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Mi vida con Rodriguez

 

Llevo dos noches despertando empapado en molestias y sudor. A quien sabe qué horas de la madrugada, el pinche frío me agarra por los pies, por todo el cuerpo. Me cambio la playera por una nueva y seca, aparto las sábanas mojadas y me enfundo sin intermediario alguno en el edredón. Esto, lo digo por experiencia, tiene el potencial de ser mala noticia. Subrayo que solamente es un mal en potencia: a mi edad ya no te apanicas por cualquier pendejada. A mi edad pasan dos cosas: o ya te acabaron de trabajar finito las madrizas de los años o todavía anda por ahí el súper chingadazo que, ese sí, te dejará viendo estrellitas unos segundos antes de mandarte a escuchar la eterna música de las esferas. Ojalá sea la música que prefiero. Desde niño, la música, el rock en particular, ha sido un componente muy importante en mi vida. Me ha integrado y separado de los demás. Mis pasiones han corrido, desde que tengo uso de razón (¿qué será eso?), a la lenta velocidad de Leonard Cohen, Bob Dylan, Nina Simone, Neil Young, Simon & Garfunkel, el eterno Jefe Springsteen. En otras palabras, mis gustos musicales en los años cruciales de la adolescencia siempre se mantuvieron distantísimos,  a años luz de mis contemporáneos, metidos hasta las manitas como estaban en Duran Duran, The Cars, los idióticos Hombres G y cosas del tipo a las que jamás, ni siquiera como un sincero y determinado acto de la voluntad, logré tomarles afición. Intenten convencer a una morrita de diecisiete años acerca de la genialidad artística, única, irrepetible y, por cierto, deprimente hasta las cachas, de la británica Vashti Bunyan o del trovador de socráticas barbas Georges Moustaki, y sentirán la fulminante descarga al corazón que produce el más franco rechazo, el azoro sentimental en que te quedas cuando ves cómo se aleja hacia la infinita nada la chica de tus sueños mientras Dylan canta Mr. Tambourine Man y te dice que andas en puro sorrow cual inabarcable llano de tristeza y no tienes a dónde putas madres ir, el imperio del atardecer se ha convertido en arena, desvanecido en tu mano, un largo, mágico y conmovedor etcétera que sigue barrenando, pasados los años, mi pecho, buscando alojarse en algún sitio del corazón.

 

En cambio, hoy en día —lo sé porque no podría vivir sin música, todo el tiempo busco estímulos ahí— resulta que el folk rock está a la gran moda, hay bandas buenísimas a las que los adolescentes y no tan adolescentes se aficionan al instante. Lo he visto y comprobado. Ahí están los Mumford & Sons, Fleet Foxes, M. Ward, The Tallest Man on Earth, The Lumineers… tumultuosos ejércitos de la noche que, años antes, habrían iluminado mi polvoriento y solitario camino.

 

Gracias, pinche Rock.

 

Hace dos días también que traigo las tripas duras como varillas y, muy seguramente, enredadas y petrificadas como jeroglíficos mayas, las malditas. A diferencia de los sudores nocturnos, este asunto del estómago sé bien cómo atenderlo. Basta una visita a la clínica de acupunturistas cercana a mi casa, sentarme y esperar la aparición de la doctorcita de falditas de mezclilla y mallas. Antes, hace tiempo, esto me habría provocado algún refuego interno y fantasías baratas. Hoy apenas pienso en que debo doblarle la edad a la doctorcita mientras me quito la camisa y expongo abdomen e hinchada barriga en posición horizontal. La doctorcita procede con precisión: me encaja no sé cuántas agujas en las áreas mencionadas, en todo caso se siente como en una especie de espiral, y entonces empieza a maniobrar con fuerza la bola de agujas, arriba, abajo, de un lado a otro, casi como si en lugar de tripas cargara yo con un volante deportivo en las entrañas.

 

Debí haber hecho esa visita hoy mismo. Lo supe al beberme las varias tazas de café, la gasolina con que acompaño el desayuno.

 

En lugar de someter a mis tripas a los volantazos del tipo Fórmula 1 de la eficaz doctorcita quien, por cierto, antes que excitarme me recuerda más bien los muchos años que yo mismo he invertido en aprender nada, fui al supermercado portando los mismos pants de algodón que me fajo nada más salir de la cama, cada mañana.

