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Mientras tantoMi gobernante, creo que usted se equivoca

Mi gobernante, creo que usted se equivoca


Le ha pillado gusto, mi gobernante, de aparecer los sábados sin apenas avisar en el televisor de mi casa. La primera vez, cuando anunció el controvertido decreto de estado de alarma, me pareció su visita justificada. Pero a partir de ahí no he encontrado razón para que un primer ministro de un país democrático me atragante el almuerzo durante más de una hora para casi explicarme cuándo debo levantarme, qué alimento es el más sano para mi delicado estómago, a qué hora puedo pasear o a qué velatorio fúnebre está permitido que asista.

Ya puestos, me gustaría acudir a todos los que tengan lugar en mi ciudad para estudiar comportamientos y así de paso haría nuevas amistades y quién sabe si amoríos con la esposa del finado o con alguna mujer entre el reducido grupo de deudos asistentes. No me acuerdo ahora mismo del título de esa película en la que un extravagante adolescente solitario se enamora de una anciana con la que coincide en varios de esos actos fúnebres. Yo no sé si llegaré a tanto, pero tengo miedo de arrojarme desde la terraza y volar hasta el mar si usted persiste en esa obstinación de impartir una homilía política sabatina. Me dirá que no es obligatoria la asistencia y yo se lo agradezco de corazón, que en lugar de seguir con atención sus palabras me permita, por ejemplo, tomarme un par de gintonics y reflexionar sobre todo lo que he perdido en patrimonio económico y sentimental desde el aterrizaje sañudo del bicho.

Mire a su alrededor, a los gobernantes de países de nuestro entorno. Merkel prefiere no prodigarse en exceso y cuando habla suele decir cosas muy precisas y convenientes. Macrón, tampoco, porque ya tiene lo suyo con el vendaval de críticas que ha recibido su desescalada. Conte ya no quiere salir más por la tele después del lío que originó con su medida sobre los congiunti, los allegados, y su idea de relaciones de amor estable. Johnson aún no se ha quitado el susto. Y su amigo Costa, uno de los pocos que está triunfando en la lucha contra el coronavirus, es sobrio como buen luso y honrado y sincero a carta cabal.

Basta por Dios. ¿Es usted en persona o su gurú de cabecera, el Rasputín vasco, quien piensa que es una magnífica idea venir a mi cueva a tutearme un día sí y al otro no los sábados? Además, rompe mis horarios, porque con lo rígido que soy me pilla desprevenido. Nunca sé exactamente a qué hora se va a subir al púlpito. Si la oratoria es de mañana, posmeridiana o nocturna. Y lo peor es que mi olfato periodístico me hace sospechar que de un momento a otro va a reaparecer y enciendo la tele o la radio y allí está su presencia. Reconozco que su aspecto es bastante más atractivo que el de su antecesor y su oratoria mucho mejor. Claro que el anterior gobernante le puso el listón muy bajo con esos trabalenguas cantinflescos tan propios de él en los que se metía. Uno se daba cuenta cuando comenzaba a ponerse nervioso. El guiño en un ojo era el piloto rojo con el que anunciaba que quería huir como fuese de la jauría periodística. Usted, en cambio, controla mejor la situación, pero aprieta las mandíbulas o mira al infinito para evadir una pregunta incómoda. A mí personalmente no me parece que sea un buen comunicador, me transmite frialdad y cuando se sale de las chuletas preparadas por sus colaboradores su discurso se empobrece bastante. Rubalcaba, su antecesor en la dirección socialista, era intelectualmente mucho más brillante y su oratoria también. Hoy se echa de menos su muerte.

No me cansaré en repetirle que soy un individuo asocial, pero legal, equidistante pero cumplidor con mis obligaciones ciudadanas. Últimamente me convierto sin saber el motivo en rata pacífica e ilustrada hasta el punto que soy mitad humano mitad animal; y en ocasiones, cuando entro en mi autorizada franja horaria de paseante me transformo en hormiga soldado. Esto último como millones de compatriotas. Sin embargo, exijo tener derecho también a ver una película, leer una novela, pensar en las musarañas o preguntar a Freddy, Teby y Abigail, los tres roedores investigadores de la Columbia University afincados desde hace unos cuantos días en mi triste morada, cómo va su trabajo de psicología comparada entre humanos y otras especies a la luz de la catástrofe que nos acompaña desde hace ya casi un par de meses.

