Cuando salió era capaz de recorrer grandes distancias hasta hacerme con un ejemplar. Al principio llegaban muy pocas copias a Vigo, y enseguida se agotaban. La ruta me llevaba a veces hasta la estación del ferrocarril, una estación término (más allá solo estaba el mar) en la que muchas tardes de domingo me regodeaba soñando viajes y cultivando mi melancolía. Cuando al fin daba con mi País, mi alegría era indescriptible. Todavía conservo (encuadernada y subrayada) la colección completa de Arte y pensamiento. Una vez hasta me atreví a personarme en la redacción del diario de la calle de Miguel Yuste para entregarle a los dos responsables de aquel primer y maravilloso suplemento de libros –Rafael Conte y Carlos Gurméndez, ambos tristemente desaparecidos- un manuscrito en tres tomos de poemas en gallego (casi mil páginas), que recibieron obsequiosos y luego con caridad cristiana elogiaron.
Con el paso del tiempo mi sueño de trabajar un día en El País se hizo realidad, en parte gracias a Julio Alonso (otro exiliado de este barrio llamado mundo). Entonces no había másters de periodismo, y en la Complutense seleccionaban a alumnos de quinto para hacer prácticas. Las hice un verano en la sección de Cultura. Mi primer jefe fue Ángel Fernández-Santos (¿entonces voy a dar cuenta solo de queridos muertos?), que como primera encomienda me envió a una conferencia de prensa del cineasta alemán Wim Wenders. Aquella mañana, la de mi estreno, llegué al periódico con un dolor el costado al que no quise dar importancia. Pero después de comer empezó a hacerse insoportable. Le dije a Ángel que antes de pasarme por los Alphaville, donde iba a celebrarse la cosa, quería comprarme algo en una farmacia para una pequeña molestia que tenía. Me dio su bendición. En cuanto puse los pies en la calle paré un taxi y le pedí que me llevara a toda velocidad al hospital más cercano. Me ingresaron en urgencias. Sufría un cólico nefrítico. Pero mi mayor preocupación era que iba a fracasar en mi primer encargo para el diario en el que había puesto todas mis complacencias. Con el suero en vena, le pedí a una enfermera que por favor avisaran a mi jefe y le dijeran que razones de fuerza mayor me impedían cumplir lo mandado. Poco después apareció en el hospital el propio Fernández-Santos, a quienes todos los amantes del cine leíamos con devoción. Todavía recuerdo lo que me dijo cuando le pedí disculpas:
—¡Al carajo con Wim Wenders!
Así titulé el obituario que le dediqué a Ángel desde Nueva York en el semanal de ABC, el diario en el que trabajaba entonces y en el que sigo trabajando, cuando me enteré que nos había dejado. Pasé parte de la noche metido en la bañera, y bebiendo agua. Por la mañana, la piedra salió convertida en arenilla, y me incorporé al trabajo.
Tras un verano en la sección de Cultura (cuyo hito fue un viaje a Burgos como enviado especial a cubrir el controvertido estreno de Teledeum, de Els Joglars), y pese a todas mis ilusiones, no me quedé. Pero tuve la suerte de que me reclamaran apenas dos meses más tarde para Ediciones El País, que entonces empezaba su andadura. Gracias al tiempo que pasé editando libros, corrigiendo ferros, escribiendo solapas y contraportadas, trabé conocimiento y en algunos casos amistad con escritores como Rafael Sánchez Ferlosio o Juan Pablo Fusi, y compañeros corresponsales, como José Comas (otro desaparecido) y Juan Arias. Después de dos largos años, le pedí audiencia a Juan Luis Cebrián, que en aquel entonces era solo periodista. Quería volver al País a secas. Me dijo que me lo había ganado, y me preguntó en qué sección quería trabajar. Volví a Cultura.
En total, fueron casi 14 años en la casa. De Cultura pasé a Opinión, donde me encargué del suplemento Temas de nuestra época y, durante una etapa, de Cartas al director (Joaquín Estefanía –que sustituyó a Cebrián- tuvo que recordarme en una ocasión que El País no era Ajoblando: tenía predilección por las cartas originales o ferozmente críticas con el periódico). Todavía recuerdo la pueril explicación que se dio a la decisión de que el nombre del director dejara de figurar en la cabecera: El País ya estaba institucionalizado y no era necesario que el principal responsable del diario apareciera destacado. Cebrián quería ser el único que había gozado de ese vano privilegio. Ya hacía tiempo que una secretaria suya, buena amiga, me había comentado: “Se cree Dios”. Todo empezó temprano.
