A Elena, en su muerte. In memoriam.
Rendir cuentas y pasar cuentas no desde la derrota ni desde la victoria sino desde un pasaje, a partir del pasaje, en un momento dado del pasaje, o cuando la salida del pasaje no puede ya pensarse sino en términos de muerte propia. Despreciar tanto la noción de derrota como la de victoria. El fondo es el nihilismo activo, la confrontación con valores personales que mueren y se desvanecen. Mi intento no es exculparme, ni criticar ni celebrar, pero sin contar, por más que elípticamente, lo que casi me destruye no podría volver a escribir. Y es tiempo de escribir. Uno puede siempre sobrevivirse como fantasma de sí mismo, tantos lo hacen y a tan pocos les preocupa, pero evitarlo es condición de escritura.
Así que le escribí una carta al rector de mi vieja universidad hace apenas unas semanas, una noche de insomnio, cuando estaba en un hotel en Moncloa esperando la mañana para regresar a Texas, viniendo de Vigo, adonde había ido a visitar a mi hermana Elena, en su lecho de muerte, a decirle adiós, y ella me lo dijo a mí, y su valentía y su entereza fueron ejemplares y devastadoras. Me desperté, por algún sueño, a eso de las dos, y ya no podía dormir y supe que tenía que escribir esa carta, porque la situación era demasiado siniestramente parecida a lo que había ocurrido en el mismo mes de 2006, cuando yo volvía a Carolina del Norte de visitar a mi padre en la Unidad de Vigilancia Intensiva del Meixoeiro. Nos fuimos para Escocia en el verano de 2006, todavía con un año de permiso de la universidad que dejábamos después de quince años. Y no tan voluntariamente. Nuestra decisión fue forzada por la hostilidad abierta de cierto número de nuestros colegas, y por la cobardía de nuestros supuestos amigos, y porque el decano de entonces prefirió favorecer el cuento que esos mismos colegas estaban contando sin darnos a nosotros ninguna oportunidad real de explicar lo que estaba pasando en nuestros términos. El precio que episodios de lo que solo puedo llamar mobbing imponen no puede en realidad ser evitado por ningún mortal normal. Nuestra vida en Escocia quedó herida por años de depresión y por síntomas típicos de lo que llaman desorden de estrés postraumático. Todo eso se acabó ya más o menos, y solo regresa algunas noches. Pero la tristeza de fondo permanece. El daño no se va.
De cualquier modo Escocia no funcionó. Intentamos volver a Estados Unidos en medio de la crisis, en 2009-2010, y tuvimos la fortuna de ser contratados en Texas, donde llevamos cuatro años. Conseguí una oferta de X el año pasado, pero no pude aceptarla por razones que no vienen al caso. También estuve a punto de ser decano de Humanidades en Y, pero hubo interferencias de fuera y al canciller le dio miedo proceder. Lo cierto es que la historia de Z nos ha seguido a todas partes, y ha sido fatal para nuestras carreras, aun encima. Ahora tenemos una casa muy bonita, y las cosas están bien, pero echamos de menos la intensidad intelectual de nuestros años de Z. Te dije alguna vez, le dije al rector, que nuestras vidas habían quedado cortadas en dos pedazos por lo que pasó, y eso no ha cambiado. A menudo pienso en la violencia injusta de lo que ocurrió. No creo tener que decirte, le dije, que le dimos a Z todo nuestro esfuerzo, y contribuimos al desarrollo del que durante algunos años fue quizás no solo el mejor departamento de español del país, o uno de ellos, sino también un sitio algo mítico y único, por ciertas cosas que conseguimos y que han perseverado en la memoria de la gente del campo de estudios, de alguna gente.
La pregunta que quiero hacerte, le dije, tiene su base en nuestra conversación de hace cuatro años en el bar del hotel A, cuando me dijiste, le dije, después de hacer tu propia investigación, que había sido malo para Z dejarnos ir y que nunca debió haber ocurrido, que fue solo un caso de falta de apoyo, y estuviste de acuerdo en iniciar un intento de recontratación si nuestros antiguos colegas, dijiste, no se oponían. ¿Puedes restituirnos a nuestros viejos puestos? No te pregunto, le dije, por confianza ni esperanza alguna en el apoyo de nuestros antiguos colegas –aunque algunos de los hostiles, o de sus clientes, ya no están allí, y otros se han hecho viejos y se marchitan profesionalmente, y hay tambien muchos nuevos que no nos conocen, o nos conocen solo a través de lo que puedan haber oído–. Más bien te pregunto porque la permanencia universitaria es vitalicia, por buenas razones históricas de las que podríamos ser un caso más que obvio, y solo renunciamos a esa permanencia en Z bajo coacción emocional y un duro estrés. Y bueno, por orgullo y dignidad, como quieras llamarlo. Hemos intentado rehacer nuestras vidas profesionales y personales, y le dimos a eso todo lo que teníamos, pero, ocho años más tarde, todavía no estamos del todo bien. Sí, por supuesto que somos lo suficientemente productivos, escribimos, enseñamos, formamos estudiantes, pero creo que entiendes lo que te estoy diciendo sin que sea necesario decir cosas poco amables sobre instituciones que nos han acogido con benevolencia. Echamos de menos Z como institución, echamos de menos la ciudad y nuestra vida en la ciudad, y seremos tan eficientes como cualquier otro si se nos da la oportunidad de volver a la universidad que definió nuestras vidas profesionales. Y abrazos, le dije, y me respondió que sí, que lo haría, que había estado pensando en nosotros, que era un buen momento para ello, pero que solo podía intentarlo, me advirtió, que la decisión no era suya, que él solo podía iniciar un proceso. Buen tipo, el rector, sabe qué pasó, intentará algo, pero no es rector, precisamente, por aceptar demasiados riesgos, no va a ocurrir nada, todo va a ser agua de borrajas, verás.
