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Miedo y utopía en Atenas

Dieciséis de junio. Jornada de irreflexión

 

“Si lo que buscas es sentir el ambiente de cerca y una buena dosis de acción tienes que ir a los barrios de Omonia y Exarchia. Eso sí, ten cuidado porque los fotógrafos y periodistas que van a grabar raramente son bien recibidos”. Este es el primer y único consejo que me da Miroslav cuando le explico el motivo de mi viaje de Sofía a Atenas. Miro, como le gusta que le llamen, es un búlgaro de 27 años que he conocido cuando el autobús se detuvo en Tesalónica para dejar unos cuantos viajeros. 

 

Una hora más tarde, mientras pasamos al lado del imponente monte Olimpo, Miro comparte conmigo de manera afable alguno de los mejores recuerdos que fue atesorando durante los trece años que vivió en Grecia, principalmente en la región de Tesalia. Le escucho atentamente al mismo tiempo que me pregunto acerca de las intenciones de su visita precisamente este fin de semana. Imagino que, al igual que yo, se ha visto embriago por el incesante bombardeo mediático en torno a los comicios de mañana y, en consecuencia, fácilmente seducido por la idea de estar a un paso de la Historia.

 

—¡Qué va! Yo me bajo en diez minutos. Me quedo una noche en Larissa y de ahí me voy a la playa. He venido una semana de vacaciones, a relajarme y ver amigos. Las elecciones me interesan poco, la verdad, me comenta Miro sonriente en tanto que me ofrece la comida que le ha sobrado.

—¿No tienes la sensación de que se trata de un momento importante? ¿No crees que las consecuencias en caso de no formarse gobierno pueden ser catastróficas?, le pregunto con cierto tono de incredulidad. 

—Eso es lo que le han hecho creer a todo el mundo; a una buena parte de los griegos y sobre todo a los que lo veis desde fuera. Personalmente tengo la sensación de que, pase lo que pase, la situación no va a cambiar a mejor y les esperan años muy duros.

 

Cuatro horas más tarde, alrededor de las 20.30, el autobús entra en Atenas y me deja en Karaiskaki, una pequeña glorieta situada a escasos 500 metros de la céntrica plaza de Omonia, lugar donde finalmente decido alojarme. No se ve mucho movimiento por las calles. Cada tanto me cruzo con pequeños grupos de jóvenes, casi todos inmigrantes. Sin embargo,  aunque el ambiente es tranquilo y poco ruidoso, conforme uno se acerca a Omonia el panorama que se divisa comienza a ser desolador y se respira una inquietante calma tensa. 

 

A mitad de la empinada calle Agiou Konstantinou, la que une directamente ambas plazas, se abre a la derecha una pequeña plazoleta rodeada de una gran iglesia en obras, varios edificios y un hotel, el Delphi. Comercios cerrados, discusiones a viva voz, gente drogándose y un hombre mayor vomitando completan un panorama bastante chabacano. Me dirijo a la puerta del hotel buscando a alguien que me ayude a  situarme. Allí me encuentro a Giorgios, el cocinero del Delphi, fumando un cigarro mientras se entretiene con su teléfono móvil. Me acerco a él para pedirle fuego y consultarle, para hacerme una idea, el precio de una habitación simple. Tiene un buen nivel de inglés.

 

—Hace no mucho tiempo alrededor de esta plaza había ocho hoteles. A día de hoy funcionamos solo tres y los precios han bajado más de la mitad, me comenta Giorgios mientras le da una última calada al cigarro.

—Pues sí que está mal la cosa…

—Y tú ¿de dónde eres? ¿Qué has venido a hacer a aquí?

—Soy español. He venido a tirar fotografías y conocer…

—¿De España? ¡Amigo! La situación en tu país está también jodida. Vosotros sois los siguientes, me dice con una sonrisa nerviosa e irónica.

—¿Por qué lo dices?

—Los griegos somos ratas de laboratorio. Estas elecciones son un experimento. Si consiguen que se forme un gobierno que haga lo que le ordene Alemania y sus amigos, otros países caerán detrás de nosotros y España está entre los primeros de la lista.

—¿Qué piensas que pasará mañana después de los resultados?

 

Como si de un espasmo se tratara gira el cuello rápidamente y me clava la mirada. 

 

—¡Caos! ¡Anarquía! Estamos al borde de un gran abismo. El problema es que la gente constantemente espera que alguien le arregle su situación, un líder que le diga qué hacer.