Durante la primera guerra del Golfo, Mariló Ruiz de Elvira, redactora jefe de Internacional, me pidió para reforzar la sección. Tras un breve retorno a Opinión (donde había sido muy feliz con Ángel Harguindey: me hizo full time y lo único que le preocupaba es que Temas saliera impecable, no cuántas horas echaba en mi mesa), acabé aterrizando en una sección de la que no sabía casi nada, pero que me cautivaba. Mariló primero, y Luis Matías después, además de compañeros como Ramón Lobo o Bosco Esteruelas, me enseñaron buena parte de lo que sé, por no hablar de los citados o de Joaquín Vidal (otro añorado muerto, que me llevaba hasta mi casa en Manuel Becerra en su flamante y antiguo Mercedes con salpicadero de madera, en muchas de las noches en las que me encargaba del cierre), Hermann Tertsch, Juan Carlos Gumucio (que se quitó la vida), Alex Grijelmo, Bill Lyon (hoy el maestro más apreciado del Máster de ABC, que dirijo), Félix Monteira (que siempre me apoyó en los viajes a África) y Soledad Gallego Díaz.
Cuando Luis Matías me propuso ir a cubrir la guerra de Bosnia, el cerco de Sarajevo, sentí terror. Jamás había pensado acercarme a una guerra. No sabía si podría manejar mi miedo. Esa fue una de las intrigas que me impulsó a ir. La otra, comprobar si podía contarla. Nunca me arrepentí. Estuve en Sarajevo en tres ocasiones y allí hice amistades que me acompañarán por el resto de mi vida, como las de Gervasio Sánchez, Santiago Lyon (hijo de Bill) o Corinne Dufka. Cansada de pelearse con los jefes por conseguir espacio para África, Ana Camacho había tirado la toalla. A fuerza de insistir en hablar de la olvidada guerra civil de Angola, o de la todavía más olvidada ex colonia española de Guinea Ecuatorial, cuando estalló el genocidio de Ruanda tenía todas las papeletas para que fuera yo quien viajara a los Grandes Lagos. Pensaba que el miedo y la guerra de Bosnia me habían vacunado contra el espanto. Estaba completamente equivocado. Nada te prepara para algo así. Pero a pesar de todo me enamoré de África.
Mientras tanto asistía a los paradójicos y más que discutibles comportamientos de mi querido diario a cuenta del gobierno de Felipe González, el caso GAL, y las televisiones (todavía recuerdo las caras cariacontecidas de los dos compañeros –ahora uno corresponsal en América Latina, el otro en Deportes- encargados de escribir de los dimes y diretes de las negociaciones para desembarcar en el mundo audiovisual: el tratamiento informativo entre la primera y la segunda edición, y sobre todo la elección de las fotografías, variaba de forma radical en función de lo cerca que se estaba de un acuerdo, o del fracaso. Cuando la empresa decidió embarcarse a fondo en el negocio de la televisión –bajo la visión de Cebrián, de que debíamos crecer, convertirnos en un grupo multimedia, para afrontar un futuro incierto- empezaron a mezclarse descaradamente los intereses empresariales y los informativos, y se empezó a preparar el principio del fin que ahora contemplamos atónitos y tristes.
Absurdamente fascinado con Nueva Zelanda desde la infancia (si cavas un agujero en el puerto gallego de Viveiro deberías asomar en Christchuch), logré persuadir a Sol Gallego-Díaz, la directora adjunta, para que me permitiera cubrir el viaje del Príncipe de Asturias a Nueva Zelanda y Australia, a pesar de que yo no me encargaba de informar de la familia real ni por asomo. Para mi sorpresa, accedió. En ese viaje trabé amistad con el jefe de la Oficina de Información Diplomática, Chencho Arias, y con Catalina Luca de Tena, enviada especial de ABC. Cuando varios meses más tarde, la hija de don Guillermo me ofreció convertirme en corresponsal del diario monárquico en Nueva York me quedé lívido. Mi sueño –cumplido- era el de trabajar en El País, donde me había convertido (así rezaban mis flamantes tarjetas en inglés y francés) en corresponsal para África. Fueron cinco años en los que –a pesar de informar sobre todo de desastres, contribuyendo a forjar, junto a muchos otros, la idea de una región condenada, me encandiló del continente negro. Me llevó un mes tomar la decisión. Mis muchos amigos del diario me aconsejaron que no dejara escapar la oportunidad, y tras un mes de negociaciones con Jesús Ceberio, el tercer director de El País (también mi tercer director), acabó de convencerme cuando a mi petición de convertirme “de verdad” en un corresponsal para África, con más viajes y coberturas, me respondió:
—No somos ni Le Monde ni el New York Times para tener a una persona dedicada en exclusiva a África.
Me fui a Nueva York (donde desde luego no esperaba que, como me dijo mi madre, la guerra me persiguiera, con el ataque contra las Torres Gemelas), y acerté. Con la flamante oficina que ABC tenía en la sede central de las Naciones Unidas, los siete años que pasé en esa ciudad, y en los que recorrí la frontera con México y cubrí seis ediciones de los Oscar, me abrieron una trampilla a otro mundo. Un redactor jefe de El País, de cuyo nombre no quiero olvidarme, me despidió con estas palabras:
—A ti que tanto te gustan los negros, vas a ir al único sitio del mundo en el que entran por la puerta grande: la ONU.