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Mi hermana la inmigrante

 

Me esperó en una banca del aeropuerto. Traía un rostro que yo extrañaba demasiado, además de una maleta para quedarse conmigo un mes. Reconocí mucho de mí en ella. No sé qué le dije, tal vez ella lo recuerde mejor porque siempre ha sido un poco más sentimental. Nos abrazamos con euforia. Mi hermana había llegado y estábamos por primera vez juntos en Nueva York.

 

Desde el tren, ella miraba sorprendida ese paisaje de las afueras que en el verano se parece tanto al de una jungla. Desde una estación elevada en Brooklyn, apreciamos la maquinaria neoyorquina: líneas de ferrocarril sobre avenidas que se cruzaban con formas de tallarines revueltos, edificios con cartelones eléctricos que parecían alertar a los habitantes sobre otras opciones cromáticas que no fueran las grises. Recuerdo el primer atardecer: un tapiz rojizo que encendía las estructuras cuadriculadas de la línea urbana, la masa sólida que conformaba la ciudad.

 

En las siguientes semanas visitaríamos las playas, pero lo que a nosotros nos llamaba la atención era la superficie construída: los elevadores y las escaleras, las vidas amontonadas entre sus callejuelas numeradas. En Brooklyn Heights, atendiendo al perfil del puente que homenajea Manhattan, ella apuntó hacia los ladrillos de algunos edificios cubiertos de plantas, tapados por árboles y flores; y a esas escaleras de incendio recién pintadas que las volvían pintorescas. Su conclusión: además del caos había barrios lindos en Nueva York.

 

En el Bronx, caminamos por las veredas desordenadas de Fordham y de Kingsbridge. Ella jamás había visto tanta gente negra en unas calles que le parecieron–por las miradas, por las ropas de los transeúntes y por el caos con que sus edificios habían sido tapados con cartelones y números telefónicos– muy peligrosas. Le pareció exagerado que yo le dijera que era más seguro caminar por aquel barrio en la madrugada, entre aquellos paseantes que te miraban como si te guardaran algún tipo de encono, que a plena luz del día por calles limeñas de apariencia mucho más segura. (Es cierto, pero ella nunca me creyó.)

 

En su primera noche en Newyópolis, apurado por brindarle una fiesta de bienvenida, ella y mis pocos amigos nos encaminamos hacia un almacén convertido en salón de arte comunitario en Long Island City. Tocamos una puerta de metal sin número, esperando cualquier tipo de respuesta. Nos abrieron: el rostro que se apareció para darnos la bienvenida, y la sorpresa, fue el de uno de sus camaradas de infancia, un muchachito que jugaba tenis con un raqueta más grande que él. Ahora, 10 años después de emigrar, estaba convertido en un barbudo representante del arte subterráneo neoyorquino. Nueva York también podía ser un pañuelo. Mi hermana recibió el amanecer con un sombrero de mariachi y comiendo unos tacos baratos que aún recuerda como los más sabrosos de la ciudad.  Esa noche, entre cerveza y cerveza hablamos de la vida, de vivir solo, de mis nuevos amigos, del futuro, del amor, de las vueltas que uno da para ir a donde cree que tiene que llegar.

 

Mi hermana siempre ha sido la bisagra que mantiene unida a la familia. Es la que intercede en las riñas entre hermanos, la que se acerca a pedirnos que le demos una nueva vuelta a nuestros argumentos, que dejemos de lado el orgullo y que busquemos una solución. Es la hija que pone orden entre los padres, la encargada de juntarnos para agasajarnos, la que nos ayuda a ver en el futuro esa bella promesa que es una familia unida que camina como si los problemas no existieran.

 

Existen: ella también ha cruzado infiernos que preferimos no recordar pero que la han marcado. Su carácter, heredado de la madre, es el de una organizadora incansable que aplica en su familia la alegría y la buena voluntad de vivir con plenitud. Sabe dar los consejos que van en esa dirección y espera que contemos con ella para darle a cualquier proyecto importante la feliz culminación que requiera de una energía inagotable como la que ella posee.

 

Aguantarla no fue fácil. De niños, recuerdo las rabietas que ocasionaba por su facilidad para inventar mentiras. Era intocable y a veces solía aprovecharse de esa condición para abusar de nuestra paciencia. Era intransigente y en algunas ocasiones sabía demostrar que sus convicciones eran sólidas e inamovibles: alguna vez desapareció de la casa, ante la desolación de mi padre,  sólo para demostrarnos que ella no necesitaba de castigos ni riñas, que era más que consciente de los peligros que acechan en Lima a una mujer adolescente.  Cuando yo mismo quise huír, fascinado por la idea de una vida independiente lejos de la casa, ella fue la que se cruzó en el pasillo a la salida de mi habitación para impedirme que sacara mis maletas, con una frase que hasta hoy me sigue llenando de sonrisa y de cariño: «El que se va sin que lo boten, regresa sin que lo llamen».

 

Hoy, los dos nos hemos ido sin que nos boten. Ahora ambos somos inmigrantes en los Estados Unidos. Ella está recién empezando a vivir las intranquilidades de esta historia lejos de casa. A tientas, empieza a solucionar problemas que no tenía cuando vivía acostumbrada a las facilidades domésticas peruanas. Ahora siente, cada mañana, la ausencia de la familia a la que estaba acostumbrada a visitar cada vez que se le daba la gana.  Y se entristece, sin poderlo evitar, con los recibimientos y las despedidas.

 

Esta semana, ella fue la encargada de recibirme en su casa. Dejé Nueva York por unos días para encontrame con su mundo y sus pocos meses de inmigrante, asombrándonos juntos porque su hija ya puede hablar el inglés casi a la perfección, con menos acento que su madre y que su tío. Ahora, con la misma naturalidad con la que yo la llevaba a que conozca mi Nueva York adoptiva, ella me ha enseñado las calles de su barrio, las casas, los negocios, las playas, los lugares artísticos e históricos que empiezan a conformar el rompecabezas de su historia como mujer adulta.

 

Esta mañana nos hemos despedido, en los 32 grados de temperatura de la Florida. Y en el avión que me trajo de vuelta hacia la lluvia de Nueva York, tratando de concentrarme para terminar el Beltenebros de Muñoz Molina,  me han venido de golpe las imágenes y las memorias de aquella primera visita. Camino hacia mi casa, nos hemos seguido mandando mensajes telefónicos como si no nos hubiéramos separado. Es que ambos seguimos mirándonos de lejos pero a nuestro modo seguimos tan cerca como siempre:

 

Seguimos siendo hermanos.

 

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