 

Ya era más de mediodía cuando, semáforo en verde, crucé la única avenida que hay que cruzar desde mi casa para llegar al mentado supermercado, una mole donde lo mismo se venden verduras y frutas relativamente frescas, que plasmas gigantescas, neumáticos y toda una gama —crecientemente exitosos— del tipo de libros del cual jamás seré autor.

 

Para bien y mal, porque recientemente me ha rondado la cabeza la doble pregunta —nada que ver con las sudoraciones nocturnas, esto lo puedo jurar— acerca de qué libros quiere leer la gente y qué tanto los intereses de un autor, en este caso yo, coinciden con los del público. Creo que no mucho.

 

Y eso que en mi vida, en particular en mis años de funcionario público, escribí la suficiente cantidad de mierda para llenar una piscina de dimensiones olímpicas. Por si alguien no lo ha entendido, a eso quise referirme al hacer alusión a mis visitas con la doctorcita de las agujas y mis tratamientos a punta de volantazos en las entrañas: a veces, en realidad en los malos ratos, todavía pienso que muchos años delegué mi vida a otro yo que no era yo y que terminó por esfumarse sin dejar rastros, si acaso unas tristes cenizas que, para no rasgarme más las vestiduras, en los pocos buenos ratos llamo mi “experiencia de vida”. Qué gran mamada, a ver quién se la viene a creer.

 

Así que fui al supermercado y pedí un pollo entero, partido a la mitad. Arrojé en el carro de la compra tres zanahorias, tres calabazas, dos chayotes, tres aguacates duros como pelotas de beisbol, una cebolla y un puño de cilantro.  

 

Y esperé en la esquina a que el semáforo se pusiera en verde y volví a casa.

 

Allá abajo, en la cocina, me espera una respetable olla con caldo de pollo que cociné sin prisas, mientras escuchaba música y pensaba en escribir estas líneas. Obviamente esos aguacates estarán listos para comerse cuando no quede nada de mi caldo de pollo home-made y la especie humana haya conquistado otras galaxias. Quizás el próximo viernes en la noche utilizaré los mentados aguates para ametrallar las ventanas de mis vecinos karaokeros de mierda.

 

Llevamos tres semanas seguidas de cantadera en coro. Quizás debería decir llevo, porque solamente en mi departamento se escuchan los maullidos provenientes del maldito cuchitril donde se reúnen un par de gorilas a repetir las letras de grupos ochenteros, desde Timbiriche y The Cure hasta el siempre siniestro Luis Miguel.

 

No hay problema si la doctorcita, con todos sus estudios y conocimiento de la maquinaria humana, me hace sentir inútil. Mis vecinos karaokeros logran hacerme sentir viejo y ridículo. Mierda de cabrones, no acaban de enterarse que dan pena ajena.

 

Quizás debería utilizar la primera persona del singular porque vivo solo.

 

Llevo viviendo solo demasiado tiempo. Quizás más del que cualquier persona puede aguantar (lo cual no es cierto: hay gente que de veras vive sola).

 

Es la única forma de vida que conozco. También es un dolor tan grande que, gracias al cielo sin dioses, resulta inabarcable para un individuo. Duele y no. O solamente si te lo propones, pero ¿quién en su sano juicio piensa en experimentar una aguda pena por, pongamos un ejemplo, la muerte de Michael Jackson como si se tratara de un familiar? ¿Quién sigue sufriendo en carne propia los dolores de espalda de John F. Kennedy o el insomnio de Cioran?

 

Por favor: nadie. Ni siquiera yo, que soy experto en la materia.

 

En otras palabras: visto bajo el microscopio del gran relato de la humanidad, seguro que yo también doy pena ajena.

 

No hago una apología de la vida en soledad como tampoco haría una apología de la vida o la soledad mismas. Con el tiempo aprendes a burlar ciertos demonios. A veces la cosa falla, como es natural, y entonces te encuentras con la cabeza metida en el bote de la basura histórica: eso que la gente llama, con pompa y circunstancia: la memoria.

 

Y entonces escuchas voces, incluida la tuya, rebotando en tu cerebro, en ocasiones hasta en los bajos fondos de tu roído corazón. Esos son los momentos Barney. Los llamo así en honor a la novela homónima, Barney’s Version, autor: Mordecai Richler.