I.
Corría por el bosque frente a casa como había hecho cientos de veces en catorce años, pero sólo esa vez me encontré de súbito con un zorro rojo que se había colocado encima de un tronco muerto y caído. Miraba hacia el sendero, y me miraba a mí. Me vio pasar mientras yo, sobrecogido, lo miraba a él. Ahora entiendo que me avisaba, y me decía que no me fuera o fue a despedirme o las dos cosas. Pero no lo entendí entonces.
Nadie sabe cómo se va tramando un destino, aunque pasan a veces cosas, miradas, palabras y uno se da cuenta oscuramente de que importan, de que han adquirido un peso que desmiente su presunta trivialidad, uno lo sabe sin querer admitirlo, sin ceder a ninguna mística profética, con un saber que es corporal, del orden de una patada en el estómago o un golpe suave en la nuca: nada de esto mata pero molesta y preocupa como si revelara que el mundo es en el fondo la conspiración mágica que uno nunca quiso que fuera. Nadie teje los hilos que lo atrapan, ni siquiera el cabrón de turno que tenemos al lado y que quiere dañar y destruir y se sabe tan impotente como uno mismo, y desde esa misma impotencia lanza sus dardos y segrega su baba intencionalmente malvada, apostando a una conjugación afortunada. Supongo que eso pasó en mi caso, y que todo es en última instancia cuestión de suerte, porque todo hubiera podido ser de otra manera, pero no lo fue. Todo, incluso la propia virtud, sea la que sea. Pero el bien es quizá solo el anverso del mal, y vivimos entre ambos, a merced de su juego, y es absurdo apostar a cualquier ética. Supuesto que no hay ley moral, y que todo es cuestión de ganar o perder, la pregunta se desplaza: ¿qué es lo que quiere uno ganar? El orgullo y la dignidad se cifran en la respuesta a esa pregunta, que para mí nunca fue una respuesta política. El rechazo de esa forma de política que consiste en someter o someterse a otros siempre me pareció el precio de la libertad, lo que quiera que en una vida humana pueda entenderse por libertad. Pero ese es mal modo de vivir profesionalmente en los lugares en que me ha tocado vivir.
No sé si la escritura me va a servir, pero en todo caso no tengo otro recurso de acción, o de reacción. Si se hace ahora posible, por primera vez en ocho años, o en diez o doce años si atiendo no a la consumación de los acontecimientos sino a su génesis directa, a pesar de otros intentos frustrantes, dolorosos, que nunca llegaron a puerto alguno, es todavía escritura en destitución subjetiva. Quiero salvar la traza de lo que los acontecimientos reventaron, y así quizá librarme de ellos ya para siempre. Eso le debo a mi hermana. Cuando buscan matar un estilo, romper una orientación, el daño es trivial a los ojos de muchos, los que se enteran de algo, los que algo han visto, pero es lo terrible para el que lo pasa: la pérdida –una pérdida que, además, nunca hubiera podido conceptualizarse de antemano– se hace condición de vida, y de muerte. Y lo que se pierde no puede nombrarse. Y le habrá pasado a tantos, y es necesario contarlo, para que otros sepan, aunque uno no quiera que sepan que le pasó a uno, mejor que le pase a otro, al prójimo, pero no.
Esa desorientación equivale a haber perdido lo que uno salió a buscar, a saber que ya no es accesible. Hay muchas formas de expatriación (hablo, claro, de dejar el propio país de uno y largarse por ahí a buscar la vida), y una de ellas, la más libre quizás, es expatriarse en busca de otra patria, una patria quizás solo simbólica.
Pero la expatriación sin retorno es la expatriación de segundo grado, cuando uno se encuentra en el camino a ninguna parte, o a cualquier parte, que implica haber renunciado también o sin más verse privado de esa patria otra. Ahí, cuando uno no puede ya amar su propio destino, cuando ya no se puede amar la vida tal como es, comienza la muerte. Morir es siempre ya renunciar al amor fati, quizás no sea otra cosa que eso. Otra forma de decirlo es suponer que uno trató de vivir su vida con cierta pasión y con una única intención: la de eludir el aburrimiento. Y se encuentra en el momento de máxima desorientación con que el intento de éxodo con respecto al aburrimiento ha acabado precipitando el aburrimiento más extremo.
