Queridos lunáticos,
Hubiera preferido no tener que escribir esta entrada. Sin embargo, no he podido evitarlo, me ha vuelto a pasar. Una vez más he sido al mismo tiempo víctima y testigo privilegiado del simbolismo que guarda un viaje en transporte público por los Balcanes y que tanto nos atrae a periodistas, amantes de la historia y gourmets de los viajes. Y me dispongo a contaros este de Sofía a Sarajevo porque, seguramente, de entre todos sea el que se lleve la palma.
Aterricé en Sofía el último viernes del mes de enero con la intención de tomarme unos vinos con amigos, visitar al dentista y, cuatro días después, estar en Bosnia y Herzegovina. Sin embargo, los trenes desde Sofía a Belgrado y la ruta Sofía – Niš – Sarajevo en autobús se habían cancelado hasta nuevo aviso. Tan solo me quedaba la opción de ir a Belgrado en autobús y de ahí empalmar con otro hasta Sarajevo. Para ello tenía que quedarme una semana más en Sofía, ya que los autobuses a Belgrado parten solo el sábado.
Se me hizo muy larga y extraña esa semana, pues las medidas contra el virus en Bulgaria son – aunque igual de ineficiente visto el número de contagios– diametralmente opuestas a las que estaba acostumbrado en España: bares, restaurantes y centros comerciales cerrados al público –solo con servicio para llevar y a domicilio –, pero sin ningún tipo de toque de queda o restricción a la movilidad, y las mascarillas son obligatorias solo en los espacios cerrados. Así, mientras en la televisión seguían hablando y alertando de la Covid19, por la calle la gente paseaba sin mascarillas y en los parques encontrabas numerosos grupos de gente bebiendo y pasando el rato tan ricamente.
Por fin llegó el sábado. Me presenté a las 08.15 en la Estación Central de Sofía con mi PCR negativa en mano. Andaba un tanto intranquilo porque, dos días antes, el trabajador de la compañía Kondor que me vendió el billete me confirmaba que era el penúltimo disponible y, por tanto, estaba convencido de que me tocaría viajar seis horas en uno de esos autobuses viejos, estrechos, destartalados y repletos de familias ruidosas cargadas hasta los topes de niños y trastos.
– ¿Por qué no compraste el billete con la compañía Florenzia? Además de salir a las 14.00 en vez de a las 09.00, no acostumbra a llenarse, me comentaba mi amigo Georgi de camino a la Estación.
– Pensaba que, cuando llegase a Belgrado a las 14.00, encontraría una conexión a Sarajevo por la tarde, pero todo indica que no.
Quince minutos antes de partir me llevé una grata sorpresa: el viaje estaba operado por una compañía serbia que había fletado un microbús Mercedes de buen aspecto en el que viajaríamos tan solo quince personas. Nada de familias. De hecho, mientras guardaba mi maleta en la parte de atrás, vi a dos parejas jóvenes, un mochilero belga, una mujer embarazada acompañada de una amiga, un joven grueso encapuchado y un tipo de, al menos, dos metros, castaño, con perilla y porte serio.
– Ese tiene pinta de serbio. Ellos son así: más blancos y perfilados que nosotros y, generalmente, mal encarados. Espero que no te toque ir a su lado, me comentaba Georgi antes de despedirnos.
Tras un rápido abrazo, me apresuré a coger sitio dentro del microbús. En la parte derecha estaba dispuesta una sola fila de asientos, así que me senté en uno de ellos y, por fin, conseguí relajarme. Me las prometía muy felices, pues, a pesar de las seis o siete horas de viaje, iría bastante cómodo y al llegar a Belgrado tendría tiempo de pasear y preparar cosas. No obstante, no tardé ni una hora en darme de bruces con la realidad y recordar que en esta región no conviene dar nada por sentado o cantar victoria antes de tiempo.
Apenas habíamos recorrido sesenta kilómetros cuando llegamos a la frontera entre Bulgaria y Serbia. Fui el primero en entrar al puesto de control búlgaro para mostrar mi pasaporte. Detrás mía fueron pasando el resto mientras el microbús era revisado por un policía y un perro que olfateaba el maletero. Cuando el vehículo pasó la barrera y parecía que seguíamos hacia el control serbio, vimos como dos policías se llevaban al tipo de dos metros al interior de un edificio. Estuvimos esperando durante bastante tiempo en “tierra de nadie” sin recibir ningún tipo de explicación. El conductor caminaba impaciente de un lado a otro con el rostro cada vez más avinagrado, pero se limitaba a quejarse por teléfono y, dos horas después, a descargar su frustración en el joven cuando regresó al autobús. ¡Ese sí que parecía cien por cien serbio! Más bien balcánico, cavilaba.
