Occidente no teme al extranjero, sino al pobre. Sarkozy no
es propiamente un xenófobo: expulsa gitanos rumanos y húngaros de Francia no
por gitanos, sino por trashumantes y míseros. Occidente teme la inmigración in
forma pauperis, incontenible, incontable e indomeñable. Más del cinco por
ciento de los ciudadanos suecos con derecho a voto prefieren al partido
Demócratas de Suecia, partidario de expulsar de modo inmisericorde a los
extranjeros ilegales, obviamente pobres. Europa no es xenófoba, ni islamófoba,
ni racista: el jeque poderoso se aloja en el Ritz de la Place Vendôme y sus
mujeres, ataviadas con niqabs de vaporosa seda, vacían las joyerías
colindantes. En la Costa del Sol malagueña hay mezquitas enormes, de mármol
blanco, y se espera cada verano el desembarco de los sauditas riquísimos. Obama
es negro y la frontera con México se ha convertido en un siniestro remedo del
Muro de Berlín.
El
inmigrante pobre ha hecho despertar a Occidente de un sueño inconfensable: el
del Clasismo Global o geo-político. Consiste este sueño en un reparto de bienes
y males sociales y económicos. En Occidente se habría extinguido el proletario
que describiera Marx en el Manifiesto, pero pervive en el Tercer Mundo,
que habría que llamar, más bien, el Otro Mundo. El proletario vive, produce y
muere lejos para que otro, que vive muy lejos de su inmunda fábrica, compre los
productos que produce. En este trasvase de bienes se produce una enorme
plusvalía, genuinamente occidental. Gracias a ella se paga el west way of life:
sociedades ordenadas, confortables, protectoras, ubérrimas. El trabajador
occidental es un esteta laboral: quiere vacaciones pagadas, sábados y domingos
libres, seguridad social, pensiones de jubilación, bajas incentivadas y
subsidios a la natalidad. Aunque no lo confiesa, le encanta que el mundo se
haya globalizado de este modo: gracias a este reparto de papeles globales,
puede elevar su nivel de vida comprando baratos los innumerables gadgets
imprescindibles para la vida moderna o renovando su vestuario cada temporada,
en plan fashion. Sobre este cálculo egoísta se superpone la retórica de
la integración, la igualdad, la democracia y otros juguetes verbales del
discurso político.
La masiva
inmigración de los pobres lo ha trastocado todo. Famélica legión, reclama en
Occidente lo que Occidente promete: trabajo o sanidad, libertad de circulación
o ayudas sociales. Pero estas promesas eran ad intra, no ad extra:
derechos de clase social global, no derechos universales. Los derechos humanos
son derechos occidentales, para occidentales y, en todo caso, para unos cuantos
invitados del Otro Mundo, no muchos y preferiblemente con estudios superiores
en origen. Occidente es clasista, no racista o xenófoba. No se quiere renunciar
a la buena vida en pro de una causa plebeya, lumpemproletaria.
Al pobre se
le dice que debe integrarse, pero ¿en qué? Haga lo que haga es sospechoso: si
procura occidentalizarse pero no deja de ser pobre, es sospechoso; si prefiere
mantener sus costumbres pero sigue siendo pobre, es sospechoso; si trabaja y,
de pronto, queda en el paro y reclama su subsidio, es sospechoso; si, por falta
de recursos, sobreocupa el piso donde vive y cuyo alquiler paga a un nacional,
es sospechoso. Su única alternativa, obviamente, es hacer dinero, o comportarse
como si no fuera pobre: no son sospechosos los chinos de los bazares, ni los
eslavos rubicundos que no parecen pobres.
Occidente teme a la pobreza porque no la entiende. El
inmigrante pobre se contenta con muy poco, mucho si lo compara con las
condiciones de vida que dejó atrás. Su anfitrión, sin embargo, no le permite
siquiera este pequeño lujo, el ser pobre siendo relativamente rico. El sueño
occidental para los pobres no es ser occidental, sino ser menos pobres siendo
pobres, y ser libres además, aunque pobres.