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Mientras tantoMi vida en las sombras: Sucedió una noche

Mi vida en las sombras: Sucedió una noche

Sestear absorto y pálido   el blog de Jose de Montfort

 

Robin Rhode, «Harvest» (2005)

 

Yo no estaba en esa comida, pero me lo han contado.  La bruma de la complicidad, la latente sexualidad viciosa de la juventud. El afán de modernidad desprejuiciada. La intelectualidad. El amor por la cultura. El snobismo.

Un cóctel explosivo.

Quizá fuese una cena.

Nadie sabe bien. Han pasado muchos años. ¿Veinticinco?

¿Cuántos años tenía yo entonces?, ¿Dónde estaba yo entonces?

A lo mejor solo hace diez; ya sabemos cómo se conjura la memoria para reírse de nosotros.

 

En fin, supongamos que fuese una cena. En el barrio viejo de la ciudad. Cuando todo era diferente (que no quiere decir mejor, sino apenas más incomprensible).

Había, por supuesto, un tartar de atún, nachos con guacamole y, quizá, una ensalada verde poco aderezada. Había cerveza (de litro), una botella de vino (tinto) y salami.

Unos pocos frutos secos. Platos de plástico y cubiertos de ídem. Vasos de duralex. Y un tapete o mantel de colores azulados donde se podía leer muchas veces “internet” (entonces, fuese cuando fuese este entonces, era la revolución).  El futuro, aunque aún medroso, siempre bien presente.

Sonaba música. Los Pixies, seguramente.

Y PJ Harvey.

 

¿De qué se hablaba hace diez, quince, veinticinco años?

Supongo que de naderías. Es lo de menos, cuando lo que importa es sentirse cómplices de algo; al final, la conversación es convencionalmente vulgar. Solo importan las risas. Reírse del futuro, de la incertidumbre, de los demás. De la vida.

Porque somos jóvenes y nada nos importa (más que nosotros mismos).

 

El uno diría que la clase sobre Woolf estuvo buena. Que se leerá pronto Orlando. La otra que, pues ya que te leíste Al faro, mejor La señora Dalloway. A lo que un tercero respondería con una cierta sorna, pues que mejor Una habitación propia, que es más cortito. Y una cuarta se quejaría de las obras de la Ronda San Antoni y hasta un quinto pediría un abridor para la segunda botella de vino. ¿Qué segunda botella de vino? Preguntarían todos al unísono, asombrados porque, de debajo del abrigo que éste aun no se había quitado, sacase pícaro una botella de Chardonnay. La robé en el bar de la esquina, dice. Quise pillar también el queso, pero… y se distrae con el abridor que saca de un armarito el anfitrión de la casa, un joven gay de Logroño al que le gustan mucho pero muchísimo las novelas de Merçé Rodoreda.

 

*

 

Es la misma cena, pero ya es otra. Porque alguien (y no diremos quién), avisó de que se iba al baño. Hace veintitrés minutos. Y sigue ahí. Bueno, no sigue ahí, porque cuando el anfitrión de la casa ha ido a buscarlo, llamando a la puerta con los nudillos y reclamando por ver si seguía vivo, no encontró respuesta. Al no encontrar respuesta, decidió entrar. Y voilà: no había nadie.

¿Alguien escuchó cerrarse la puerta de la calle?

Todo el mundo en silencio, negando. Incomprendiendo su impericia. Pero, cómo es posible. Si desde donde estamos sentados vemos la puerta, dice señalando a la puerta el joven propietario de la casa (y es cierto, desde la mesa del salón y hasta la puerta de entrada hay menos de 10 metros, y en línea recta; es un estudio, un piso pequeño, menos de sesenta metros cuadrados).

 

Ya siendo otra cena, siguen a lo mismo, pero con más intensidad. Toca Mary Wollstonecraft. Pero aquí, solo hay una persona que, de verdad, conozca bien su obra: el profe de la uni. El resto son sus alumnos. Así que sobre ellos desprende su magisterio (tampoco tanto porque apenas hace dos años que lo contrataron para ser profe; es un triste profesor asociado, si sus alumnos supiesen lo que le pagan les daría un jamacuco).

En realidad, a todos, lo que más les interesa es Frankenstein. Pero, vaya, tampoco tanto.

Mejor preocuparse porque la nevera está vacía (y afortunadamente hace diez, veinte años, no había esas leyes tontas que prohibían comprar cerveza a partir de las diez de la noche, ni toques de cada, ni ná de ná).

 

Así que, para qué quedarse en casa si tienen la ciudad a su disposición, si toda la urbe está llena de sorpresas, misterios, lugares y gentes por descubrir.

 

*

 

Lo que todavía no saben, embebidos por el ansia de sus hormonas,  acechados por el vigor de su sensualidad, es que una de esas sorpresas, esta noche, cambiará sus vidas para siempre.

 

CONTINUARÁ… (o no)

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