No es verdad que cualquier tiempo pasado fue mejor, en la medida en que la maldad del tiempo pasado es la que lleva a la maldad del presente. Marzo de 2004, por ejemplo, es una fecha tan arbitraria como cualquier otra excepto que en ella la salud de mi padre había ya empezado un proceso de deterioro que terminaría con su muerte dos años más tarde. Teresa y yo llegamos a Galicia para visitarlo el 10 de marzo. Dormimos esa noche en el hotel Alfonso XIII, en Vigo, y al levantarnos en la mañana del 11 las noticias del atentado en la estación de Atocha estaban en la televisión y por la calle. Vi las primeras imágenes en el café al lado del hotel al que salí a desayunar algo mientras Teresa se despertaba. Por la tarde teníamos que estar en Santiago de Compostela, en el Hostal de los Reyes Católicos, para empezar la segunda reunión del proyecto Subjetividad y subjetivación, que yo organizaba como director del Centro de Estudios Europeos en Z, la institución de marras. Nos fuimos a Santiago. Habíamos reunido a un importante grupo de intelectuales internacionales, algunos prominentes y otros que prometían serlo. Quizás por la situación de mi padre y por el terrible episodio de la mañana mi sensación al empezar la reunión en el Hostal bordeaba lo ominoso. Es difícil precisarlo ahora porque permanece en mí solo como recuerdo difuso, pero pienso que decisivo en vista de todo lo que pasó después, y que todavía no entiendo y quizá nunca entienda. Por eso lo escribo, aunque con suficientes cicatrices en el alma para saber que no es el entendimiento lo que está en juego, sino más bien sobrevivir a su imposibilidad, y olvidarla.
Quizás mi humor había dado un paso atrás sin que yo me percatara. Desde el entusiasmo y compromiso iniciales, y a pesar del ambiente atroz que llevaba años gestándose en mi universidad, pero que yo todavía juzgaba contenible por mis amigos en ella, no me había empezado a dar cuenta de que algo se rompía o se había roto. Siempre había querido y buscado que las cosas pasaran bien, de la mejor manera posible –las cosas a mi cargo y las cosas en las que pensaba que mi colaboración era bienvenida–. Pero un cierto escepticismo empezaba a despertar, quizás solo lucidez. La lucidez es a veces dolor de escepticismo, y el escepticismo, ahora todavía no más que larvado, incipiente, era justo lo que yo no había podido permitirme durante muchos años, desde el principio de mi carrera profesional en Estados Unidos. Tenía que tomarme mi propio ámbito en serio, parecía cuestión de respeto, en cualquier caso ese deseo de seriedad fue lo que me hizo salir de mi tierra en su momento. El expatriado es siempre vulnerable, y queda preso en las cosas más inesperadas.
Mis colegas empezaron a cambiar de cara ante mis ojos. Era la primera vez que yo me arriesgaba a organizar una conferencia en Galicia, sobre Carl Schmitt, ni más ni menos, para quien Santiago fue una de sus ciudades en los años finales de su vida, y me había hecho mucha ilusión la perspectiva. Pero, ahora, los invitados no parecían comprometidos con lo que estábamos haciendo. Incluso parecían resentirse de la hermosura del lugar y hacían bromitas sarcásticas sobre la comida que les era ofrecida: el pulpo, los croques, la empanada de zamburiñas, las cuncas del vino blanco de las tabernas… Todo les parecía muy raro. La oscura animosidad, que no solo se extendía a sus relaciones recíprocas sino que se expresaba en algo así como rencor hacia su propia presencia allí, era patente, o se hacía patente a una mirada mía, quizá desde siempre mía pero cuya necesidad yo solo empezaba a descubrir para mi consternación y alarma. La amistad preexistente entre algunos apenas podía desplegarse a contracorriente, de forma residual o involuntaria, como una especie de improbable magdalena proustiana. La relación de los invitados internacionales con los pocos invitados españoles era condescendiente, incluso despectiva, como si les incordiaran en su estar mismo. Eso lo comentamos entre algunos de nosotros, y culminó para mí en una sensación abierta de desasosiego o de disgusto la noche de la concentración en la Plaza del Obradoiro, donde se congregaron muchos miles de personas asustadas por las muertes de Madrid. Mis colegas se habían dispersado entre la multitud, curiosos a regañadientes, entre perplejos y furiosos porque un acontecimiento los desconcertaba, quizá también temerosos ante algo que no entendían ni les importaba demasiado entender. Parodiaban el entendimiento mismo, suponían saber lo que nadie sabía. Y yo perdí entonces la confianza en el grupo, en el proyecto, que fue también perder la confianza en lo que estaba haciendo, en lo que creía haber estado trabajando mucho para lograr conseguir. Fue como si alguien se rompiera en mí, como si yo mismo me rompiera, pero lo que se rompió fue el sentido, o mi sentido. No pretendo decir que yo tuviera razón al reaccionar como reaccioné, sino solo contar lo que pasó. Quizá ese momento marca el inicio de un fin, o quizá no, no es fácil saberlo. Quizá ese fue el momento de mi culpa verdadera.
