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Mi hijo de seis años debería trabajar

 

«Tengo un hijo de seis años. Se llama Jin-Gyu. Vive a mi costa, pero es muy capaz de ganarse la vida. Le pago el alojamiento, la comida la educación y la asistencia sanitaria. Pero millones de niños de su edad ya trabajan. Mi hijo está demasiado protegido y debe exponerse a la competencia, para que pueda llegar a ser una persona más productiva. Pensándolo bien, cuando mayor sea la competencia a la que se exponga y cuanto antes se haga, mejor será para su desarrollo futuro».

 

El economista Ha-Joon Chang (Seúl, 1963), profesor en la Universidad de Cambridge, nos habla de su hijo en un capítulo de su obra ¿Qué fue del buen samaritano? Naciones ricas, políticas pobres (Intermon Oxfam, 2008) para ofrecernos una parábola de la actitud que las naciones ricas tienen hacia las naciones pobres al imponerles unas determinadas políticas económicas. Exigir a los países pobres que abran de un día para otro sus débiles economías a la corriente de la globalización, como se lleva haciendo varias décadas, es comparable a hacer que un niño, no formado aún física ni intelectualmente, comience a trabajar. Su futuro será difícil; en el mejor de los casos, se verá abocado a desempeñar trabajos no cualificados. Para una economía eso significa resignarse a no alcanzar nunca los niveles de desarrollo que potencialmente podría alcanzar.

 

Chang ha dedicado su carrera académica ha estudiar la Historia económica de los países más desarrollados para tratar de entender cómo se han convertido en lo que son: naciones prósperas y ricas. Su conclusión principal es que todas las naciones desarrolladas -Reino Unido, Francia, Estados Unidos, los países nórdicos, países asiáticos como Corea o Japón, etc.- implementaron, en distintos momentos históricos, medidas proteccionistas diversas para permitir que sus industrias florecientes alcanzase la madurez suficiente antes de abrirse a al libre comercio del que presumen a día de hoy. O, para ser más precisos, al casi libre comercio, ya que ni siquiera Estados Unidos ha permitido en ningún momento de su Historia -incluido el pasado reciente– que su economía se enfrentase a las turbulentas contingencias del libre mercado sin la salvaguardia de medidas proteccionistas.

 

En las últimas semanas, se han vuelto a poner de actualidad las negociaciones que mantienen desde 2007 la Unión Europea y la India para la firma de un Tratado de Libre Comercio. Ambas partes están interesadas en mejorar sus relaciones comerciales. La economía india necesita inversiones extranjeras y la Unión Europea sería un buen socio comercial. Por su parte, las industrias europeas encontrarían en la India un país con una mano de obra relativamente barata y cualificada y un mercado en expansión. Las negociaciones no están resultando sencillas. La India se resiste a levantar todas las barreras comerciales: por ejemplo, en materia de pago de impuestos por parte de los inversores extranjeros, o que ciertas inversiones extranjeras necesiten la expresa aprobación gubernamental. El asunto que está suscitado más polémica es el relativo a la producción de medicamentos genéricos baratos. La UE reclama a la India un control estricto de esa producción, alegando que se infringen los derechos de las farmacéuticas europeas, puesto que no se pagan los derechos de propiedad intelectual amparados por las patentes. Las mismas reivindicaciones se han lanzado contra la India por parte de la Organización Mundial del Comercio.

 

La India es uno de los mayores productores mundiales de medicamentos genéricos. El bajo coste de esas medicinas permite el tratamiento de millones de enfermos en países en vías de desarrollo. Por ejemplo, organizaciones como Médicos Sin Fronteras (MSF) compran en la India gran parte de los medicamentos que luego redistribuyen en varios países.

Las negociaciones que mantiene la India con la EFTA (formada por Noruega, Liechenstein, Islandia y Suiza, países asociados de la UE) también han encallado a la hora de decidir el futuro de esa producción de medicamentos genéricos. La industria farmacéutica Suiza es una de las más pujantes del mundo y considera que las empresas farmacéuticas indias se están lucrando a costa de algunas de sus patentes.

