La puerta de la Asociación de Alcohólicos Anónimos de Zaragoza está abierta. Titubeo en la entrada hasta que una mujer de mediana edad me ve y me invita a pasar; con una sonrisa me da la mano: “Hola, me llamo María y soy alcohólica”. Es una sorpresa, me trata como si me conociera. Le pregunto por el encargado, ella me mira extrañada y ofendida: dice que todos son iguales; así que le explico el porqué de mi visita mientras esperamos a su compañero. Entonces cambia su actitud. Se pensaba que iba allí porque tenía algún familiar alcohólico, quizás mi novio.
La entrada en escena de Pedro rompe la tensión creada por la palabra periodista. Su apariencia me transmite tranquilidad; unas gafas un poco anticuadas se le resbalan por la nariz, el pelo le empieza a escasear y los años ya se hacen notar en su tez morena. Viste camisa y vaqueros con un estilo informal. No lleva muchos accesorios, tan solo una cadena de oro colgando del cuello y un reloj negro en la muñeca izquierda. No le hace falta más, no le gusta destacar. Es un hombre corriente, de estatura media y rasgos poco angulados, de esos que te cruzas por la calle cada día. Me observa expectante. Se acerca y me da la mano. No me dice que es alcohólico, pero lo es; aunque no haya bebido estos últimos catorce años.
Sin grabadoras ni cámaras. Esas son las condiciones que pone para contar su historia. Tampoco quiere que se publique su nombre real: es anónimo, además de alcohólico. A modo de calentamiento, Pedro me explica cómo funciona la asociación. Sólo se requiere un requisito para entrar: querer dejar de beber. Sin embargo, los asistentes pueden participar en las reuniones aunque sigan bebiendo. Ese era su caso.
—Si me dices que tengo que hacer algo, ya no lo voy a hacer –afirma desafiante–. Por ejemplo, si sé que tengo que cambiar una bombilla y me dice mi mujer que la cambie ya no la voy a cambiar.
En Alcohólicos Anónimos no hay psicólogos ni psiquiatras, solo alcohólicos. No necesitan ni terapias ni medicinas, solo hablar. Para ellos es la mejor cura.
—Es una enfermedad que la cogemos por la boca y la soltamos por la boca –interviene María–. Lo que hemos sufrido es oro y ahora se lo podemos pasar a otro.
Una copa de vino, por favor
En unos minutos Pedro regresa a su infancia, a cuando tenía seis años; la primera vez que probó el alcohol. Por entonces no estaba tan mal visto dar vino a un niño. Y, mucho menos, a un adolescente.
“Esa tarde había quedado con mis amigos. Tenía suerte de que mis padres me dejaran salir solo con trece años, sobre todo siendo hijo único. Antes de ir a las salas de juegos, donde pasábamos horas y horas en las maquinitas, me reuní con mis amigos en el bar San Remo, de la calle Santa Gracia. Se había convertido en una parada obligatoria. Pedimos al camarero lo de siempre: un par de vinos, para cada uno. En los estudios no me fue mal, aunque tardé más de lo normal, en parte por la bebida, en parte porque era un vago. Si no me acuerdo mal, con 15 años me cayeron cinco asignaturas. Aunque conseguí sacar adelante Bachiller Elemental y Superior, COU, selectividad y, por último, la carrera de Magisterio en la Universidad de Zaragoza. Ahí fue cuando empecé a beber coñac. Mi amigo se bebía un vaso de anís y yo una copita de coñac. Bebía siempre, pero era una manera de beber social, normal, me lo pasaba bien con los amigos. Cuando se me fue de la bareta fue en la mili. Renuncié a la prórroga que tenía por los estudios, hice las maletas y me fui a Canarias. Allí trabajé enseñando a analfabetos en una academia. Como tenía los fines de semana libres me iba a un hotel para darle al drinking, solo o en compañía. Entonces ya había empezado a beber whisky, el de Johnnie Walker. Allí era barato, y, si no había, cogía lo que pillaba”.
Pedro rehúsa decir cuánto bebía. Explica que el problema no es la cantidad, sino cómo se bebe y cómo tu cuerpo asimila el alcohol.
—Delante de la gente no pasaba nada, pero cuando empecé a beber a escondidas… eso ya no era normal.
De vez en cuando volvía a la Península para hacer los exámenes que le quedaban. Y, además, murmura que aquí tenía una novia y allí “pues otras cosas”. Con los años consiguió sacarse la carrera de Magisterio, aunque no pudo con las oposiciones. Tras intentarlo en Zaragoza, Canarias y Murcia se dio por vencido. Sin embargo, sí que llegó a ejercer como profesor suplente en un pueblo de la provincia de Zaragoza. Beber en el trabajo, a escondidas, por poco le cuesta el despido no solo como maestro, sino también como dependiente en una tienda de juguetes y como asalariado en una fábrica. En este último empleo fue cuando se le fue de las manos. Se pone nervioso y se niega a dar detalles de lo ocurrido.
—Solo te puedo decir que una vez puse en peligro la vida de mi jefe. No solo bebía en el trabajo, bebía a todas horas. Por ejemplo, si me despertaba a media noche, me echaba un trago de whisky. Tenía las botellas escondidas sobre el techo del armario, para que no las viera mi mujer. A las cinco de la mañana, cuando me levantaba para ir a trabajar, me echaba tres pelotazos de Johnnie Walker a modo de desayuno y cogía el coche para ir a la fábrica, que estaba en el polígono industrial. Allí dejaba el alcohol en el auto, por si me apetecía beber.