Los muertos de Atocha murieron como no-sujetos. Mi padre había empezado a morir (y en su última conversación lúcida conmigo, unos meses después, me diría que me fuera de donde estaba). Mis colegas se me aparecían, sin duda en un exceso de falta de generosidad por mi parte (pero estaba cansado de la generosidad, de mi generosidad, porque la generosidad se me había convertido en una maldición, me estaba reventando en las narices), espectralmente, como sus mismos sepultureros. Y así también como sepultureros de mi propia vida, de mi tiempo. Antes que intelectuales, no todos pero sí algunos de los académicos en el campo en el que me muevo, son sepultureros de la intelectualidad. Ejercen su función crítica disparando contra todo pato que se aparte del vuelo de la bandada. Controlan la vida académica en función de su número, con amplia ayuda de la administración –una especie de ayuda estructural, sistémica, que es la que les permite llevar siempre las de ganar–. Por eso la vida universitaria real es respirable solo ocasionalmente, cuando uno consigue, de milagro, sustraerse a la acción de los sepultureros o ser ignorado por ellos. La estrategia de la vida institucional está orientada, al fin y al cabo, y quizás cada vez más, a negar el estímulo intelectual, a disciplinar al personal en un marco de rendimiento mezquino que tiene que ver con solicitar permisos, lograr prebendas, pedir premios, recibir vasallaje, respetar egoísmos y megalomanías, cursar documentos, elaborar informes lo más vacua y banalmente posible. Y siempre el miedo haciéndose valer, la amenaza permanente como estilo de vida. Yo había llegado contra todo ello –eran ya muchos años– adonde quería, ciertamente, sin hacer concesiones excesivas, y de pronto lo encontraba todo falto de consistencia. Quise algo más, quería algo más, y eso había causado desatención a lo que había. Esa desatención volvía ahora siniestramente, como un mazazo. Quizá me di cuenta en Santiago solo porque era ya demasiado tarde. ¿Cómo había podido ser tan ciego? ¿Tan cándido?
II.
Nunca fui cobarde, aunque eso no signifique del todo que nunca haya actuado con miedo o bajo el miedo. En cualquier caso el miedo no fue pasión dominante en ninguno de los momentos que siguieron. Lo es ahora, años después, y me sorprendo pensándolo con cierto temblor momentáneo. O estoy equivocado. Temo, a pesar de todo, aunque también me trae sin cuidado, lo que pueda pasar después de que estas páginas sean publicadas. Fueron para mí tiempos en los que había algo más en juego que defender una posición ya ganada, justo porque llegué a descontar la posición misma, a darla por supuesta, can grande. Pero tampoco hubo valentía, ni arrogancia, en ello. Era otra cosa: una mezcla de vergüenza ante mí mismo y de enfado dolorido por la conducta de otros. Mi vida se había convertido, a pesar de mí mismo, a pesar de mi esfuerzo sostenido, en un malentendido: como si tratar de evitarlo hubiera sido el peor malentendido. Querer no solo disolverlo sino, entonces ya, entender el malentendido mismo, o su por qué (decía Nietzsche que el pensamiento no es otra cosa que un malentendimiento del cuerpo, en uno de los prefacios a La gaya ciencia, y mi cuerpo era entonces un malentendido al cuadrado) vino a ser el móvil de mis acciones posteriores. O empezó por serlo.
Uno nunca sabe cómo lo ven otros, y es posible que yo me hubiera vuelto un pelmazo insoportable. Quizás mi conducta era odiosa o podía genuinamente ser percibida como tal. No me interesa defenderme. Más allá de cualquier intencionalidad, mi vida es mi vida y no tengo otra. Pero creo que no, que no era odiosa, fuera de lo que es inevitable como reacción en todo conflicto, cuando la hostilidad de otros se hace patente y uno no está dispuesto sin más a someterse y sonreír. Si dije algo descortés o inapropiado alguna vez, y habrá habido veces en la percepción de otros, fue en reacción estricta a lo que ellos hacían. Ellos hacían contra mí, y yo decía o trataba de decir –pero nadie escuchaba– y buscaba defenderme. Lo llamaron arrogancia u orgullo y lo usaron en mi contra. “Eso es muy español”, decían, en un contexto en el que lo español resulta intolerable cuando se tematiza. “Fuiste demasiado orgulloso”, profirió alguno de ellos tiempo después. Mientras, lejos de vivir en el orgullo, yo esperaba alguna palabra de acuerdo, alguna reacción verdadera –esperaba angustiado, durante días, semanas, meses, oír de cualquiera o por lo menos de aquellos que me debían algo, muchos por los que había hecho lo que pude, como siempre, a los que les había dado mi amistad, que habían estado en mi casa, charlado con mis hijos y saludado a mis perros–. Pero el círculo vicioso estaba tramado, y era irrompible, y su giro era imparable. Yo no les había hecho daño ni se lo estaba haciendo, pero ellos a mí sí. Esa disimetría, que yo lamento, y que me hace sentirme como un imbécil cuando la recuerdo, no permite, por ejemplo, no realmente, que la culpa haya sido mía, ni en todo, ni en parte. Cuántas veces pensé lo tranquilizador que podría resultar ser culpable. Alguno comentó algún tiempo después: “Tienes que examinar tu propia culpa”; “aquí nadie ya te echa de menos”. Todo falso e irrefutable. Fue mortificación intencionada, dar muerte, consignar a la muerte. ¿Por qué? Es posible que todo sea muy sencillo al fin, que no haya nada especial que perseguir en todo ello.
