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Mientras tantoMi idea de la tristeza

Mi idea de la tristeza


 

«Sólo he pensado que estaría bien que me vieras llorar. Esa es mi idea de la tristeza».

El periodista deportivo, Richard Ford

 

 

El temor a que ocurran ciertas cosas es un compañero inseparable. Para mí, nada tan duro como la sensación de caminar sobre el hielo y sentir que el suelo a tus pies se desvanece. Que la capa de cristal que se presenta sólida, se desmorona volviéndose de seda, pasando en un instante de ser cemento a nada y humo. Hundirte en agua helada y quedar atrapado, una corriente te arrastra hacia la oscuridad mientras el pulso se te apaga, y arriba una luz tenue, la del resto del mundo, se vuelve inalcanzable, se escurre entre tus dedos sin que puedas hacer nada.

 

En la película francesa De óxido y hueso, de Jacques Audiard, casi llegando al desenlace, el protagonista lleva a su hijo de excursión a la nieve, y juegan sobre un lago helado. En un despiste momentáneo, mientras se aleja hacia unos arbustos a mear, el niño se deshace, desaparece entre un hielo quebrado que parecía segundos antes irrompible. El padre se gira; una punzada en el pecho y siete en el estómago; agonía; grita, da varias vueltas, corre; empieza a entender todo y persigue sobre el hielo lo que en breves momentos será el cadáver de su hijo arrastrado del agujero inicial por un golpe de corriente. Se rompe todos los huesos de la mano hasta abrir otro resquicio en el hielo y consigue sacar a su hijo, que ingresará en el hospital y de milagro respira.

 

Y escenas parecidas con finales menos afortunados los he visto muchas veces. El pecho se me encoge, hundido en la butaca, al ver pisar a nadie el hielo. 

 

Era un viernes por la tarde después de la siesta, cuando, paseando ligero por la cocina, decidí hacerme la merienda. Encendí la tostadora e introduje dos rebanadas de pan. Preparé la mermelada y la mantequilla, y coloqué un plato pequeño y un cuchillo limpio encima de la mesa. Una taza de leche fría para beber. Saltaron las dos rebanadas listas quedando la tostadora aún encendida, saqué un tenedor del cajón de arriba y me acerqué a la esquina dispuesto a sacar el pan sin abrasarme los dedos. Me puse a enredar con el tenedor por el interior de la tostadora encendida para intentar sacar las rebanadas atascadas sin quemarme, y entonces entró mi madre en la cocina. Se abalanzó sobre la tostadora en un salto felino y la desenchufó. Me miró y me dijo con franqueza que había formas menos estúpidas de jugarse uno la vida. Que mi lucha tenedor-tostadora, estando esta encendida, me iba a terminar tostando a mí por electrocutarme. Y en ese momento lo entendí, que uno pasea por la vida con los hombros relajados, manos en los bolsillos, pies separados…, silbando, sin ser consciente de todos los peligros que nos acechan, como una dulce tostadora, un cacahuete pocho o una barra americana. Peligros, a fin de cuentas, a los que uno se enfrenta día a día sin estar en guardia. Por pura ignorancia. Nos da miedo un lago congelado y miramos con superioridad un yogur caducado el 29 de marzo. He pasado diez días en San Petersburgo y he visto descongelarse el Niva y sus canales, he paseado tenso por las calles empedradas que avanzan por su ribera y he mirado con espanto las últimas placas de hielo que flotaban mientras me sacaba fotos en su orilla. Y sin embargo, no he derramado un pestañeo por culpa de un coche demasiado acelerado, no he suspirado más fuerte por andar de noche por un barrio malo, ni me han sudado las manos comiendo un salmón con espinas.

 

Por eso, leyendo El periodista deportivo de Richard Ford me reconforto. Me hace pensar que todo saldrá bien y que nada, a fin de cuentas, será tan grave:

 

«Si hay otra cosa que se pueda aprender del periodismo deportivo es que en la vida no hay nada trascendental. Las cosas siempre vienen y se van, y eso es ley de vida. Todo lo demás es una mentira de la literatura y por eso fracasé como profesor y por eso metí mi novela en el cajón y no volví a sacarla de allí».

 

Por esta razón empezaré también a acusar de ciertas cosas a la literatura, como delego al cine el miedo a un lago congelado, sin duda alguna. Por ejemplo, el miedo a las gasolineras, a la selva, a los domingos; el amor a ciertos bares, a las esquinas, a los domingos…, y así indefinidamente hasta no considerarme en ningún caso religioso. De ahí mi cara de sorpresa cuando paseando por la antigua Leningrado de camino al teatro, mi novia me enseñó la iglesia en la que la bautizaron. Ella lleva siempre un colgante en el pecho con una cruz y se agarra a él con una pasión romántica cada vez que subimos a un avión y despegamos. El resto del tiempo no le hace demasiado caso, por eso no reparé en él, hasta entender el otro día una tarde de marzo por Rusia que está bautizada como católica ortodoxa y que se santigua tres veces a cada rato. Y yo bromeando con que aquella iglesia sería un sitio estupendo para casarnos. Y así es inevitable volver a refugiarse de cabeza en cualquier libro, y anotar en la bolsa para vómitos de nuestro avión que despega, mientras ella se agarra a la cruz, palabras sin mucho sentido, en busca de dar forma a algún poema. Por miedo más que otra cosa. Recordando aquello que escribía André Breton en Los pasos perdidos:

 

«Escribiría y no haría más que esto si, a la pregunta: ¿Por qué escribe usted? pudiera responder con toda franqueza: Escribo porque es, a pesar de todo, lo que mejor hago. No es éste el caso y pienso que la poesía, que es lo único que me ha sonreído en la literatura, emana más de la vida de los hombres, escritores o no, que de lo que han escrito o de lo que se supone que pudieran escribir. (…) Pese a todo -y no sé por qué- es en los campos que lindan con la literatura y el arte, donde la vida, concebida de este modo, tiende a su verdadera realización».

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