 

Son esos momentos en que además de solo, también te sientes profundamente solo, no matter what, días en que —no estás seguro, pero sigues sin saberlo— nadie se acuerda de ti y tú prefieres no recordar demasiado, ya que del recuerdo emergen fantasmas que te invaden la sala, la cocina y, en un descuido, hasta el sacrosanto retrete. En un muy mal día, dichos fantasmas ni siquiera te dejan sentarte frente al televisor y ver, sin ansias ni preocupaciones, una película hollywoodense y dominguera o bien un partido de beisbol. Cuando llega ese día, le pongo signos de interrogación a un verso del poema (Roll the Dice) de Chinaski: Isolations is the gift.

 

Isolation is the gift?

 

¿Cuál gift? Vaya pinche regalito.

 

Cuando no puedes ver tranquilamente un partido de beisbol, entonces estás algo más que jodido. Estamos hablando de nueve largas entradas, las suficientes para poner la mente o lo que sea que tenga uno allá arriba, en blanco y concentrarse en el espectáculo Zen que es, a todas luces, el Rey de los deportes.

 

Con el paso del tiempo hay cosas que no aceptas, trabajar como esclavo de oficina, por ejemplo. Y otras que vuelves pasables. Al menos a ratos.

 

Un amigo llevaba años reconviniéndome a la lectura de los clásicos. Me tuvo que pasar encima el tren de carga de la vida, pero sabía de qué habla, mi viejo amigo.

 

En una antología de poetas latinos que cada vez uso más —lo mismo en la sala, la cocina y el retrete, en esta casa no hay prejuicios cuando se trata de cultura— leo a Catulo:

 

No merece la pena perseguir lo que huye / ni acostumbrarse a vivir entre tormentos.

 

Hace dos días que fui al cine con mi hermano y mi cuñada. Vimos —vi, pues— el documental Searching for Sugarman. ¿No lo han visto? ¿Qué esperan para hacerlo, que venga el rayo partirles en dos la cabeza o les caiga encima el inefable piano?

 

Lo visto en Searching for Sugarman fue suficiente para que buena parte de lo que he escrito hasta ahora, y con ello me refiero no sólo a estas líneas sino literalmente a todo lo que he escrito, pareció colapsarse en la más pendeja nada. Es decir: en la gran nada, la madre de todas las nadas: la Totalísima Nada.

 

Sigo avasallado por el documental de un jovencísimo cineasta sueco que casi podría ser mi hijo —o novio de mi hija si fuera yo padre, pero no lo soy ni tengo explicaciones para ello.

 

En fin, que cuando digo avasallado me refiero a un estado muy particular: ni se siente uno bien, pero tampoco mal. Se siento uno eso, exactamente eso: avasallado, y que el diccionario diga el resto. Yo sigo así, avasallado.

 

Se trata de la historia del músico y camarada Sixto Rodriguez, oriundo de esa catástrofe humana que es la ciudad de Detroit.

 

Se trata de la historia de cualquiera, de mí, de ti, de todos ustedes. Quizás ahí radica la magia en la vida y música (fenomenal, tremenda, un dulce y feroz puntapié en los genitales) de Rodriguez. Me explico: cada quien puede hallar un fragmento de su propia vida en la historia que cuenta el documental del joven sueco de nombre impronunciable.

 

¿Quién, en su pinche vida, buena o mala, da igual, no ha alcanzado la huidiza gloria? ¿Quién no ha fracasado? ¿Quién no se ha perdido en medio de una tormenta de nieve y ha vuelto a encontrar el camino? ¿Quién entre ustedes no ha tocado al menos una vez el cielo con las palmas de las manos bien abiertas, como estrellas de esperanza iluminando la noche oscura del alma? ¿Quién no ha sido vilmente humillado alguna vez por un hijo de puta del que ya ni siquiera se acuerdan? ¿Quién no? ¿Quién no ha probado las dulces mieles de un definitivo y los alcoholes envenenados del rechazo y el olvido? Aceptación y desahucio, en ocasiones experimentados ambas hasta en un mismo día: ¿quién no? ¿Quién no ha nacido, muerto y vuelto a nacer en el estricto plazo de las veinticuatro horas que marcan las manecillas del reloj? ¿Quién dice “no, yo no, jamás”, cabrones y cabroncitas que, lo sé, hasta aquí los escucho, andan de ronda por ahí?