Copio aquí fragmentos de una carta al otro decano, al que llegó después, cuando yo ya no estaba pero en mi cabeza no podía no estar, y así por lo tanto trastornado, ahora lo veo, pero entonces no lo veía:
Todavía no en el avión, sino en casa, me voy en dos horas. Voy a escribirte una carta larga, y estas dos horas no me bastan, serán solo un comienzo. Tengo algo que contarte, pero no creo que sea el relato lo que cuente. No merece la pena contarlo, o ninguna otra cosa la merece. Yo conozco ese relato posible, casi todo, pero lo que sé no alcanza sentido. Hay otra cosa, alguna cosa. Llevo tres años hechizado por ella, tratando de comprender, pero no he podido. Tengo el relato, o un relato, pero no me sirve para nada. Sería absurdo poner esperanza en esta carta, en el proceso de escribirla, y más en tu respuesta (eso ya lo intenté y me dijiste “diferencia cultural”, y a mí me sonó a hueco). Ha habido ya demasiados cuentos y contracuentos, versiones de historias que, al fin, no llegarán a constituir los hechos, porque lo grave es lo que el relato no roza. Pasa el tiempo y pasa mi vida y sigo atrapado en sucesos que me rompieron el corazón, destrozaron mi alma, me quitaron la posibilidad de pensar en mi pasado con placer, me hicieron otro, un extraño, y no puedo salir de la trampa. Miro a la gente por la calle, o te miro a ti, y me siento como en una pecera, tras un escaparate, prisionero de obsesiones que persisten. ¿Llaman trauma a esto? No murió nadie. Me avergüenza sentirme así y me gustaría dejarlo atrás. Hay muchos que están peor, tantos otros que tienen desastres reales en sus vidas, cosas tangibles, irreversibles, determinantes. Para mí solo hay algunas imágenes punzantes y residuos patéticos de sentimiento, disgusto, pena, asco, bochorno ajeno y todo eso. Lo que escapa es lo que duele. Te pasaste por casa y me dijiste que vas a sustituir al fulano cuya ineptitud le hizo corresponsable de lo que sucedió. Y ahora te vas a sentar en su silla y si hubieras estado en ella hace tres años no te estaría escribiendo esta carta. Te dije hace algún tiempo que quería escribir una novela, pero me di cuenta de que sería una novela mala, demasiados personajes infaustos, mucha caca de pájaro. Es angustioso estar encadenado a un relato, como si la historia contase, cuyos personajes están por debajo de lo describible, ilegibles o demasiado tediosamente legibles. Yo mismo puedo ser, para otros, uno de ellos. Te mandaré unas páginas que sí llegué a escribir.
(—Eres un tonto si crees en la traición. Para aceptar la posibilidad de ser traicionado tienes que haber creído antes que existe un mundo sin traición. ¿Dónde lo viste? ¿O cuándo? Lo que pasa pasa y no hay más que olvidarlo.
—Si, vivimos en estado de guerra larvada, nadie está por encima de tirar al otro a los lobos si hay alguna ventaja en ello.
—¿Ventaja? Eso presupone una razón.
—Vale, tengo cierto sentimiento por los lobos, admiro a los capaces de darle a los lobos, a los que no matan a los lobos. A veces me divierte y me sorprende. Pero ¿cuando alguien traiciona sin beneficio alguno para sí mismo, traición por amor a la traición misma, el lujo de un acto libre, exceso de gasto? Le pegas a alguien una puñalada en la espalda, luego vendes el cadáver, o venderlo es la puñalada, negocias a su costa y sobre tu acto, y cuanto más amigo tuyo haya sido ¿más disfrutas?
—Se consumó una muerte, es todo, una clase de muerte, y no puedes deshacerla).
Pero sí que fui un mamón. Ahora lo veo, alguien como yo, en las condiciones que me rodeaban, era un pardillo listo para ser cazado antes o después. No porque no tuviera poder o se percibiera que mi poder era demasiado tenue como para ofrecer resistencia, sino porque el pequeño poder que tenía era el cebo. Y así tuvieron que destruirme, y quisieron hacerlo, por nada o por casi nada: porque molestaba a algunos, y esos algunos tenían más amigos que yo, que creía, iluso, tener más. Y en esa no razón, en esa razón de nada se esconde quizá el secreto que me tragó desde su misma insustancialidad. Y ahora queda una obsesión que no puede dejarse ir, pues sin ella todo pierde consistencia, el tejido de lo real se desgarra para siempre, y no habría ya retorno.
Pero ¿para qué seguir copiando una carta nunca enviada? Las cosas ya no son así, el tiempo ha servido para tomar distancia, pero lo fueron, y esa angustia fue mi vida. Antes de ella, de su invasión, durante años no pude percibir tensiones serias con nadie, o ninguna que me preocupara. Participé en lo que había que participar, critiqué a algunos, apoyé a otros, me expuse a veces como tiene uno que exponerse, sin remedio, y todo parecía suficientemente limpio o claro. Actué como mediador en disputas. Acumulé cargos, conseguí fondos para una revista, dirigí programas, servía en dos departamentos y en dos centros de estudios de área. Todo el mundo me pedía que me hiciera cargo de nuevas tareas, y yo aceptaba, pues creía que me lo pedían por respeto y amistad. Dirigía la mayoría de las tesis doctorales en el departamento, también dos o tres o cuatro grupos de trabajo cada año, y organizaba una parte considerable de la vida intelectual del lugar en mis ámbitos, las conferencias, los talleres, los profesores visitantes a los que invité a nuestra casa una y otra vez, siempre, todos los fines de semana disponibles. Y nadie más lo hacía. Cientos de cartas de recomendación, y todos mis estudiantes encontraban trabajo al terminar. No era el mejor, escribía menos que otros (excepto cartas), me tenían demasiado ocupado, pero no tenía nada que esconder. No creo haber desestimado la fuerza negativa de los celos, la envidia, el resentimiento de los que apenas hacían nada. Más bien sentía desprecio por todo eso y rehusaba aceptarlo como importante. Mi vida era entonces demasiado feliz. Quizá sea eso.