 

Por una parte, nos encontramos ante las reclamaciones de las empresas farmacéuticas europeas, que exigen el pago de unos royalties. Afirman que les ha costado bastante desarrollar esas patentes: mucho tiempo dedicado a la investigación que se traduce en muchos millones de euros invertidos. Por otra parte, están las reclamaciones de los millones de enfermos -de cáncer, de SIDA y de otras afecciones menores pero no menos graves- que viven en países poco desarrollados con sistemas de salud prácticamente inexistentes o incapaces de proporcionar medicamentos a la población si tuvieran que pagarse los precios de mercado impuestos por las compañías farmacéuticas europeas.

 

Ha-Jon Chang, en otro de sus libros publicados en España, Retirar la escalera (Libros de la Catarata, 2004), analiza la historia económica de Suiza desde la Revolución Industrial. Uno de los primeros países industrializados de Europa, Suiza no se sirvió de importantes aranceles para proteger sus industrias nacientes, por ejemplo su industria textil. Sí se sirvió, en cambio, de una estrategia más sutil aunque no menos contraria a las políticas de laissez-faire: se negó durante décadas a introducir una ley de patentes, como le reclamaban otros países europeos (no lo haría hasta 1907, cuando la mayoría de países europeos ya habían legislado en este sentido a mediados del siglo XIX). Chang nos recuerda que es una opinión mayoritaria entre los académicos que esa política antipatentes contribuyó “al desarrollo de un buen número de industrias” suizas. Sobre todo, sus industrias farmacéutica -que robaron activamente tecnología alemana- y sus industrias alimentarias. La empresa suiza Novartis, una de las empresas farmacéuticas más importantes del mundo, comenzó su expansión internacional precisamente a finales del siglo XIX, cuando aún se llamaba Geigy. Heinrich Nestlé, el fundador de una de las empresas alimentarias más poderosas a día de hoy, consiguió también desarrollar su negocio en la segunda mitad del siglo XIX. Si Suiza hubiera firmado Tratados de Libre Comercio con los países europeos industrializados del siglo XIX aceptando sus condiciones respecto a las patentes, ¿existirían Novartis y Nestlé tal y como las conocemos?

 

A pesar de las evidencias históricas -ya se sabe que la memoria es breve y el olvido voluntario puede llegar a ser infinito-, Chang nos recuerda que los países ricos han llevado a cabo en las últimas décadas todos los esfuerzos imaginables -incluido el chantaje disfrazado de alta diplomacia, que en eso básicamente consiste la imposición de reformas no negociables a cambio de créditos- para imponer a los países pobres medidas económicas que 1) favorecieran, principalmente, la entrada en los mercados de los países pobres de productos con alto valor añadido producidos en los países ricos, y 2) consolidasen, en los países pobres, estructuras económicas basadas en la producción de materias primas.

La producción de materias primas, se les decía, constituía su supuesta única ventaja competitiva: materias primas agrícolas o provenientes de las industrias extractivas con escaso valor añadido y sujetas a la especulación de mercados que tienen los centros de decisión en los países desarrollados. La tríada -es una simple casualidad que también se denominen así los grupos de la mafia china- formada por el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional y la Organización Mundial del Comercio han sido las instituciones responsables de gestionar la aplicación de la ideología liberal en su versión más pura, es decir, más perversa: como ocurre con la puesta en práctica toda ideología extremista ha generado sus beneficios (para unos pocos) y sus pérdidas (para el resto).

 

La libertad de los países pobres ante el despliegue de las fuerzas políticas y económicas empleadas por los países ricos ha sido escasa (al menos hasta la entrada en juego de China, con su expansión en África, América Latina y Asia). Chang recuerda dos frases de dos eminentes patronos del liberalismo más impecable para ejemplificar esa falta de libertad. La primera es de Henry Ford: «Los clientes pueden obtener un coche pintado de cualquier color siempre y cuando sea negro». Mientras que Margaret Thatcher, unas décadas más tarde y al otro lado del atlántico, en respuesta a las críticas contra sus políticas económicas causantes de un gran dolor social en la propia Gran Bretaña, solía replicar «No hay alternativa».