 

A medida que transcurre la conversación el tono de Giorgios se altera y su lenguaje corporal se agita. Habla con autoridad al tiempo que da un toque trágico y extremo a todo lo que dice. 

 

—Mira a tu alrededor. Yonquis, travestis, putas, inmigrantes sin papeles ni trabajo que se dedican a traficar con lo que sea. Este es uno de los graves problemas que tenemos aquí, un pequeño pero buen ejemplo de la decadencia actual de este país. Hace tan solo cinco años, cuando pensábamos que éramos ricos,  esta plaza tenía bastante vida y era un punto de encuentro de turistas en torno al Teatro Nacional. Fíjate ahora ahí enfrente, al otro lado de la calle. Un edificio tan grandioso y lo tienen cerrado y sin iluminar un sábado por la noche. La iglesia lo mismo; llevan 4 años intentando terminarla de reformarla y así sigue aún…

 

—¿A quién vas a votar?

 

Me mira inquieto y con un punto de escepticismo. Aún así, en ningún momento pierde las formas y, a su manera, me responde a lo que le pregunto. 

 

—No sé si votaré y si lo hago no es tu problema saber a quién voy a votar. Lo único que sí te digo es que a mí me da igual si usamos euro o dracma. Yo lo que quiero es tener un trabajo, un salario digno y un seguro, cosa que no tengo ahora. Si por mí fuera, a partir de mañana que haya un gobierno militar que mantenga a la gente a raya, que imponga un orden de verdad, empezando por los que están ahora en esta plaza.

 

En ese momento alguien avisa a Giorgios desde dentro del hotel.

 

—Bueno, tengo que ir para adentro, me dice con algo de prisa.

—Sí, claro. Yo también tengo que irme; quiero encontrar algún sitio donde quedarme antes de que se haga completamente de noche.

—Mucha suerte y si lo que buscas es algo barato, pásate por el primero de los dos hoteles que hay antes de llegar. Pregunta por Yanni y dile que vas de parte del cocinero del Delphi. Te hará un buen precio y te tratará bien.

 

Tal y como me dice, voy directo al hotel Diros. Allí me recibe un tipo delgado, con barba de una semana, amanerado y un marcado acento francés. En un primer momento me dice que Yanni no está, pero se ofrece amablemente a atenderme.

 

—Me quedan un par de habitaciones. Puedo dejártelo a veinte euros la noche.

—¡Perfecto! ¿Podría echarle un vistazo a la habitación?

 

Su postura y entonación cambian radicalmente. Parece haberse ofendido.

 

—No, por supuesto.

—Bueno y ¿está incluido en el precio el desayuno?

—Mira, me estás poniendo nervioso. Por el precio que te hice no se qué esperas. Obviamente el desayuno no está incluido, me contesta con vehemencia.

—Si no es por el dinero…, intento explicarle.

—¡Qué error! Acabo de acordarme que esta tarde me llamaron para reservar dos habitaciones y no me queda ninguna. 

—Pero…

—Lo siento. Aquí al lado hay otro hotel. No tengo ningún problema contigo, es que me acabo de acordar, en serio. Gracias. Adiós.

 

A cincuenta metros de ahí, casi haciendo esquina con la plaza de Omonia, está el hotel Ilión. En la recepción veo a un anciano de pie viendo tranquilamente un partido de fútbol. Tras diez minutos de difícil conversación en inglés me ofrece una habitación situada prácticamente en la azotea del edificio con vistas al monte de Licabetus y a la Acrópolis. De repente, cuando dirijo mi atención a Omonia, comienzan a llegar varios furgones de policía que se colocan en los extremos y alrededores de la plaza. Agarro la mochila con la cámara, me calzo y bajo rápido a ver qué pasa.

 

—¡Grecia ganó a Rusia! ¡Uno a cero!, exclama el anciano de la recepción.

—¿Por eso está la policía en la plaza?

—¡Ah! No sé. Por esto o por alguna pelea o problema. No te  alejes mucho de la plaza. El otro día me robaron a esta hora no muy lejos de aquí.

 

Cuando salgo a la calle la plaza comienza a llenarse de banderas azules y blancas y de vehículos que hacen sonar sus cláxones. La alegría se desborda y cientos de jóvenes desbocados se agolpan en el centro cantando alegremente con bufandas, bengalas y grandes envases de cerveza. Tras una hora de desenfreno generalizado, la gente comienza a dispersarse y en la plaza solo quedan grupos radicales buscando problemas y gente trapicheando. Guardo la cámara y me dispongo dejar tras de mí una breve pero intensa jornada nocturna de desahogo más que de reflexión.