Pasaban las 11:30 cuando volvimos a estar todos en el microbús. Cuatrocientos metros más adelante se encontraba el control serbio. Esta vez el joven de dos metros fue el primero en presentar sus papeles y yo el penúltimo. Delante mía había un treintañero regordete, con el pelo corto, rubio y embutido en un anorak azul que no sabía hablar inglés, búlgaro o serbio. En un momento dado el policía le preguntó algo y el tipo se puso a dar vueltas sobre sí mismo con gesto despistado. Entonces me giré y le dije algo al que estaba detrás de mí que pretendía ser una broma, pero resultó ser una profecía: ¡Sólo faltaba que nos tuvieran otras dos horas aquí también! Al final no fueron dos, sino tres…
Al principio, mientras algunos aprovechaban para hacer sus necesidades o comprar algo de comer, me arrimé al tipo de dos metros. Tenía curiosidad por saber qué es lo que pasó allí dentro. El “gigante serbio” resultó ser un australiano que por amor intentaba asentarse en Bulgaria, pero que tenía un lío tremendo con el visado y los papeles. “La burocracia en Bulgaria es ridícula”, sentenciaba antes de que se acercara una de las parejas, él de origen serbio y ella una búlgara cada vez más indignada con la actitud del conductor.
– ¿Por qué no quiere preguntar a los policías cuanto tiempo vamos a tener que esperar? ¿Por qué no les propone que salgamos y montan a esta persona en el próximo autobús de Florenzia?
Eran las dos y media de la tarde y aún seguíamos allí; la mujer embarazada y su amiga se encendían un cigarro detrás de otro. Nuestra paciencia alcanzó un límite cuando vimos llegar e irse quince minutos después el autobús de la compañía Florenzia que había salido a las 14.00 de Sofía. En ese momento, Nikola, el joven serbio, decidió hacer el trabajo del conductor y entró al edificio para que nos dijeran qué sucedía.
– Resulta que el tipo es alemán. Me han dicho que necesitan investigar sobre él y evaluar su estado porque parece que no está bien psicológicamente. Han llamado a un experto de Sofía para que venga.
Mientras, el conductor seguía a lo suyo: despotricaba por teléfono en lo que comía una manzana. Por mi parte, empezaba a pensar en lo peor y hacía recuento mental de posibles contactos en Belgrado que pudieran acogerme esa noche. No obstante, no hizo falta. Quince minutos después apareció el alemán con su mochila, como si nada hubiera pasado, y se montó en el autobús. El conductor le miraba con cara de no dar crédito. Yo pensaba que de un momento a otro iba a reventarle el tímpano a voces, pero, sorprendentemente, se limitó a soltar un par de gracietas antes de arrancar el motor y salir pitando de allí. Cuando volvía a mi asiento en la parte de atrás, reparé por primera vez en el rótulo y el logo de la compañía serbia: “TRANS-JUG, disfruta de una forma diferente de viajar”. ¡Y que lo digas!, pensaba mientras miraba si había escondida alguna cámara oculta.
Llegamos a Belgrado a las 19:30. Tras comprar el billete para Sarajevo a las 10:00 del día siguiente, me dirigí a uno de los hostales cercanos a la estación de autobuses. Según los comentarios y las fotografías de la web de reservas, era el que tenía la mejor relación calidad-precio. Una vez allí, me llevé otra sorpresa. Además de las seis plantas que tuve que subir por las escaleras, me abrió la puerta un tipo en un avanzado estado de embriaguez que trataba de disimular hablando un inglés muy pausado, casi como si el borracho y el que no se enteraba fuera yo. Resultaba que, la habitación de dos literas que había reservado en realidad era de cuatro, y en vez de ocho euros, costaba trece. Cuando llegué al cuarto y sentí el intenso humo y el olor a pies de los otros siete ocupantes de aquel minúsculo cuarto, tarde menos de un minuto en poner una excusa y bajar a la calle.
Subí por la empinada calle Kamenička hasta llegar al McDonald`s de la avenida Zeleni Venac. Necesitaba orientarme y conectarme a una red wifi abierta. Tardé como quince minutos en encontrar una alternativa, pues me quedé absorto viendo el ajetreo constante de coches y personas yendo de un lado a otro. Algunos llevaban mascarilla, pero la mayoría salía de fiesta y se relacionaba como si nada pasara. Hacía mucho tiempo que no veía y sentía el típico alboroto y la despreocupación del sábado noche.
