La primera vez me pasó en Benito Corbal, una calle del centro de Pontevedra. Lo recuerdo porque siempre saludo a la gente que no es y dejo de saludar a la que es, y al cabo de dos días alguien se acerca a mi madre y le dice que su hijo es un chulo o camina drogado o algo aún peor: saluda cuando le conviene. Aquella ocasión fue diferente porque sucedió desde la acera contraria: un desconocido agitó la mano con una gran sonrisa, al borde de la euforia, y yo por supuesto hice lo mismo pensando en que como cruzase la carretera me iba a estar bien empleado. Afortunadamente no ocurrió. Seguimos nuestro camino. Uno arrastra entre sus defectos la mayor de sus virtudes: no quedarse con una cara y disimularlo mal que bien.
La segunda vez fue más peliaguda. Lo vi llegar por la misma acera y mis manos rompieron a sudar. A veces pienso que mi vida es la hostia de arriesgada, un poco como la de mi amigo Francisco González de Gispert, que un día escribió a las dos de la tarde en su Facebook: “Me voy a comer: cosas del que pasea por el lado salvaje de la vida”. No tenía yo ahí mucha escapatoria, así que opté por una estrategia a tumba abierta: acelerar el paso como quien llega tarde al tanatorio y golpearle el brazo con un gran “¡chao!”. Salió bien, y el resto del día recuerdo haberlo pasado sin sobresaltos.
La situación se repitió a lo largo de los meses y aún de los años. Pontevedra es una ciudad en la que un día te acuestas volviendo del colegio y al otro te despiertan los hijos. Todo adquiere de repente una velocidad imprevisible. Así pasó la tarde que salí de Zara y choqué con alguien que resultó ser mi gran amigo. La conversación fue inevitable. Y la sonrisa que empecé a componer, imperecedera.
-Hombre, ¡qué tal! –exclamó.
-Bien, muy bien. ¿Y tú, tú qué tal estás?
-Yo bien, de compras. ¿Qué tal en el trabajo?
-Bien, pero ¿y tú, tú qué tal en el trabajo?
-Pues ahora bastante liado. Hasta arriba.
-¿Ah, sí? ¿Por qué? ¿Tienes más trabajo?
-La hostia.
-En verano y eso, claro, más liado, ¿no?
-Bastante más, seguro.
Visto que por el trabajo no sacaba nada (ya podía ser chapero), abordé la solución más imaginativa.
-Oye, ¿y de bares?, ¿estás mucho de fiesta?
-¿Qué dices? ¡Si cuando acabo sólo quiero irme para casa!
-¿Y tu casa está lejos?
-Más o menos.
-Ya, ¿y la chica?
-Con la chica bien, estamos ahí y tal
Seguí preguntando por aquí y por allá cada vez con menos fuerza, porque me notaba exhausto, buscando el nombre de algún amigo común, alguna historia que hubiésemos compartido, el nombre de su instituto, una pista que me llevase a él y a esos saludos enormes de amigos del alma. Nada; no hubo nada. Podía abrazarme a él y llorar en su hombro la pérdida de un hijo y en la vida me diría nada: para él había sido todo dicho sabe Dios cuándo. Era tanta su ambigüedad que por un momento pensé que habíamos asaltado juntos un banco a punta de pistola y dejado un reguero de cadáveres en el camino, y que de aquello no se hablaría ni muertos. Aquel hombre que tenía frente a mí era inasediable, inexpugnable. Numancia a su lado era una palloza. Acabamos despidiéndonos con mucha afabilidad, nos prometimos una cerveza (¿tiene mi teléfono?) y yo me di la vuelta completamente avergonzado porque en verdad estaba en la cuerda floja: había llevado la pantomima hasta un extremo impensable, y cuando saliese a flote la verdad la vergüenza me dejaría al borde del suicidio.
Por supuesto, como siempre ocurre, empecé a verlo sin ton ni son. Yo procuraba evitarlo en la medida de lo posible. Un paso en falso, en las condiciones a las que había llevado nuestra relación, podía ser una desgracia. Si lo veía en una tapería, la excluía para cenar. Si estaba a la cola de un cajero, pasaba el día sin dinero. Son cosas que uno aprende por naturaleza y que se hacen imprescindibles para sobrevivir en una ciudad así.
Un día, sin embargo, lo sorprendí evitándome. Yo estaba en el Félix y lo vi pasar de repente por la ventana, con ese golpe de efecto con el que cruzó la pantalla el primer extraterrestre de Señales. Entró con una chica que yo no conocía de nada, a pesar de que me había interesado con cierto cariño por ella, y aunque había mesa, cruzó su mirada conmigo y salió escopeteado. Lo entendí todo a la primera y tan de golpe que tuve que dejar los cubiertos en la mesa. Él no tenía ni idea de quién era yo y me había saludado un día, como hago yo a veces, confundiéndome con algún amigo. O algo aún peor: había saludado al que iba detrás de mí. Hasta ahí todo normal si no fuese porque yo le devolví el saludo aún más exageradamente, y al pobre le rompí los pocos esquemas que le quedaban.
Ahora yo supongo que a mí me ve tan contento cuando nos encontramos que no sabe cómo salir. Sufre los mismos temblores que yo, me evita porque se ha metido hasta el cuello en esto y los dos sabemos que nuestra vida es un infierno absoluto que no tiene ya solución, porque nadie va a dar un paso al frente y decirle al otro que no lo conoce de nada y que creía que su límite de tonto estaba claro pero que con esto está batiendo récords absolutos, y que cualquier día se le presenta una televisión en casa para hacerle un reportaje. Yo sólo digo que no lo estamos pasando bien y que hay días en los que tengo los nervios tan destrozados que no sé si salir de casa, y que cada vez que me imagino otra vez frente a él, envuelto en una conversación de locos, prefiero tirarme directamente por una ventana; y la cosa no mejora sabiendo que a él le ocurre lo mismo. A pesar de ser amigos, somos muy desgraciados.