 

De nuevo en el hotel Ilión me encuentro con otro recepcionista. Se llama Soterius, tiene cincuenta y dos años y es de la región de Macedonia central aunque lleva tres décadas viviendo en Atenas. 

 

—Esto que pasa ahora no lo visto nunca en treinta años, me asegura Soterius.

—¿Se refiere a la celebración del partido?

—A todo en general. Mucha gente pobre, mucho extranjero tirado en la calle, mucha desesperanza. Lo del fútbol es una alegría, una buena noticia, pero al mismo tiempo nos retrata. Mañana nos jugamos nuestro futuro como nación y la gente solo sale a la calle para celebrar que hemos pasado la primera fase de la Eurocopa… 

—Pero bueno, no le molesto más, tendrá que descansar, me dice mirando hacia abajo e intentando controlar la emoción.

—No, por favor, está todo bien, le contesto.

—Lo que no entiendo es: Si todo esto nació en Estados Unidos, ¿cómo es que ellos ahora están bien y nosotros no? Nosotros los griegos no somos el problema, ¡somos las víctimas! No puede ser que la situación se arregle a costa de recortarle al pobre sus derechos y reducir las limosnas con las que mucha gente sobrevive. Eso no es una Europa unida, ni solidaria, ni nada…

 

Acto seguido vuelve a frenar su ímpetu y, sin darme tiempo para excusarle de nuevo, me da la llave de la habitación.

 

—Buenas noches, que descanse.

 

 

Dieciocho de junio. Jornada electoral

 

Por la mañana temprano, Omonia tiene un aspecto en nada parecido al alboroto de la noche anterior. Tres trabajadoras de la limpieza retiran las últimas latas y banderas, un joven sin camiseta con pinta de trasnochado que se dirige hacia la calle Stadiou, una pareja abriendo su quiosco y un par de ancianos observando con mucha atención los resultados de la lotería completan la sosegada estampa que me encuentro al llegar.

 

En la calle Atinas, la que une Omonia con Monastiraki, el ambiente es muy parecido: poca gente, prácticamente todos los comercios cerrados, muchos carteles en las paredes y el Mercado Central completamente desierto. Solo a mitad de la calle, después de haber recorrido unos 600 metros, se encuentra el primer negocio abierto. Es una tienda de “todo a un euro” donde la gente local y turistas se acercan a comprar y curiosear.

 

Monastiraki es otro mundo. Allí comienza la Atenas antigua. Es uno de los puntos neurálgicos del turisteo. Abundan las cafeterías con música animada, los restaurantes típicos y las  terrazas repletas de gente que combate el calor mañanero con un café frappé y al cobijo de una buena sombra. Se trata de un oasis consumista perfectamente aislado del pesimismo y el desencanto con los que se percibe la jornada electoral hasta el momento. Intento buscar algún colegio electoral en el que poder fotografiar y hablar con la gente que va a votar. Sin embargo, después de media hora, el único que encuentro está cerrado. El siguiente destino es Sintagma.

 

Convertida en símbolo de la rebeldía y la lucha del pueblo griego, la plaza Sintagma presenta un aspecto demasiado tranquilo. Aparte de una unidad móvil de televisión retransmitiendo en directo las noticias de la tarde, la postal es la de un domingo de verano normal en una plaza turística cualquiera. En el extremo sur de la plaza, detrás del único stand montado para la cita electoral, un árbol decorado con peluches, mensajes y coronas de flores destaca sobre el resto. Alrededor de él una periodista estadounidense graba un vídeo mientras un colega griego le traduce los mensajes al inglés y le sirve de guía.

 

—Este es el árbol donde se suicidó un jubilado hace un par de meses debido a su situación económica. Esa placa lleva inscrita un fragmento de la carta que dejó antes de meterse un tiro, comenta el colega a la periodista mientras ella no para de grabar.

 

Son las tres de la tarde. El calor se hace insoportable y decido ir al barrio de Exarchia tomando una ruta alternativa por Eleftheriou Venizelou, avenida que conecta la plaza de Sintagma con la de Omonia.

 

Sentada en las escaleras del Banco de Grecia está Coralie, una estudiante francesa de 23 años, alta, con pelo largo castaño y una sonrisa genuina que combinada con sus gafas de plástico finas le conceden un entrañable aspecto de empollona. 

 

—¿Es este el edificio de la Biblioteca Nacional?, le pregunto algo perdido.

