“¿Conoce alguien las fronteras de su alma,
para que pueda decir yo soy yo?”
Bernardo Soares
Ser no siendo. Ser desesperadamente. Asirse a la ventanilla del avión como a la amura de un barco de cabotaje que va a llevarte al fin al puerto que llevas toda la vida deseando, toda la vida desde que tuviste por primera vez conciencia, aquel niño al que se le saltó el corazón y le dolió al ver que una muchacha le miraba como un cangrejo mira la luna reflejada en la cucharilla del agua, con avidez y sin entender de qué va la vaina. Como aquel niño al que el viento salino le removió el flequillo, le refrescó la cara, le tensó la nariz con un aroma de virutas, bacalao seco, estopa de astillero, y los chirridos de un cabrestante mezclados con los de una gaviota entre feroz y melancólica, mientras el buque encaraba la bocana de un puerto que iba a ser su vida y sus padres todavía no se habían declarado la guerra.
La primera vez que fui a Lisboa lo hice buscando a Fernando Pessoa. No tenía mucho dinero, y me gasté casi todo lo que tenía para volver a Vigo en libros y en un catálogo que llevaba en la portada el cuadro cubista de Almada Negreiros en el que se ve al poeta sentado a su mesa del Martinho da Arcada, escribiendo. Y cuando las últimas pesetas se extinguieron acabé durmiendo en la playa de Vila Praia de Ancora, abrazado a mi maleta de cartón (que la humedad de la noche deformó) y robando pan de un saco dejado a la puerta de una gasolinera. ¿No se inventaría el cubismo para permitir que en un solo cuadro convivieran sin taparse la boca la biografía y los heterónimos de Pessoa? “Vivir no es necesario, lo que es necesario es crear”, escribe quien me acompaña de cerca o de lejos como un padre elegido, un padre que no toleraría de ninguna manera que fuera su hijo ni siquiera metafóricamente, que es una de las formas más arduas de serlo, más agotadoras por imprescriptibles. Desde entonces, desde aquella primera vez en que bajé a Lisboa buscando su rastro no he dejado de abismarme en sus heterónimos como si ese “drama en gente” fuera parte de mi íntimo desgarro, ese del que habla su heterónimo acaso más navegable, más peligroso, por compañero de viaje. El Bernardo Soares y su Libro del desasosiego, que te puede poner la soga del cansancio y arrojarte a un río demasiado material, demasiado poco metafórico, como un padre que te abre los ojos con lejía, que te descubre demasiado pronto que nada tiene sentido y que la única manera de acabar con esa desazón es acabando, en vez de volver donde el bar, donde la guinjinha del gallego que en Lisboa buscó fortuna y se encontró con una vida con sus puntos y aparte, los manteles que se desgastan por el mismo sitio que las mangas, el peso de la espera, el tranvía que pasa por el glande, por la nuez, por la lengua pastosa de no saber a qué atenerse.
Entramos a pedir un vaso y nos dan un viático, preguntamos la hora y es tarde para poner remedio a la comezón, a los taxis silenciosos que pueden llevarnos a la desembocadura, al Cementerio de los Placeres. Vuelvo a Soares como si fuera un radiotelegrafista en medio de una de aquellas primeras noches de Lisboa, en una pensión de la Baixa, fuera del espacio y del tiempo, asomado a mí mismo y a la noche como si esperara que él llamara a la puerta y fuera ella, el viento barriendo la superficie de la rada que no veo, la gran mancha de agua entre los escalones que se internaban en el río y conducían al imperio y Cacilhas, al otro lado, como si este Tajo fuera el Congo y Lisboa Kinshasa.
