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Mi estercolero

 

Tiene nombre de bacteria, de algún síndrome que provoca una inflamación de la próstata pero no, “Bargylus” resulta ser un vino. Y no uno cualquiera sino que, además, lo presentan como el gran vino de Siria… Más que el vino a mí lo que me interesa saber es si la botella vendrá con garantía de la Denominación de Origen del Frente al Nusra o del Estado Islámico. Ya los veo a todos ahí en Jerez, con sus túnicas de gala limpias, promocionando las botellas en una carroza llena de flores y navajas, el caballo con la bandera del Califato entre los dientes, la Pantoja firmando contratos con el líder, una sangría que termina con millones de españoles vestidos con el mono naranja de rehén y aprendiendo finalmente a hablar bien inglés gracias al decapitador oficial londinense “John el yihadista”.

 

En mi condición de aficionada a las bebidas transparentes como el agua no podría dar una opinión válida sobre el vino pero menos credibilidad me merece incluso el ruso de dientes podridos que traga una copa tras otra a mi lado. —No está malo— dice el yonki ruso. No, no lo está cuando uno se ha pasado toda su adolescencia robando anticongelante de las gasolineras de Cheliabinsk para entonarse.

 

Ah, Siria… Si esto fuera Europa ya habría salido una Marine Le Pen indicando amablemente la puerta de salida a los dos millones de sirios que pululan por aquí, pero como es el Líbano lo único que funciona son esas mentes emprendedoras considerando como forrarse a costa del refugiado y de los occidentales absurdos empeñados en que el mundo debería ser una gigantesca democracia.

 

Así que aquí estamos, sin agua, sin lluvia, sin embalses, sentada en mi balcón mientras espero que con el fresco del atardecer se me seque el sudor indomable de ese sobaco que aún no he podido regar. Cual cactus del desierto. Recuerdo la belleza de la altiplanicie siria, tan vacía, tan vacía porque todos se han venido aquí, a esta cochambre en la que apenas hay medios para sostener a los propios libaneses como para hacerse cargo también de los invitados no deseados.

 

Mi edificio se ha quedado sin agua por más que yo abra una y otra vez los grifos aguardando un milagro que no llega. El aroma del retrete se mezcla con el olor a tubo de escape y pollo refrito. ¿Qué podría escribir en semejante estado de inspiración salvo estas líneas de fusión con el universo? Sí, soy una con ese estercolero universal del que procedemos y al que iremos a parar, soy una con mi water y con el water de los vecinos que tienen 3 niños que no paran de cagar, soy una con mi olor corporal, con mi coño menstruado y con todos los altos funcionarios de la ONU que denuncian indignados desde áticos de 700 metros que matar está mal.

 

Si no tiene usted la luz que paga cómprela, te dice el gobierno libanés; si ahora tampoco tiene agua, cómprela también, te vuelven a decir, pero no estoy muy segura de que eso afecte demasiado al rubito de la embajada francesa que anoche me rellenaba el vaso con vodka de su país. —Estoy harto de ser diplomático, no me siento realizado, no merece la pena por ganar 10.000 euros al mes…—. Sonríe con ese toque marica que tienen todos los franceses heterosexuales viajeros que un día terminan casándose con un chino travestido de mujer. Cruelmente me da la estocada: —Yo lo que de verdad quiero ser es periodista.

 

Tomo su tarjeta pensando si darle a cambio mi número de cuenta en el Credit Libanais para que me apadrine en el programa “Que ningún periodista se quede sin un tanque de agua”.

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