—No, está un poco más adelante. Eso de ahí enfrente es la Universidad. ¿Estás yendo hacia allá?, contesta Coralie.

—En realidad quiero ir a Exerchia, pero no sé cuál es el mejor camino.

—Voy en esa dirección. Puedes venir conmigo si quieres. 

 

Coralie viste falda blanca hasta las rodillas, camiseta de tirantes marrón, blusa roja de mangas muy cortas y una gorra negra con la fotografía del Ché Guevara cosida en la frente. Desde el primer momento llaman la atención su confianza y desparpajo.

 

—Tú estabas en Sintagma hace un rato tirando fotografías, ¿verdad?, me pregunta Carolie cuando comenzamos a andar.

—Sí, la verdad es que me esperaba otra cosa. Pensé que la cosa estaría más animada, que habría más ambiente electoral…

—Seguramente por las horas que son y porque no has salido mucho del centro. ¿Sabes qué? La señora a la que le has tirado una foto enfrente del árbol era familiar del jubilado que se suicidó en abril.

—¿En serio? 

—Me lo comentó alguien que conocí en la plaza. Por cierto, en Exerchia ten cuidado con la cámara. Tira fotos del barrio, de los grafiti, murales y carteles, pero asegúrate de que no se reconoce a nadie porque se pueden enfadar y decirte algo.

—¿Por qué tanto problema?

—Porque hace tiempo que la policía no entra allí. Si alguien de Exerchia aparece en alguna fotografía corre el riesgo de que le tengan identificado.

—¿Y tú como sabes esto?

—Esta es la tercera vez que vengo a Atenas, tengo amigos que viven o pasan mucho tiempo en Exerchia y me cuentan cosas. Es un barrio donde se concentran el movimiento anarquista y un núcleo duro de los votantes de Syriza, lo que llaman la izquierda radical.

—¿Ahora vas a ver a tus amigos?

—No, los dos con los que más confianza tengo están fuera de Atenas. Uno de ellos vuelve mañana. Mientras estoy en un hostal por aquí cerca.

 

Efectivamente al entrar en Exerchia es difícil encontrar una pared que no esté cubierta por carteles o pintadas. Cualquier lugar era susceptible de albergar alguna frase, firma o diseño llamativo. Perece un barrio a ratos bohemio y apacible; con bloques de cuatro o cinco plantas, calles estrechas y empinadas y pequeñas plazoletas con muchos árboles y zonas verdes.

 

—¿Quién crees que va a ganar?, le pregunto a Coralie.

—Creo y quiero que gane Syriza. Todos mis amigos apoyan a este partido, menos uno que apoya a los comunistas del KKE.

—Hay mucha gente ilusionada en que gane Syriza, pero ¿qué pasará si es así? ¿Con quién se va a juntar para gobernar?

—Pues sería complicado porque nadie quiere formar coalición con ellos. Ni siquiera los comunistas u otros partidos de izquierdas. Tienen posturas diferentes con respecto a la Unión Europea. Digamos que Syriza  tiene unas ideas y unos planteamientos muy utópicos para el resto de partidos.

—¿En qué sentido?, le pregunto con mucho interés.

—Pues, por un lado, Syriza se opone a pagar la deuda y, por otro lado, al contrario de los comunistas, quiere permanecer en la UE, pero transformarla internamente. 

—¿Y si gana Nueva Democracia?

—Pues habría que esperar a ver los resultados del PASOK. Si, a pesar de su debacle, consigue sacar al menos un 10%, podrían formar gobierno.

—Pero, no entiendo. Si ND gana con algo más del 30% de los votos y el PASOK obtiene un 10%, en total suman algo más del 40%. Necesitarían otro socio ¿no?

—No. El sistema electoral griego otorga un 10% del Parlamento al partido que obtiene más votos, independientemente de la diferencia entre ambos. Por eso es tan importante quien gane, por ese margen del 10% añadido que obtienes.

 

Damos una vuelta por el barrio buscando motivos que fotografiar. De casualidad encontramos un colegio abierto del que personas de todo tipo salen y entran a cuentagotas para depositar su voto. Tras tomar unas instantáneas nos vamos a alguna terraza cercana a tomar una cerveza. 

 

—¡Joder! ¡Cuatro euros y medio por un tercio de cerveza! Es más caro incluso que el centro de Madrid. No pegan mucho este tipo de bares en este barrio…, le digo contrariado.