Pedro trabajaba las ocho horas de rigor: de seis de la mañana a dos del mediodía. Al salir volvía a casa, pero recuerda que apenas comía, el alcohol le había quitado las ganas de comer. Lo que no faltaban eran las siestas, unas siestas “de pijama y orinal”. El orden se invertía cuando tenía el turno de tardes: empezaba a beber en casa, se echaba la siesta del carnero e iba colocao a trabajar.
Marido, padre y alcohólico
“No era un tío violento físicamente hablando, pero sí echaba sapos y culebras por la boca. Mi mujer estaba hasta el gorro… pero me aguantó. Es una mujer con una paciencia increíble, es una santa. Debe quererme. Se lo fue tragando poco a poco, muchas veces tenía que taparme en el trabajo, o con los amigos”.
—Si ella hubiera sido la alcohólica, yo no hubiera aguantado.
Otra de las figuras clave para que Pedro decidiera dejarlo fue su hijo, quien por entonces solo contaba con quince años. Aún recuerda con nitidez la escena en la que decidió dejar de “hacer el paripé” con el psicólogo –al que jamás le dijo que bebía– y buscar una solución.
“Estaba colocao, borracho. Tirao en la cama de mi cuarto, no era capaz ni de acostarme, de tumbarme. Vi que mi hijo entraba en la habitación y se me acercaba. Mirándome, me dijo:
—Papá, ¿por qué no buscas ayuda?
“No le contesté. Apenas era consciente de lo que me rodeaba, el alcohol lo nublaba todo. Con mi silencio como respuesta, se fue de la habitación, dejándome solo. Pensando… En lo que me había dicho, en mi vida, en todo. Más tarde, ese mismo día, cuando mi hijo no estaba en casa, hablé con mi mujer. Le pedí que buscara ayuda.
Su relación con él ha cambiado desde entonces. Actualmente, Pedro presume de llevarse bien con su niño, que ya no es tan niño; tiene veinticuatro años. Aun así, no se olvida del pasado.
—Creo que es mejor crecer sin padre que con un padre borracho.
Del psicólogo Pedro pasó al psiquiatra. Fue el que le acertó.
—Fui un día borracho a la consulta, con un pedal que te cagas, y entonces él me dijo que estaba para ingresar.
Y eso hizo. Estuvo diez días ingresado en la planta de psiquiatría y, en cuanto salió, se fue directo al bar de enfrente a tomar una cerveza. ¿Lo que más le impactó? Los cubiertos de plástico, las rejas en las ventanas; que no hubiera tirador en el váter, ni cortinas en la ducha, ni siquiera cinturón en la bata. Como recuerdo se quedó con un diario. Uno que escribió durante esa semana y media en el hospital; lo que duró su sobriedad, y también sus deseos de ser periodista.
—Ya la he vuelto a cagar. Otra vez. Ese era el único pensamiento que pasaba por mi mente cuando recaía. No podía evitarlo. Ni siquiera pudo el psicólogo: por mucho que sepa, no ha sufrido lo que tú has sufrido; tampoco los medicamentos que me recetaba el psiquiatra, Antabús y Colme. Cuando los tomaba no podía comer ni una ensalada con vinagre, porque si ingería una gota de alcohol acababa en urgencias, seguro. Si los tomaba.
Alcohólicos Anónimos fue la solución definitiva. Una solución que encontró gracias a su mujer. La primera vez que asistió a un encuentro del Grupo Armonía fue el 16 de noviembre del 2000, una fecha que nunca olvidará. Tras un mes de acudir de forma constante al centro dejó el alcohol. No lo ha vuelto a probar. Y eso es lo raro. Lo normal es que el alcohólico lo deje el mismo día que entra en la asociación.
“Yo no quería seguir sufriendo. Había estado todas las fiestas del Pilar en un pueblo de los Pirineos solo, bebiendo, rodeado de botellas; ni siquiera las compré en el supermercado del lugar por vergüenza. Creía que era un bicho raro. Pero en Alcohólicos Anónimos vi que no era así. En la primera reunión que asistí cada uno se presentó y explicó su situación. Al final me tocó el turno a mí. Pero me callé. No sabía qué decir. Continué yendo porque veía que allí se reían a carcajadas. Eso lo quería yo. Quería ser como ellos, no quería seguir sufriendo. Lo conseguí por envidia y por orgullo. En Navidades volví a los Pirineos. Esa vez con mi familia, y sin probar una gota de alcohol”.
Pedro flota. O eso le parece. El Doctor Jekyll ha vuelto. Hace catorce años que desterró a Míster Hyde, aunque sabe que aún está ahí, agazapado en su interior y pujando por salir. Porque un alcohólico se es toda la vida. Jekyll no puede bajar la guardia, su lucha continúa, pero esta vez solo él puede ver el rostro de Hyde.
—Yo ahora soy Pedro, soy como soy. Mi diablo era el alcohol.
Raquel Martínez Suso es graduada en Periodismo por la Universidad de Zaragoza y estudiante de Psicología en la UNED. Actualmente jefa de sección y redactora en la revista digital Zero Grados