Asociarse conmigo se hizo tóxico en aquel lugar en los últimos años: el poder de los matones se generalizó, se hizo hegemónico, buscaban el daño, digan lo que digan, y eso implicaba cercar mi soledad. No pude evitarlo, fracasé en mi empresa. Intenté durar, pero habían creado una estructura férrea, siempre a mis espaldas, y reaccionar a ella era solo hacerla más firme. Esto es lo más difícil de explicar, cuando las palabras que uno dice ya no son palabras para el otro, sino solo trampas y peligros, cuando uno habla sin que nadie escuche y cuando cada palabra, sea cual sea, no es más que otro clavo en el propio ataúd, pues hace crecer por la sola virtud de producirse la creencia de que uno es un bicho agresivo o paranoico. Llamaba a gente o mandaba emails, trataba de explicar lo que estaba pasando a quien no quería explicación alguna, ¡qué pesado!, hice todo lo posible para defenderme de lo más absurdo, pero no había defensa. Supe solo lo que llegaba a mí. Un colega se presentó en mi casa una noche para saber, “de verdad”, me dijo, quería hablarlo, me dijo, quería negociarlo, me dijo, si era cierto que mis planes implicaban apoderarme de la revista que él dirigía –una revista que yo nunca había casi ni mirado, que no me interesaba, que nunca había entrado en radar alguno mío–. Una señora, de quien conservo una nota exonerando absolutamente a cierto individuo de acusaciones a las que yo mismo di curso ex officio para tener que acabar lidiando con una amenaza de muerte, me acusaba de haber instigado posteriormente a ese individuo contra ciertos profesores asistentes, por malevolencia y perversidad. Un estudiante vino alterado a mi despacho para contarme que habían iniciado una investigación “informal, dicen”, me dijo, “secreta, dicen”, me dijo, para saber si yo me había acostado con alguna estudiante, cosa que nunca hice, ni una sola vez, ni de lejos, cómo se atreven, eso no puede quedar impune, pero la investigación misma (y ¿qué investigación, si fueron solo algunas ridículas preguntas secretas entre los becarios?), sabían, era el ataque, y quedaría impune. El rector me preguntó si era verdad que yo tenía algo que ver con el hecho de que varios profesores estaban aceptando ofertas de otras universidades, aunque yo solo supiera de su existencia de vista o de oídas o no tuviera que ver con ellos. Otra profesora afirmó que yo era directamente responsable de que algunos seminarios enseñados por mujeres no tuvieran el mismo éxito que ciertos otros seminarios enseñados por hombres. Yo ni sabía que ese era el caso, pero no importaba, porque lo único que importaba ya era la proliferación atroz o imparable de los rumores que me convertían en una especie de malvado genio del mal (patoso e ineficaz, dado que en todo caso ellos paraban siempre mis presuntos golpes).
Di una conferencia por entonces diciendo que deberíamos tratar de tocar el ergon, el trabajo o la acción, en lugar de limitarnos a las palabras. Me obsesioné con lo real, queriendo quizá romper la sombra, y pensé que el pensamiento en la universidad debería tambien afectar a la universidad, a la conducta universitaria, y dijeron que me tenían reducido a la autodefensa patética, que ya solo podía hablar de mí mismo. Querían reducirme a la desesperación y forzar mi marcha. Otra colega dijo en una reunión de profesores que yo era un corruptor de la inteligencia de los jóvenes, que había que hacer algo para que los estudiantes no se fueran perniciosamente a trabajar conmigo. No lo podía creer –nunca había tenido experiencias así–. Soy un tipo grande, articulado, de poca lágrima, al que siempre le había ido todo bien, nunca había tenido que pelear por comer, ni por trompos ni por canicas, lo daba por supuesto, y esto que estaba pasando era grave, insólito, desconocido. Oía todas estas cosas bajo la forma de pésame o implicación velada, bajo la forma de avisos para que cambiara de conducta, sin imaginar de qué conducta me hablaban, perplejo. Todos se hablaban, pero no conmigo. Alguna profesora joven dio una conferencia en el salón al lado de mi despacho contra mi trabajo de investigación, y fue aplaudida. Mis presuntos amigos y otros que conocía o me conocían sin conocerme se habían hecho parte de la estructura de persecución. El aire era un pantano, y la traición final de tantos estudiantes (no de todos, y ellos saben quiénes son, y tambien lo sé yo) fue la última gota –no la más amarga, pero suficientemente amarga–. Supe que tenía que irme cuando mi fascinación o mi práctica de lo real, lo que yo entendía como tal, ahora lo veo, engañado o absorto, por reacción a estar literalmente contra las cuerdas, acabó produciendo en mí cierta negatividad radical, una alienación difícil de soportar con respecto de todos los que me conocían. Como no podía hacerme oír, tampoco podía ya tocar cosa alguna: fantasma o ectoplasma, pero ya no cuerpo real, parecía.