—Sí, es verdad. De hecho han tenido problemas alguna vez. Normalmente la gente que ves sentada son turistas o gente con dinero que les gusta dejarse ver por aquí. Si quieres te propongo que vayamos en dirección a Omonia. Podemos tomar algo más barato en alguna terraza. Además he quedado allí con un amigo que conocí ayer en el metro y estamos cerca del hotel…

 

De regreso a Omonia pasamos por una de las calles que rodean la Universidad. Inesperadamente nos topamos con un ejemplo más de la realidad cruda instalada en el centro de Atenas. A la vista de todo el mundo decenas de personas menudean, hacen sus necesidades y se arrastran sin el menor pudor en un espacio de no más de cuarenta metros. Un poco más adelante tres policías situados en la esquina controlan el tráfico y hablan con dos tipos, ajenos a lo que ocurre detrás de ellos.

 

—Aquellos con ropa oscura que hablan con los policías son fascistas, seguro, me comenta Coralie en voz baja.

—¿Por qué piensas eso?

—La mayoría de los policías del centro simpatiza con Amanecer Dorado, el partido neonazi. Los afiliados a este partido tienen total impunidad y actúan de informantes para la policía. En muchas ocasiones los han visto ir juntos a pegar a los inmigrantes alrededor de Omonia.

—Por cómo me lo cuentas parece algo normal…

—Es tal y como te lo cuento. Se da el caso de que en Omonia viven muchos extranjeros y a su vez es donde esta gente se manifiesta. Con un poco de suerte, tú mismo lo verás.

 

Finalmente en Omonia nos sentamos en una terraza junto a Abdel y Adam, dos argelinos amigos de Coralie. Adam trabajó cinco años en una fábrica de pimientos envasados de Navarra.

 

—España mucho bueno. Aquí muy mal. No trabajo y gente no nos quiere, me comenta Adam, sin por ello quitarse  la sonrisa de la cara.

—¡Mirad, los primeros resultados! Syriza, 31%; Nueva Democracia, 30%, y PASOK, 12%, exclama Coralie mientras Abdel le hace un gesto para que contenga su emoción.

—Bueno chicos, yo me retiro al hotel a ducharme y descansar un poco. Después, a eso de las nueve y media iré a Sintagma para ver el ambiente que hay, les comento antes de levantarme y recoger mis cosas.

—Me parece bien, nos vemos entonces todos a esa hora en Sintagma para celebrarlo, ¿ok?, propone Coralie.

—Por mí perfecto, hasta luego entonces.

 

Un par de horas más tarde, alrededor de las diez de la noche, tras una ducha y una pequeña cabezada, salgo del hotel camino de la plaza Sintagma. Antes de irme me cruzo de nuevo con Soterius.

 

—Soterius, ¿sabe cómo ha sido el resultado de las elecciones?

—La verdad es que no lo sé. Estoy viendo el fútbol. Lo último que vi es que estaba ganando Nueva Democracia.

—A las ocho de la tarde estaban muy igualados…

—¡Qué más da! El mal ya está hecho y de una u otra forma seguiremos pagando por ello.

—¿Hablas del dinero de la Unión Europea?

—Crédito, préstamo con intereses, rescate… ¡Imposición lo llamo yo! Te obligan a aceptar un dinero a cambio de que hagas lo que te digan para después nada. ¿Tú crees que es normal que en un país como Grecia, con 11 millones de habitantes, se hayan construido treinta aeropuertos? Los putos políticos han robado y malgastado el futuro de varias generaciones y ahora quieren que pensemos que este sistema lo puede arreglar.

—Lo siento, pero salgo rápido. Voy a ver si hay mucha gente por las calles. Buenas noches.

—Sí, claro, disculpe mi vocabulario. Me pone muy nervioso hablar del tema. Que tenga una buena noche y vaya con cuidado.

 

De nuevo de camino a Sintagma por la avenida Venizelou me topo con una carpa que Syriza ha montado a las puertas de la Biblioteca Nacional y la Universidad para que afiliados y simpatizantes reciban el resultado de los comicios. La gente, visiblemente afectada, no se mueve y sigue agolpada a pesar de la derrota. Antes de continuar mi camino me fijo en María, una joven estudiante de biología que se encuentra tumbada en el suelo, mirando fijamente la figura de Atenea como si quisiera decirle algo.

 

—Hemos estado muy cerca. Al final el acoso mediático y el miedo creado en la gente han podido con toda nuestra ilusión y esperanza, se lamenta.

—Sí. Mucha incertidumbre, pero al final parece todo seguirá igual, ¿no crees?