 

Algo más que las tripas me vino a revolver Searching for Sugarman. La misma noche que vi el documental, es decir hace cuarenta y ocho horas, compré en línea los dos únicos álbumes que grabó Rodriguez, ya remasterizados y puestos al punto allá arriba, en la gélida noche del ciberespacio. Dos días llevó engarrotado con una sublime sensación de renovación musical, como si las heladas ventoleras provenientes del Midwest americano hubieran barrido con años y más años de lealtad rockera hacia mis ídolos de toda la vida, los mismos que me apartaron, creo que ya lo dije, de mis contemporáneos, ellos, siempre a la moda y yo, escuchando las viejas tonadas sesenta y setenteras que hoy suenan distinto por efecto de esa extraña voz que emerge desde los rincones más siniestros y bellos de downtown Detroit, la voz del mismísimo Rodriguez sonando al igual que lo hizo en los estudios de Motown Records hace más de cuarenta años, esa voz, decía, vino a echar abajo de un certero macanazo todas mis convicciones para inmediatamente volver a ponerlas en pie de nuevo, cada una de ellas.

 

Cero certezas, eso sí, jamás he tenido una sola.

 

Descreo de la llamada música del azar, esos juegos para tontos sin imaginación de los cuales algunos escritores, en realidad miríadas de Paul Austercitos y Vila-Matitas, extraen historias dizque universalmente deslumbrantes e insólitas, en realidad pura cháchara literaria.

 

Ni modo. Aquí va mi propio grano de arena.

 

Me refiero, en particular, a que el primer disco que grabó Rodriguez, está fechado en el año de mi nacimiento: 1970.

 

El título del mismo no podría ser más adecuado ni menos carajo: Cold Fact.

 

Puros hechos concretos de la vida —mi vida: nacer en 1970, en uno de los inviernos más crudos que, me cuentan, ha vivido la ciudad donde vine al mundo; una larga y confusa infancia, vivida entre dos países que no tienen el menor parecido entre sí (está, se sabe, el Tratado de Libre Comercio, el North American Free Trade Agreement, que desde luego que no cuenta); una adolescencia igualmente larga y no menos confusa, en realidad un tren del cual en ocasiones creo —y mi vida de soltero y de ocioso y de levantarme de la cama a la hora que me da la pinche gana, parecen confirmarlo— todavía no me bajo del todo; también, para buena o mala fortuna, pruebas en contrario: el paso y peso ineludible de los años, mi creciente escepticismo respecto a casi todo, yo mismo incluido, me hacen pensar que ya va siendo hora, ya de descender de ese tren que no va a ninguna parte, ya de tomar otro a vaya usted saber dónde; I Wonder, como dice en una tremenda rola el sobreviviente, el cadáver que se levantó entre los muertos, el mismísimo Sixto Rodriguez, born and raised in the city of  Detroit, de padres mexicanos —del estado de San Luis Potosí, para más señas—, humildes campesinos convertidos en obreros al servicio de la pujante industria automotriz que alguna vez fue el resplandeciente motor de América, la misma máquina que hoy conocemos como la miserable Detroit, una ciudad bombardeada por la pobreza y abandonada, una vez exprimida la carne de generaciones de trabajadores hasta la última gota de sangre, a la más indigna y despiadada ignominia.

 

Los Austercitos y los Vila-Matitas antes referidos gustan de utilizar aleatorias maletas como relleno fetichista —en su interior siempre hay un misterio producto del azar, un manuscrito valioso u alguna otra pendejada de igual valor— a sus historias.

 

Yo no.

 

Yo las maletas las lleno de ropa y las uso exclusivamente para viajar. Ahí está la gente que me conoce para dar fe de ello, vaya y pregúntenles.

 

En más de una ocasión hice una maleta, misma que colocaba en mi automóvil para cubrir, en cosa de catorce horas, el trayecto Chicago-Montreal. Siempre lo hice pasando por Detroit. Lo mismo en otoño que en invierno, bajo un sol apagado, como de era nuclear, que bajo la triste lluvia y la espesa nieve.

 

Nada más acercarse a Detroit podías sentir una vibra especial, densa, perra, cabrona, el tipo de vibra con la que no te metes demasiado ni haces bromas. Lo sentí las cuatro o cinco veces que crucé la ciudad de sur a norte, vías rápidas en estado lamentable, pasos peatonales a punto de desmoronarse, edificios de veinte pisos otrora magnificentes cubiertos de desdén, las ventanas tapiadas con paneles de madera podrida, hasta alcanzar el puente internacional que te eleva por encima del río que demarca la frontera natural entre los Estados Unidos y Canadá, para luego literalmente aterrizar en la dormilona ciudad de Windsor, provincia de Ontario.