«Hola, mi nombre es Pedro, Pedro Sánchez. Esta tarde les querría hablar de que va a haber una bajada importante de temperaturas y que la Liga está cada vez más cerca de regresar», sueño en mi locura que anuncia a sus conciudadanos mi gobernante en la homilía sabatina.

Las lenguas viperinas de la derecha se mofan y lo asemejan al Aló, Presidente, esos larguísimos encuentros que Hugo Chávez tenía una vez por semana con la ciudadanía. Eran interactivos, sin guión, en los que incluso un telespectador o un oyente llamaba para quejarse de que se había roto un sumidero en su calle. El telepredicador se dirigía entonces personalmente al ministro del ramo y ante la audiencia le requería el arreglo inmediato. Castro se distinguía por unos discursos que duraban horas y hasta en alguna ocasión se presentaba en el plató de televisión o interrumpía un programa radiofónico para hacer una corrección. Pero infundía respeto hasta que pensó que era Dios y ahí se estropeó todo.

Roosevelt inauguró sus famosas charlas junto a la chimenea en los treinta y Reagan pretendió imitarlo con unas chuscas intervenciones radiofónicas sabatinas, que en alguna ocasión le causaron problemas por decir lo que no debía fuera de onda como la de anunciar que había declarado la guerra a la Unión Soviética. El actual inquilino de la Casa Blanca no se prodiga tanto en lo que concierne a ruedas de prensa, pero cada vez que abre la boca deja a sus colaboradores, reporteros y ciudadanos en general estupefactos con sus juicios. Pienso que su virólogo de cabecera, Anthony Fauci, se ha ganado una beatificación en vida y el Papa Francisco debería proceder de inmediato. Berlusconi era el show por excelencia. Pasabas un rato cómico cuando como jefe de Gobierno venía a Bruselas y convocaba a la prensa después de las largas y tediosas cumbres comunitarias. Siempre te daba un titular para un apoyo a la crónica principal. En eso los periodistas no podíamos quejarnos. Era como ver una película de Alberto Sordi antes que asistir a la enésima controversia comunitaria sobre la ampliación.

Mi gobernante gusta de recurrir a frases muy a lo Kennedy o el mismo Clinton, sospecho que escritas por su Rasputín vasco, para asegurarme que esta guerra él más que yo la vamos a ganar, que no sobran manos en este patriotismo colectivo frente a la pandemia, que no va a caer en provocaciones de la oposición porque el momento es muy grave y requiere unidad y que no tiene intención de pedir un rescate financiero a la Unión Europea. Que Dios le oiga. También lo repetía su antecesor hasta que en 2012, antes de irse a Kiev a asistir a la victoria de España en la final de la Eurocopa, nos anunció el rescate de 65.000 millones de euros para impedir la quiebra de Bankia y su ministro de Economía, hoy vicepresidente del BCE, nos tranquilizó diciendo que no iba a costar un sólo euro al contribuyente. A fecha de hoy el Estado apenas ha recuperado un 13% de esa suma que sigue pagando.

Yo entiendo que los gobiernos no pueden decir siempre toda la verdad, lo cual no significa que deban mentir. Y eso lo hacen por desgracia y casi por definición a menudo. Pero si hay algo que admiro en la política anglosajona es la capacidad de síntesis, a veces en exceso, que tienen quienes la ejercen.

Así pues, mi gobernante, trate de reducir al menos a la mitad de tiempo su próxima intervención sabatina, porque, como sabe igual o mejor que yo, el tiempo es oro: para usted y para mí. Y sobre todo, dígale a su gurú de cabecera que calibre más la conveniencia de sus comparecencias. Al final, de tanto repetirnos podemos aburrir a los demás. El problema es que somos nosotros los últimos en descubrirlo y cuando lo hacemos ya se ha producido el éxodo. Qué ingratos son, nos quejamos mirándonos al espejo.

 

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