—¡Ojala! ¡Peor aún! Terminarán de vender el país a precio de saldo…

 

Media hora después,  alrededor de las once de la noche, Sintagma es una caricatura de aquella otra que no hace mucho podíamos ver en los informativos de medio mundo. La calma impera y solo al fondo se ve algo de movimiento. Se trata de un pequeño stand de Nueva Democracia donde decenas de personas festejan tímidamente con alguna que otra bengala y botella de espumante los resultados electorales. 

 

A pesar de no quedar casi nadie, muchos medios internacionales siguen retransmitiendo en directo y entrevistando al primero que pasa por medio de la plaza. Me paro al lado de Olinda, una mujer joven a la que escucho hablar en portugués.

 

—¿Puedo preguntarte para que medio trabajas?

—No somos periodistas. Somos artistas, de Lisboa, me responde sonriente Olinda.

—¿Y qué hacéis exactamente aquí con dos cámaras de vídeo?

—Estamos grabando un documental acerca de las elecciones en Grecia, una especie de parodia acerca de las elecciones, la cobertura que hacen los grandes medios de todo el mundo, los mensajes que se lanzan a través de lo emitido y publicado, cómo afecta a la gente de aquí y al que lo está viendo en Estados Unidos, por ejemplo… 

 

En ese momento aparece el resto de su equipo. Está compuesto por un realizador, João, un artista plástico, Bento, y el guionista Francisco, un hombre grande, afable, muy culto y de un trato exquisito. Recogen sus cosas con intención de irse al hotel. Olinda viajará en unas horas y el resto aún quiere darse una vuelta a ver si encuentra algo de su interés. Me muevo con ellos. 

 

—¿Y tú cómo es que sabes hablar portugués?, me pregunta Francisco.

—Viví un año en Lisboa. Estudié en la Universidade Nova, en Campo Pequeno.

—¿En serio? ¡Qué casualidad! Yo entregué la semana pasada mi tesis de doctorado en la Facultad de Ciencias Políticas, ahí en Campo Pequeno.

—¿Sobre qué tema investigaste?

—Básicamente en mi tesis trato de explicar desde el punto de vista histórico cómo a raíz del surgimiento del Estado moderno las antiguas categorías por las cuales podíamos describir el fenómeno artístico de la tragedia –el destino, la fatalidad, hamartia, etcétera– pasaron a estar profundamente ligadas a la historia política.

—¿Y qué relación guarda eso con los acontecimientos de Grecia, Portugal o España?

—Creo que es obvio: por ejemplo, la economía, los mercados financieros tomaron definitivamente el lugar del “destino” y el gobierno y los medios son cómplices de ello. La fuente de inspiración para mi tesis vino de una frase que dijo Napoleón Bonaparte cuando pasó por Weimar y conversó con Goethe. El emperador le preguntó si escribió alguna vez novelas, a lo que Goethe contestó que sí. Napoleón replicó que no entendía por qué todavía se escribían tragedias. “¿Qué hace la fatalidad aquí aún entre nosotros?”, dijo Napoleón. ”Hoy en día la fatalidad es la política”.

 

Al poco rato nuestros caminos se separan. No hay ni un alma en la calle y cuando me dirijo al hotel pensando que el día ha terminado escucho una voz a lo lejos.

 

—¡José! ¡José! ¿Dónde te has metido?, me pregunta Carolie acercándose hacia mí con paso acelerado.

—Lo siento, salí tarde del hotel y cuando llegué a Sintagma no os vi y apenas quedaba gente.

—Te hemos esperado hasta las diez en Sintagma. Adam ha vuelto a Omonia para buscarte porque pensaban que te había pasado algo y lo último que he sabido de ellos es que no podían moverse de su casa porque estaban las calles llenas de fascistas.

—¿Vas hacia tu hotel?, le pregunto algo preocupado.

—Si, ha sido un día muy largo y quiero irme a descansar.

—Venga, voy contigo.

 

Los dos minutos que tardamos en llegar a Omonia los pasamos en silencio. Una vez allí, treinta metros a nuestra derecha, vemos cómo un par de policías, ayudados por otros dos hombres vestidos de oscuro y sin ningún tipo de identificación, dan una paliza a un inmigrante africano empotrado contra la puerta de un negocio abandonado.  

 

—¿Lo ves? Este ambiente es muy decadente y está lleno de fascistas.  Ya te dije que lo comprobarías con tus propios ojos… 

 

 

 

José Antonio Sánchez Manzano es periodista, diplomado en Estudios Brasileños. En FronteraD ha publicado El profesor Ortega quiere ser alcalde

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