 

El argumento TINA (siglas del lema, en inglés, «There Is No Alternative») ha vuelto a cobrar vigencia en los países desarrollados tras el colapso financiero de 2008. Naomi Klein acuñó la expresión “Doctrina del shock para referirse a la coartada que proporciona una gran crisis a la hora de aplicar medidas económicas y políticas que resultarían inasumibles en tiempos libres de temor sin provocar que la gente alzase la voz y saliese a las calles.

 

En España no tendremos que esperar muchas semanas –casualmente hasta después de las elecciones en Andalucía y en Asturias- para disponer de una aplicación práctica ejemplar de este espíritu del shock y de la inevitabilidad en los próximos presupuestos generales del Estado.

 

Pero volvamos al hijo de Chang. Tras valorar los pros y contras de hacer que su hijo de seis años comience a trabajar, el economista asume que de obligar a su hijo a enfrentarse a la lucha por la vida sin estar lo suficientemente preparado «puede que llegue a ser un limpiabotas experimentado o incluso un vendedor ambulante próspero, pero jamás se convertirá en un cirujano cerebral o un físico nuclear: eso requeriría por lo menos doce años de mi protección e inversión». En otras palabras, con las políticas del Consenso de Washington, viene a decirnos Chang, los países ricos privaron a los países pobres de consolidar modelos de desarrollo sólido. Les privaron, en suma, de los mismo que él privaría a su hijo si lo pusiera a trabajar y ser competitivo sin una gran preparación: de una oportunidad para ser fuerte física e intelectualmente antes de participar en la lucha por la vida.

 

En la primavera de 2008, viajé hasta el sur de Noruega para entrevistarme con un colega y maestro de Chang, el noruego Erik S. Reinert. Al igual que Chang, Reinert ha dedicado la mayor parte de su carrera a la economía del desarrollo, prestando una particular atención al estudio de la Historia económica de los países desarrollados. La entrevista tenía como pretexto la entonces reciente publicación en España de su libro La Globalización de la pobreza (Editorial Crítica, 2007). Poseedor de una impresionante biblioteca de libros sobre economía -unos cincuenta mil volúmenes en varios idiomas-, Reinert me mostró viejas ediciones de obras de los economistas españoles Jovellanos y Ustaritz: “En España habéis tenido buenos economistas, pero no siempre les habéis hecho caso”.

 

De aquella charla con Reinert, recuerdo en especial sus palabras al referirse a las consecuencias que habían tenido sobre las economías pobres varias décadas de políticas económicas liberalistas impuestas desde el exterior: “hemos condenado a muchos países a la pobreza”. La pobreza suele ser sinónimo de mortalidad. El presidente de Médicos Sin Fronteras en España recordaba hace unos días, en un artículo sobre las negociaciones entre la Unión Europea y la India, las palabras de uno de los representantes de los seropositivos indios: “La decisión de si vivimos o morimos no debería estar en manos de negociadores comerciales”.

Revisando las notas de aquella entrevista, encuentro un comentario de Reinert sobre los economistas tipo Jeffrey Sachs y sobre el grave error que, a su juicio, supone que un economista se refugie en los arcanos de su disciplina para intervenir sobre un mundo que, en ocasiones, no conoce tanto como debería: “En las últimas décadas, los economistas se han entregado con demasiado entusiasmo a las matemáticas, a la estadística. Las matemáticas son importantes, por supuesto. La estadística, por ejemplo, es una herramienta muy útil a la hora de cuantificar y sintetizar los datos que nos servirán para ofrecer soluciones a los problemas económicos. Pero son sólo eso, herramientas que en ningún caso deberían impedirnos observar los hechos como son en sí mismos”.

