La poesía, todos los demás han huido, la poesía te cubrirá cuando salgas a campo abierto. Mas la poesía te disparará en la cabeza si retrocedes para protegerte en tu pronombre.
Al fin está lloviendo sobre los encinares de la comarca de Ciudad Rodrigo, junto a la raya de Portugal. Ristras de meses resecos se nos echaron encima como cargas policiales, apaleando pastos y abortando bellotas, pero han llegado los cielos escarzanos preñados de agua y ya corren los regatos llenando las charcas. Los cascos de mi yegua levantan barro, no polvo, bajando hacia el estanque: hace unas semanas demediado, en unos días se cumplirá si siguen las tormentas. Después de un largo sueño de párpados baldíos, repentinamente el campo ha abierto sus ojos verdes. De regreso a la casa blanca en lo alto del monte pienso en África.
El 19 de diciembre se clausuró en Copenhague la Conferencia Internacional sobre el Cambio Climático. El documento final, firmado por una treintena de países, incluidos Estados Unidos, China y la India, se compromete a que la temperatura global no suba más de dos grados centígrados, pero no aclara cómo se logrará, no fija objetivos vinculantes para la reducción de gases de efecto invernadero y no prevé un sistema de control y vigilancia efectivo que castigue a quienes incumplan los acuerdos. Los mayores contaminadores del planeta, con Estados Unidos y China a la cabeza, no tienen de qué preocuparse.
Si las predicciones más tibias de la inmensa mayoría de los climatólogos son acertadas, África será la principal víctima del cambio climático. En algunos países del interior del continente la temperatura media podría crecer hasta siete grados provocando sequías, la disminución o desaparición de cultivos y la expansión de enfermedades tropicales como la malaria. De los veintiocho países en riesgo climático extremo veintidós están en África. La Organización Internacional para las Migraciones estima que hacia mediados de siglo podría haber doscientos millones de eco-refugiados en el mundo.
Yo poco entiendo de estas cifras; sólo sé lo que he visto y lo que me han contado los ancianos. El Sahel está royendo los dobladillos de la selva en Guinea. El viejo Théa, que murió hace un lustro con más de ochenta años, me decía en N’Zérékoré que en su juventud la lluvia apenas amainaba en el bosque de Ziama: hoy se suceden los meses sin una gota. En el norte de Costa de Marfil las cosechas se espacian y se ovilla la selva en el sur del Congo. El venerable Sultán de Dar Sila, al este del Chad, recuerda la espesura que se extendía entre Goz Beida y Koukou Angarana hace pocas décadas, donde ahora sólo los cauces vacíos interrumpen las yermas planicies: tierra empobrecida bajo hombres desesperados que toman las armas.
Continúa lloviendo sobre el encinar de Salamanca. Suelto la yegua y me encamino a casa. Hace frío, me levanto el cuello de la zamarra y me acuerdo de un poema de Bai Juyi, un poeta chino del siglo IX. Conoció el poder como gobernador de dos provincias durante la dinastía Tang, y el exilio. Uno de sus mejores poemas, Cantando solo en la montaña, comienza con estos versos: ´No hay hombre sin locura./ La mía es escribir poemas’. Su obra es tersa, clara, profunda. Cuentan de él que, antes de publicarlas, le leía a su sirvienta sus poesías y las destrozaba si ésta no las comprendía. Hacia el final de su vida escribió este poema:
MI GRUESA TÚNICA NUEVA
La tela de Kuilin es nieve blanca;
el algodón de Wu es nube blanda.
Resistente tela; gruesa manta,
así es mi túnica nueva.
¡Y qué bien me abriga!
Me la pongo de madrugada,
y estoy sentado así hasta la noche;
entonces me cubro con ella
y duermo cómodamente
hasta que despunta el alba.
He olvidado el riguroso invierno;
ahora ya me encuentro
en la benigna primavera.
En la noche avanzada,
viene a mi mente un pensamiento.
Palpando mi ropa,
me paseo por la alcoba.
Un caballero de verdad
debe preocuparse por todos.
¡Cómo puedo contentarme
con mi propia felicidad!
Ojalá se hiciera una túnica
de miles de leguas de largo,
que cubriera la inmensa Tierra,
de modo que todos quedaran
cómodamente abrigados.
Entro en la casa blanca. Están todos: mis padres, mis hermanos, mis sobrinos. Gozo de cada milímetro de día. Me acerco al fuego. Estoy aquí y estoy en los arrabales de Bolivia y en las aldeas de Liberia y en los campos de desplazados de Sudán. Vivo en lo que me cobija y vivo en lo que embisto. Soy mi dicha y mi ira. Qué miserable duerme mientras afuera gimen. Cómo puedo contentarme con mi propia felicidad.