Habla Bernardo Soares, es decir, escribe, es decir: pasa la mano por el vidrio, la cara salpicada de gotas diminutas: “Envidio –aunque no sé si envidio- a aquellos de quienes se puede escribir una biografía, o que pueden escribir la propia. En estas impresiones sin nexo, ni deseo de tener un nexo, narro indiferentemente mi autobiografía sin hechos, mi historia sin vida. Son mis Confesiones, y, si en ellas nada digo, es que no tengo nada que decir”. Ah, mis confesiones, las de ese cazador furtivo que en realidad es un viajante de comercio, la de un cazador de elefantes que en realidad es un agrimensor que se fue al este de una Europa descosida pensando que en un tren polaco podía encontrar el sentido de la vida, la de ese contable que se asomaba a la ventana interior del astillero y en los nombres de los barcos veía una esperanza idiota de abandonarlo todo y era la única posible, la de ese hombre cargado de hombros que no había escrito nunca ridículas cartas de amor (como sí hizo Fernando Pessoa, como sí hizo aquel que fuimos y seguimos siendo a pesar de todo, en este desvanecerse de la mañana sin lluvia ahora que recojo la ropa que el sueño y el cansancio han vuelto más de plomo, añil descolorido, estirpe oxidada). “Vivir es ser otro. Ni sentir es posible si hoy se siente como ayer se sintió: sentir hoy lo mismo que ayer no se sintió: es recordar hoy lo que se sintió ayer, ser hoy el cadáver vivo de lo que ayer fue la vida perdida”. Este que me mira antes de afeitarme, antes de escribir una palabra más con esta máquina que se ha vuelto silenciosa y que emite señales de baja frecuencia, que tal vez oigan los peces, escuchen los que se han ido al otro barrio antes de que les hubiera preguntado quiénes eran, como mi padre: Qué pasó por su corazón cuando mi hermano se cayó al pozo negro, mi hermano que no me esperó aquí, que no me esperó nunca.
No he vuelto a arrodillarme, ni siquiera en la iglesia de Santo Domingo, en el largo del mismo nombre, donde ahora se juntan los negros, con los que no me siento a hablar de Maputo, de Inhambane, de la camioneta en la que cruzamos el Limpopo recogiendo a todo el que esperaba en la carretera, con aquel chófer portugués y mozambicano que leía a Kafka mientras esperaba a que terminara de hablar, mis entrevistas, mis preguntas con un portugués que nunca fue lo bastante eficiente. No he vuelto a arrodillarme, ni siquiera en esta iglesia con la piel de las columnas en carne viva por aquel terremoto que hizo de Lisboa lo que hoy es, con los santos reducidos a la impotencia, ahora casi desnudos, ante retablos que son paredones estucados, lienzos pobres, ante los que piden los menesterosos, es decir, nosotros mismos sin pretensiones, porque ellos sí se atreven a reconocer que están perdidos, y ruegan a los santos y al Señor, que les dé consuelo, una razón al menos allá, en ese tendal donde la ropa se seca mucho mejor que aquí. Por eso me pongo en manos de Alberto Caeiro cuando confiesa: “Soy místico, pero sólo con el cuerpo. Mi alma es simple y no piensa”. Materialista, qué otra cosa podemos ser cuando no hemos conseguido hacernos socios del Celta, del Benfica, del Vaticano, de los Legionarios de Cristo, del Opus Dei, del Círculo de Bellas Artes, de las Juventudes del Partido Popular, del Círculo de Tiza Caucasiano, del Club Proletario, de la Confederación Nacional de Trabajadores, del Cineclub Progreso, de la Asociación de Veteranos de la Petanca, del Partido Comunista de las Tierras Altas, de la Federación de Fiordos, de los Tipos Sin Gracia, de los Futuros Alopécicos, de Alcohólicos Anónimos, de la Cofradía del Desconsuelo, de los Poetas Muertos, del Palio Amoratado… “Mi misticismo es no querer saber. Es vivir y no pensar en eso”. Mi misticismo es guardar religiosamente los billetes mensuales del abono de transportes de la Comunidad de Madrid, los que trazarían el verdadero mapa de mi vida y le darían al agente asignado de la Stasi existencial un boceto bastante certero, la prueba acaso definitiva de en qué consiste la vida, qué letras dibujamos sobre la pizarra de una ciudad que nunca será nuestra porque nosotros somos cuando no tenemos conciencia. Como te cuenta Ricardo Reis:
“Para ser grande, sé entero: nada
Tuyo exige o excluye.
Sé todo en cada cosa. Por cuanto eres
En lo mínimo que haces.