Finalmente di con el hostal Habitat. Se encontraba cerca de donde estaba y a cinco minutos de la estación. Además, por cinco euros más podría disfrutar de un cuarto para mí solo. Al igual que otros muchos en Belgrado, se trata de una vivienda particular adaptada para alojamiento turístico. Cocina y baño compartido, un salón espacioso y acogedor y, detrás, las habitaciones. Casi la mitad de los diez huéspedes eran viajeros que a cambio de alojamiento gratis ayudaban al dueño con la gestión del hostal. Una de ellas, María, es una brasileña simpática y atenta que, tras terminar un postgrado de fotoperiodismo en Barcelona, se dedicó a viajar y la pandemia le pilló en Belgrado. El resto de los huéspedes eran inmigrantes que llevaban meses o años en Belgrado y un par de turcos que estaban allí de paso.
Para el tiempo que iba a estar, era perfecto. Y así fue hasta que, después de cenar, me fui al cuarto a descansar. Por resumir: las paredes eran de papel y escuchaba los ronquidos de las habitaciones a ambos lados; el suelo estaba sucio, la cama tenía chinches que me picaron los brazos sin compasión y, para colmo, en el salón, uno de los turcos y una montenegrina hablaban a viva voz sobre uno de los temas que alimentan el estereotipo balcánico y que para muchos de ellos está rodeado de una mística y un cierto romanticismo: la mafia y los negocios ilegales. Me da mucha pena decirlo porque el dueño me cayó bien, pero, eviten ese hostal si pueden.
A las 09:30 del domingo me presenté en la estación de autobuses preparado para una nueva aventura balcánica. Son apenas trescientos kilómetros los que separan Belgrado de Sarajevo, pero, si todo iba bien, siete horas después de partir alcanzaríamos nuestro destino. Después de la primera pausa, me senté junto a un serbio que vivía en un pueblo cerca de la frontera con Rumanía y se dirigía a Sarajevo para visitar a su novia. No había estado nunca en sus cuarenta años de vida y, a pesar de mis buenas referencias, no las tenía todas consigo.
Cuando llegamos a la frontera, los fantasmas del pasado más reciente se me aparecieron en el momento que el conductor nos pidió en el control bosnio que nos bajáramos porque había tres turcos que no tenían los papeles en regla. Por suerte, el conductor se mantuvo firme y amenazó con partir sin ellos. No habían pasado ni quince minutos cuando solucionaron el asunto. Durante varios tramos de los restantes 140 kilómetros que nos separaban de Sarajevo, no pasamos los veinte por hora y fuimos parando en cada pueblo. Por primera vez en mucho tiempo me mareé y se me revolvió el estómago debido a las heladas, empinadas y serpenteantes carreteras. Pasamos por Foca, Pale y otras muchas localidades que, hace tan solo un cuarto de siglo, eran de mayoría musulmana y hoy se encuentran ampliamente decoradas con crucifijos, banderas serbias y casas destruidas que dejan ver las cicatrices y los horrores de una guerra absurda que nunca debió haber ocurrido.
A las 17.30, tan solo treinta minutos después de la hora prevista, llegamos a Sarajevo. Nos dirigíamos a la Estación del Este, la que está situada en la República Srpska, bordeando algunas de las colinas que rodean la ciudad. Cuando pasamos por la avenida Muslimana me fijo en la cara de alucinado de Iván, la misma que puse yo en 2013 al visitar por primera vez la capital de Bosnia y Herzegovina. Igual de hermosa que la recordaré siempre.
Mientras le explicaba a Iván cómo llegar al piso de su novia, una chica se giró sorprendida de que conociera tan bien la ciudad y comenzó a hablarme español. Tanja, que así se llama, me contaba que trabajó durante dos veranos cuidando los hijos de un matrimonio de Miranda del Castañar, en la provincia de Salamanca. Entre eso y las telenovelas ha conseguido un buen nivel del idioma español. En ese momento el sorprendido fui yo. ¡Cuatro meses y unas series!
Acabamos compartiendo taxi los tres. Nos llevaba Izmar, un entrañable señor mayor para el que, en los últimos cinco años, Sarajevo se ha llenado de drogas, inmigrantes y mafia, y que, sin mucho éxito, intentó sacarme los cuartos antes de dejarme cerca de la Catedral. Así son las cosas aquí, una de cal y otra de arena, pero, a fin de cuentas, tras mi penúltima aventura balcánica, me resulta imposible no amar este lugar y sus gentes, y afirmar que, a pesar de todo, no repetiría.
Joe Manzanov es periodista y fotógrafo independiente. Ha vivido casi seis años en Bulgaria. Le gusta viajar, la crónica periodística, la fotografía documental, la gastronomía y vivir en general.