 

Dicho tránsito cósmico, el paso de una galaxia a otra, a través del Ambassador Bridge, casi dos kilómetros y medio de largo, el recorrido desde el epicentro de la violencia urbana hasta una apagada ciudad de jubilados y tramperos con una única avenida, no exagero, una sola avenida recta como flecha, sembrada de tiendas duty-free, una tras otra tras otra, equivale a hacer un viaje de golosinas varias luego de abastecerse a manos llenas en las bodegas propiedad del mismísimo Sugarman, jumpers, coke, sweet MaryJane.

 

Vi Searching for Sugarman, creo que ya lo dije, acompañado de mi hermano y mi cuñada. Es común que ocurra. Mi hermano, un artista visual a quien no se le escapan todos los detalles y sutilidades cruciales que a mí siempre me evaden, al igual que la vida parece evadírseme a ratos, captó cosas de este documental que trata de todo, no nada más de la historia de un músico proveniente de la ciudad de Detroit.

 

Nos une algo, a mi hermano y a mí: algo impenetrable. Lo sé cada vez que descubro cosas en su propia obra,  la cual por cierto, de una u otra manera, integra y confunde su propia biografía, es decir la vida de mi hermano.

 

Salimos de la sala de cine en silencio. Fue nuestra manera de comunicarnos que aquello había calado en nuestro interior. Me envió un email con sus impresiones acerca del documental. Sus intuiciones acerca del mismo son tan duras, tan precisas, que en lugar de seguir sus sugerencias, muy claras y puntuales, y terminar divagando alrededor, por ejemplo, del libro clásico acerca de uno de los temas que toca mi hermano, The Death and Life of Great American Cities, preferí incorporar tal cuales sus propias frases a esto que ustedes están leyendo.

 

qué onda bruno, 

 

aquí echando a andar motores… digo, en neutral y de bajadita… como te decía ayer, llevo varios días llevándomela muy leve… no sé si sea bueno o malo pero ahorita una pausa es lo que intuyo   que los ánimos y el cuerpo piden

 

acerca del texto de mi vida con rodriguez… yo tal vez le rascaría más al ping-pong rodriguez-detroit… con el paso de los días he pensado a ratos en la peli y justo la relación entre la historia del músico y la historia de la ciudad… cómo tienen cierta conexión… el abandono de una ciudad y el abandono de una vocación… pero la vocación y hasta su forma de desparecer como algo natural y humano… el ir y devenir de rodriguez… muy al contrario de lo que es la construcción y crecimiento de una ciudad (y más de una ciudad que se dedicó a construir el principio del fin de las ciudades: los autos)… no sé, creo que hay algo de timming histórico en todo esto… una ciudad que deja de caminar por su industria y un habitante que deja de hacer música para caminar y vivir, para no ser industria… en fin, derivas matutinas acompañadas de café

 

te reenvío el mensaje del tasajo con todo y su cel por si le quieres poner un mensaje

 

hablamos mañana

 

un abrazo,

 

jonathan

 

Recuerdo pagar los tres dólares (¿o eran cuatro? I wonder) de peaje y comenzar la lenta ascensión, para momentos más tarde detenerse de lado canadiense y sacar el pasaporte. Alguna vez lo hice bien entrada la medianoche, como si fuera un fugitivo y viniera escapando del largo brazo de la ley.

 

Ahora que lo pienso, dos días después de haber visto Searching for Sugarman, creo que, en efecto, yo era un fugitivo. No me aguantaba, trataba de alejarme de mí mismo casi todo el tiempo. Hacía cualquier cosa con tal de lograrlo, por ejemplo hacer maletas y cambiar de países como quien intercambia improperios en un estadio repleto de dementes.

 

Algo ha cambiado desde entonces. Todo y nada. ¿He cambiado yo? No tengo respuesta, sólo el estómago hecho un desastre. Me espera otra visita a las agujas.

 

Pero gracias por tu tiempo, puedes agradecerme el mío y, diría Sixto Rodriguez, forget it, bag it, envuélvelo.

 

 

 

Bruno H. Piché (Montreal, 1970) es ensayista y narrador. Ha sido editor, periodista, diplomático y promotor cultural. Ha sido nombrado recientemente miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte. Acaba de publicar El taller de no ficción en la editorial mexicana Magenta (2012). En FronteraD ha publicado Tierras baldías: Este-Oeste, Norte-SurLa salvaje costumbre de trabajarNada que temer ni que aborrecer en Las Vegas. Éter y ninfetas en la ciudad del pecado y Huesos (piernas y muñones) en el desierto.

 

 

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