 

Chang comparte ese espíritu crítico con Reinert cuando dice que los economistas son importantes, claro, pero que no serían, ni de lejos, las primeras personas a las que pediría consejo a la hora de desarrollar un país. No, al menos, si se trata de esos economistas que han ostentado el poder ideológico en los últimos tiempos: “Soy sin duda un partidario del capitalismo. Parafraseando a Winston Churchill, pienso que el capitalismo es el peor sistema económico, siempre que exceptuemos todos los demás. Por tanto, no soy un anticapitalista ni un anarquista. Quiero que el capitalismo funcione. Pero la versión del capitalismo que se ha practicado en los últimos veinte o treinta años es un versión extrema del libre mercado: y no es ni el único ni el mejor modo de gestionar la realidad”.

 

En Retirar la escalera, Ha-Joon Chang explica que los países ricos, tras haber alcanzado una prosperidad envidiable, se han dedicado a evitar que otros alcanzasen su mismo estatus. Es decir: retiraron la escalera para asegurarse de que ningún otro les alcanzase. Chang toma la expresión retirar la escalera de un economista alemán del siglo XIX, Friedrich List, que escribió: «Un ardid muy común que practica quien ha alcanzado la cumbre de la grandeza es retirar la escalera por la que ha trepado para impedir a otros trepar tras él. En ello reside el secreto de la doctrina cosmopolita de Adam Smith […] así como de todos sus sucesores en la administración gubernamental británica».

 

Chang cuenta también en su libro cómo durante varios siglos los gobiernos de los que hoy son países desarrollados, además de proteger sus economías contra las amenazas de la competencia exterior, las protegieron también contra las amenazas internas: utilizando armas contra la especulación, supliendo con inversión pública la falta de iniciativa empresarial y de flujo de crédito, ofreciendo subsidios a la exportación, etc.

 

Leyendo a Ha-Joon Chang -y compaginando esa lectura con la lectura de la prensa española e internacional- surge la pregunta de si en las sociedades desarrolladas , tras décadas de ortodoxia económica liberal, no nos habremos olvidado de cómo nos hemos llegado a convertir en lo que somos.

 

Cuando uno hace todo lo posible para esconder algo durante mucho tiempo de los demás -con el objetivo de obtener beneficios de su secreto- corre el riesgo de llegar a olvidar qué ha escondido y, aún peor, dónde lo ha escondido. ¿Habremos olvidado dónde hemos escondido la escalera que nos ha permitido ser quiénes somos? Sería grave, ya que ahora somos nosotros los que la necesitamos.

 

Aunque también es cierto que, a base de reformas laborales como la española y con otras reformas en ese mismo sentido limitador de derechos, siempre podremos llegar a fabricar nuestra propia escalera tal y como la fabrican Made in China. Falta saber, eso sí, si llegado eso caso podríamos permitirnos pagarla.

 

P.d.: El comisiario europeo de Comercio anunciaba hace unas semanas que está preparando una normativa para hacer frente al proteccionismo chino: a su nacionalismo económico, su manejo monopólico de las materias primas y su estrategia de subsidios masivos. En otras palabras, para hacer frente a las medidas económicas y políticas que están permitiendo a China desarrollarse evitando la hoja de ruta que los países occidentales diseñaron -y en ocasiones impusieron- a otros países en vías de desarrollo. China está jugando con sus propias reglas, que en muchos sentidos son las mismas reglas que permitieron a los países europeos convertirse en países desarrollados. La guerra está en marcha. A ver qué estrategias se plantean desde la Comisión para contrarrestar su pujanza invasiva. Y qué margen de maniobra tenemos aún los europeos (cada vez más endeudados con el Gran Acreedor chino). La normativa, según la Comsión, podría estar lista a lo largo de este mes de marzo.

 

EU-India Free Trade Agreement Protests in New Delhi from Arjun Claire on Vimeo.

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