así podría ocurrir, ¿no?

-Sí, claro. Es posible. El movimiento es muy grande. No falta algún loco que se haya colado dentro.

 

La Paloma llama su atención y señala a la puerta del rancho. Dos chicas de unos 15 años esperan su turno para hablar con Don Hipólito. Lucen cabizbajas y con gesto triste.

 

—¿Qué opina de la guerra contra el narco que comenzó el presidente Calderón?

—Calderón es mi ídolo. Fui a buscarle para contarle que iba a crear este movimiento. Fui a la residencia de Los Pinos como pendejo, estuve dando vueltas allí, pero no me dejaron entrar. Él ha sido el más valiente combatiendo a los pinches culeros y a los alacranes. Me encantaría estrechar su mano algún día.

—¿Qué opina de Zapata?

—Ídolo mío también. Peleó mucho por los suyos.

—Pero Zapata y Calderón tampoco se llevarían muy bien.

—Que más da. Los dos son muy luchones.

—¿Cómo definiría a los líderes templarios?

—Como unos idiotas. Aunque sean ricos, eso no les hace inteligentes. Son locos, asesinos sanguinarios, salvajes, satánicos… de todo.

—La Tuta le ha retado varias veces en vídeos.

—¡La Tuta está bien pendejo!

—¿Qué opina de la Barbie templaria, la hija cantante del capo Enrique Plancarte?

—Se ve que tiene bonito cuerpo. Se ve muy bien –se ríe como si hipara–. La cara no se la he visto aún, pero el cuerpo sí, me agrada su ombliguito, está muy rico —sus compañeros se agarran la panza de la carcajada.

—¿Qué les diría a los mexicanos?

—Que crean en mí todos los mexicanos y si es posible todo el mundo. Que no me voy a vender a nadie. Voy a luchar hasta el final. Dentro de muy poco, el 24 de febrero es el primer aniversario del movimiento. Vamos a hacer una gran fiesta para celebrar y para desear que todo termine esto –ahora me apunta con un dedo–. Y tú, español, estás invitado, ¡hoztias! (ahora somos todos los que reímos).

 

Los cuatro charros caminan tranquilos bajo el sol inclemente al que aseguran “están más que acostumbrados”. Los gallos hacen kikirikí cada dos por tres. Los caballos de un establo cercano relinchan inquietos. Las dos adolescentes aún están esperando su turno para hablar con Don Hipólito.

 

—¿Cuándo cree que terminará esta guerra? –le pregunto.

—Puede que se tarde un año. Pero como mucho, en dos o tres años todo esto habrá terminado. Y veremos a todos esos criminales en el bote.

—¿Crees de verdad que conseguiréis vencer? –le pregunto.

 

Se queda pensando unos cinco segundos y agacha la cabeza.

 

—No… No lo creo.

—Ah, ¿no lo crees?

 

Ahora alza el rostro y me mira a los ojos, como buen capo hollywoodiense.

 

—Estoy completamente seguro.

 

 

*     *     *

 

Han pasado seis años desde el comienzo de esta tragedia aberrante. La llamada “guerra del narco” se ha llevado la vida de más de 70.000 personas en todo México. Una guerra fantasma perteneciente a otra época, un conflicto en el que mandan los señores feudales del siglo XXI, llámense zetas o templarios. Son los auténticos reyes del mal, asesinos de pobres, torturadores de inmigrantes, violadores de niñas, descuartizadores. Dueños de amplias extensiones de tierra mexicana donde el Estado no existe y donde el Gobierno, a costa del presupuesto social y educativo, ha aumentado exponencialmente el armamento y el poder de sus halcones de guerra. El resultado innegable no ha sido la seguridad de los mexicanos, sino el horror y el luto de miles de civiles.

 

Sin embargo, en tan solo un año, la prensa ha dado una imagen distinta: los crímenes de “alto impacto” (las bombas, los incendios, las cabezas apiladas a la entrada de las ciudades, los asesinatos masivos) han disminuido en todo el país. Con excepción de Tierra Caliente.

 

La hoguera sigue ardiendo en Michoacán. Las ejecuciones, los tiroteos, las desapariciones y las extorsiones están a la orden del día. El fuego quema en Tierra Caliente y parece lejos de apagarse.

 

A cada rato me topo con descomunales furgones militares atestados de soldados de aspecto futurista y pose de Terminators. Sus uniformes de camuflaje parecen preparados para combatir en Marte. Sus inmensas armas recuerdan a las de Star Wars. Sus estilosas gafas tintadas de colores les dan un toque perfecto para aparecer en la nueva película de balaceras, esas que tanto gustan a Hipólito.

 

En las inmediaciones de Buenavista los balazos suenan a cada rato. Y uno se pregunta si son entrenamientos o si esos proyectiles se acaban de incrustar en la cabeza de un ser humano. Mientras una niña de unos cinco años se balancea en un columpio, un grupo de soldados encañonan a tres personas. Al otro lado de la carretera, a escasos veinte metros, un niño apunta a un pájaro con una goma resortera (tirachinas). Un poco más allá, un grupo de chicas adolescentes pasea con aire despreocupado, vistiendo shorts y lamiendo paletas rojas. “Lindas güeras aquí en Michoacan”, me dice un policía federal en un retén, “sonrientes, caderonas… ¡Ricas güeras, brother!”.  

 

Desde uno de los retenes de las autodefensas veo a una anciana indígena acompañando y guiando a los soldados en un furgón militar. Posiblemente una informante. El vehículo atraviesa la barricada a toda velocidad dejando un reguero de polvo. Los milicianos autodefensas siguen allí, pequeñitos, somnolientos y muertos de miedo, portando sus viejos fusiles carcomidos y haciendo su papel decorativo, como las figuras de un belén navideño. Ni se plantean la idea de frenar el furgón y registrarlo. Lo miran desconcertados, con una mezcla de miedo y admiración. En los ojos del Chalo se dibuja una duda fácil de adivinar: ¿Traerán la paz o traerán más guerra?

 

Cuando el furgón pasa, Chalo vuelve a su entrenamiento. Agarra su escopeta de perdigones y apunta ceremoniosamente al cartón. Dispara.

 

 

 

 

Javier Molina es reportero, licenciado en Historia, doctorado en Literatura hispanoamericana y narrador. Ha publicado libros académicos sobre los hispanoamericanos en la Guerra Civil española y ha escrito en El PaísLetras Libres,Vice y otros medios hispanoamericanos. En FronteraD ha publicado, entre otros artículos, En ruta por Tepito, el barrio más bravo de México DF. De ‘safari’ con un actor¿Estamos a salvo en Latinoamérica? El 27% de los homicidios que se comenten en el mundo ocurren aquíUn tesoro oculto en la Casa Azul. Frida Kahlo y León Trotsky, y mantiene el blog Reportero salvaje. En Twitter: @javimolinav 

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