Así en cada lago la luna toda
Brilla, porque alta vive”
Pessoa es máscara, espejo, reflejo en un escaparate que cambia con las horas, duda perpetua, garabato en el agua. “La palabra latina persona (máscara) traduce la palabra griega que significa papel o personaje dramático. Sólo a través del uso gramatical de persona para designar las tres personas (yo-tú-él) adquiere la palabra la significación de ser animado y de persona humana”, escribe Patrice Davis en su Diccionario del teatro. (He ahí una ruta insospechada para interpretar el misterio insoluble de la Santísima Trinidad). Mientras tanto, en su Diccionario de los símbolos, Jean Chevalier y Alain Gheerbrant recuerdan que “las tradiciones griegas, así como también la minoica y la micénica, conocían las máscaras rituales de las ceremonias y de las danzas sagradas, las máscaras funerarias, las máscaras votivas, las máscaras para disfrazarse y las máscaras del teatro. Además, fue este último tipo de máscara, representando a un personaje (prosopon), lo que dio nombre a la persona. Estas máscaras de teatro, generalmente estereotipadas (como en el teatro japonés), subrayan los rasgos característicos de un personaje: rey, viejo, mujer, sirviente, etcétera. Existe un repertorio de máscaras, tanto de piezas de teatro como de tipos humanos. El actor que se cubre con una máscara se identifica, mediante la apariencia o por apropiación mágica, con el personaje representado. Es un símbolo de identificación. El simbolismo de la máscara se presta a escenas dramáticas, cuentos, obras, películas, en los que la persona se identifica hasta tal punto con su personaje, con su máscara, que ya no consigue deshacerse de ella, ya no consigue arrancársela; se convirtió en la imagen representada. Si ella se revistió, por ejemplo, de la apariencia de un demonio, acabó identificándose con él. Cabe imaginar todos los efectos que se pueden deducir de la fuerza de asimilación de la máscara. Se concibe por ello que el psicoanálisis tenga como objetivo arrancar las máscaras de una persona, para mostrar su realidad profunda”.
En una carta a Adolfo Casais Montero, escribe Fernando Pessoa: “Lo que soy, esencialmente –tras las máscaras involuntarias del poeta, de razonador y de todo lo que haya- es dramaturgo. El fenómeno de mi despersonalización instintiva, a la que aludí en mi carta anterior, para explicar la existencia de los heterónimos, conduce naturalmente a esa definición. Siendo así, no evoluciono, VIAJO. (Por un descuido en la tecla de las mayúsculas, me salió así, sin que yo quisiese, esa palabra en letra grande. Está bien, y así la dejo.) Voy cambiando de personalidad, voy (aquí sí que puede haber evolución) enriqueciendo la capacidad de crear personalidades nuevas, nuevos tipos de fingir que entiendo el mundo, o, antes, de fingir se que se puede comprender”.
Es el propio poeta, el escritor, el hombre que decidió consagrar su vida a la literatura, el que acaba confesando: “cuando me quise quitar la máscara, estaba pegada a la cara…”, pero en otro momento, revela: “Tuve siempre, desde niño, la necesidad de aumentar el mundo con personalidades ficticias, sueños míos rigurosamente construidos, visionados con una claridad fotográfica, comprendidos desde el interior de sus almas” (…) “Esta tendencia no acabó con la infancia, se desarrolló en la adolescencia, se hizo más honda al crecer, se volvió finalmente la forma natural de mi espíritu. Hoy día ya no tengo personalidad: cuando en mí haya de humano, lo dividí entre los varios autores de cuya obra he sido el ejecutor. Soy hoy el punto de encuentro de una pequeña humanidad que es solo mía”.
“Mi patria es donde no estoy”. Es Álvaro de Campos. ¿Lo escuchas? ¿Cómo ser nacionalista después de haber dormido, después de haber visto los estragos, después de ver el reflejo de los españoles en el espejo azogado, en el espejo que nos refleja tal como somos, fatigosos, gritones, paradójicos, y sus fragmentos tratados con plutonio en Cataluña, en el País Vasco, en Galicia, ese ansia de ser otro, de ser a toda costa, de ser en comparación con, de ser hasta la náusea, serse distinto como si se pudiera ser otro siéndolo, que no es a fin de cuentas nada? Y todavía querer serlo cuando no nos atrevemos a decir lo que en realidad nos parece, lo que en realidad somos, aunque somos porque nos va la vida en ello, el presupuesto, el control del gasto, la identidad administrativa, los impuestos que pagamos para alfombrar la avenida del ser, nuestro falansterio bien fundado y mejor financiado por quienes expiden a los apátridas que todos debíamos ser un pasaporte que nos proteja de tantas intemperies. Insistimos en ser más que nadie aunque digamos que no es así, que no lo somos, que nuestro cuco es humilde, que nuestro cuco tiene plumas que brillan bajo la lluvia, que nuestro cuco habla con lengua propia. Insistimos, nacionalistas que esgrimen una certeza que contemplo acaso con fastidio, acaso son envidia, como los que son del Benfica, del Celta, del Barça, del Madrí, del Bloque, del bosque de caducifolias, de Convergencia, de la socialdemocracia, el ateísmo reconstituido, los que serán cuando dejen de ser… ¿Cómo seguir siendo después de haber leído a Fernando Pessoa?
“No soy nada.
Nunca seré nada.
No puedo querer ser nada.
Aparte de eso, tengo en mí todos los sueños del mundo”.
Fotos: Corina Arranz