Pedí una cita con los decanos, el titular y un asistente de humanidades cuya función de lacayo era notoria, y fui invitado a un almuerzo, pero en el almuerzo había una invitada no buscada por mí. El decano titular me dijo pomposamente que me daría otra oportunidad (¿otra?) de probar “mi capacidad de liderazgo político”, tal cual: nombraría un comité de contratación de siete personas (no tres, como era lo habitual, por lo tanto lo único aceptable), y me pondría a mí a cargo, y si al final del proceso el voto general iba bien y yo había conseguido que se nombrara satisfactoriamente a dos personas, y él recibía un informe positivo de la jefa del departamento sobre mi buena conducta, confirmando que no había habido conflictos ni tensiones, que yo no habría tratado de imponer mis candidatos, por lo tanto que yo habría elegido los candidatos que otros querrían, entonces me considerarían de vuelta en el redil y me darían un fuerte aumento de sueldo. Cuando le dije que su propuesta, sobre algo que yo no había pedido ni estaba en mi horizonte pedir, es decir, ser jefe de ese comité, que yo solo quería que me dejaran en paz, que no me hicieran la vida imposible, comprometía mi libertad académica, que cómo se le ocurría, que por qué, que yo no estaba ni podía estar en venta, la invitada de piedra interrumpió, se metió por el medio, y me dijo, con un guiño abyecto de complicidad que debió parecerle simpático, con un amable toquecito en el codo, que nadie tenía que saber nuestro trato. Le dije que se sabría, porque yo mismo lo contaría, y ahora lo hago. Pero fue entonces cuando sentí de súbito miedo y extrañeza. Me habían cambiado la universidad y sus normas, o yo habría despertado a lo que nunca pensé que fuera el caso. Esa tarde le dije a Teresa que nos tendríamos que ir, que habían cerrado el último eslabón de la cadena, que quién sabe qué más intentarían. Que todo era ya peligroso.
Empecé a pensar en Swann, el personaje de Proust, y cómo su dinero, su tierra, su elegancia y sus amistades aristocráticas le hacían incapaz de apreciar la corrupción esencial de Odette, que me parecía la de todos los que me rodeaban en aquel ambiente ya insólito, exacerbadamente verdurinista, para mí ya solo demente y sucio, y tambien todavía el mío. Pero yo no tenía ningún mundo fuera del suyo, aparte de mi familia –ni dinero, ni tierra, ni apenas más amistades presentes que las que había creído tramar en su medio–. En cuanto expatriado le había dado casi todo a la universidad, a mi universidad. Aquel era mi sitio, lo había sido durante casi quince años, y no tenía otro, y mi familia tampoco. Cuando eso cayó, no pude alegorizar: hablaba pero era mudo, o era mudo pero hablaba. Me habían hecho esclavo, o lo habían buscado, y mi libertad solo podía ser imposiblemente recuperada yéndome. Lo sabía, pero no podía tocarlo, no podía entenderlo. A la que después se fue a otra institución y me acusó, me dijeron, de corromper intelectualmente a los jóvenes, sin saber de qué hablaba, yo nunca había cruzado con ella más que frases de saludo y cortesía rutinarias, en una reunión de facultad a la que yo no asistí, un día me la encontré en el supermercado, cuando ya era demasiado tarde, cuando ya nos íbamos, y me dijo que lamentaba haberse equivocado, que había oído algo que alguien, un amigo común, había dicho que le hizo pensar que a lo mejor se había equivocado, que la perdonara si era así por su papel en “la campaña”, me dijo, reconociendo que la había, suponiendo que yo sabía (y yo no sabía nada, solo podía suponer renuentemente, abriéndome a lo obvio mientras trataba de reprimir mi propia paranoia) que las cosas se habían salido y se habían estado saliendo de quicio hasta ese punto.
Fue años más tarde, en Buffalo, cuando otro colega me contó otra lamentable escena, sin revelar sin embargo cómo había llegado a sus oídos (todos hablaban, pero no conmigo). Dos camaradas en los que yo habría creído poder confiar, después de tantos años, fueron convocados por el decano unos días después de que yo hubiera mandado una nota diciendo que nos íbamos Teresa y yo, que la decisión estaba tomada, aunque esa carta fue desde mi perspectiva simplemente un intento de evitar mayores humillaciones, pues el decano ya me había dicho que no estaba dispuesto a hacer una oferta de retención (esta es la forma en la que uno tiende a irse de las universidades norteamericanas cuando tiene titularidad y permanencia: hay una oferta de algún otro sitio, y los decanos hacen o no hacen contraoferta de retención. Si no la hacen, el mensaje se vuelve claro). Mis supuestos amigos expresaron su opinión de que deberíamos ser retenidos, que todo era injusto, y el decano dijo algo así como: “Miren ustedes, esos dos se van porque quieren irse, así que ustedes se hacen parte de la solución o se hacen parte del problema y otros traen la solución, elijan”. Y mis queridos camaradas pronto envainaron y se dispusieron a hacer lo que el decano les pidiera allí mismo y para siempre. Y aceptaron formar parte de una comisión secreta, Moreiras, dijo el decano, que todavía estará aquí muchos meses, no puede enterarse de ninguna manera, sobre todo eso, y ellos juraron acatar, para contratar a mi reemplazo. Luego les salió mal, pero solo cuando la hipocresía mantenida, la falsedad pactada contra una amistad de quince años, la mentira había quedado consumada, para su vergüenza, supongo, y cabal deshonra. Pero ¿quién piensa en esas cosas? Ellos solo obedecieron. Y yo estaba ya del otro lado del cristal, vida desnuda, un alguien que no es más que un rostro y un nombre, al que ya es indiferente mentirle o decirle la verdad, porque ya no importa. Es extraño pensar todo esto tantos años después, cuando ellos mismos han dejado de importarme a mí, pero así fue, y debo contarlo.
En la universidad no podía acudir a nadie (excepto a Teresa, tantas conversaciones, tantos análisis). Empezó entonces un sueño recurrente en el que mis amigos se acercaban a mí con máscaras, y esas máscaras eran sus caras. Ese deterioro había sido buscado, por supuesto, era intencionado. Los embustes, el daño, la conspiración –todo trivial, todo no más que lo de siempre en nuestro mundo–, pero esta vez me había tocado a mí padecerlo. Miro las fotos que conservo de los años previos a todo ello –conseguir mirarlas fue un logro, pues no pude hacerlo durante mucho tiempo– y no puedo perdonarles por las sonrisas que pulverizaron. ¿Y luego? Luego la pregunta infinita: esa pizca no trivial en lo trivial, ese daño buscado, esa maldad destructiva, esa insustancialidad cuya sombra amenazó tragarme, los primeros años sin dejarme dormir, colegas indiferentes o malvados, amigos que no son amigos, administradores prepotentes o incompetentes, esa gente a la que uno no debería darle nunca ni la hora, pero que son los que viven y medran y triunfan sin que uno sepa por qué, con qué derecho excepto el de su trampa y su mediocridad, ¿cómo es posible que tengan poder de vida y muerte sobre la vida de otros, cómo se les tolera que puedan romper el tejido de lo real para otros, cómo les damos el derecho de destruir la fe en las cosas, la consistencia misma de lo que es? Al pobre Antonio Calvo –esta es una historia que ocurrió el mismo año académico en que yo volví de Escocia, 2010-2011, y un recordatorio infame de lo que yo había vivido, mutatis mutandis– le fue mal. A él también le hicieron todo eso, y eligió degollarse.
Nosotros nos fuimos, y al final quedó solo hacerse lobo y serlo. Volví unos años después de Escocia, a un trabajo en el que me era difícil creer, falto de condiciones institucionales para hacer lo que me pedían que hiciera, y ya me había hecho mayor, mi pelo tenía manchas blancas, había ganado peso, la tensión alta, dispepsia, y tenía las pesadillas que nunca anteriormente tuve. Sabía que era necesario no olvidar cómo tirar adelante y había solo una manera, no mirar atrás, olvidar el daño, y dejar también la obsesión. El riesgo era el autoaislamiento, la renuncia. Sabía que no podría pedir nada, y también que había que callar, no decir, renunciar al relato, excepto que se había perdido tiempo, y eso era pena y desastre. Nos fuimos porque quisimos, volvimos porque quisimos, nadie nos echó de ninguna parte, solo se negaron a subirme el sueldo, pero eso no era todo, y lo que excede era algo otro que nada en su inanidad misma. Y no puede olvidarse, o ello mismo no olvida. Ello no olvida, no es uno el que recuerda. Pero las cosas son ya de otra manera, y ahora es posible contarlo.
* * *
March 3, 2014
Dear Alberto,
I write to follow up on our discussions, copying C who I know you have also been talking to and who has also been working on your behalf. He has been strategizing carefully about the possibility of your returning while I have been surveying the broader climate and needs and the budgetary possibilities.
I am sorry to say that the outcome is not favorable, something which is unwelcome but I think fully realistic. There are a number of faculty who would be willing, even happy, for you to return, and some others who would certainly not be opposed. But even for the more enthusiastic, their support is bound to be tempered by an understanding of the divisiveness which might be triggered, coupled, and likely reinforced by the strain over the commitment of resources that would be entailed. The tightness of the budget in Arts&Sciences, caused in no insignificant part by the overexpansion of the Arst&Sciences faculty which now must be corrected, if slowly and by attrition, makes each department evaluate any appointment with the greatest scrutiny and with the keenest awareness of trade-offs and possible internal consequences. I hope you can understand that this is not the best climate for seeking strong and widespread support for two appointments of senior scholars who might, no one can know for sure, elicit an internal battle. Hence, some hesitation is bound to arise even among those who would otherwise be your strong supporters. In this situation, both C and I think it would be best not to pursue your appointments, much as we both are supportive, since effective faculty champions, who must be the protagonists, might appear, but are unlikely to prevail.
I am sorry to have to write this, but I believe what will be a great disappointment now would be a greater and possibly more personally punishing one later.
With all friendship,
X
Alberto Moreiras es catedrático del departamento de Estudios Hispánicos en la Universidad de Texas A&M, en Estados Unidos. En FronteraD ha publicado ¿Puedo madrugarme a un narco? Posiciones críticas en la Asociación de Estudios Latinoamericanos y El poker de Antonio Calvo