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Miel sobre hojuelas

 

A una hermosa ciudad del sur por la que siento cierto apego, y que desde antiguo cuenta con una prestigiosa universidad, acudí hace años a presentar una novela. Por la mañana, antes del acto de presentación —no suelen acudir los periodistas nunca a las presentaciones y hay que decirles las cosas antes a cada medio en particular—, uno de los periódicos locales envió a hacerme unas preguntas a una joven que, por todas las trazas, debía de ser una colaboradora de reciente incorporación, una becaria o trabajadora en precario en el periódico o alguien, en todo caso, que había que suponer obligada a hacer méritos en su profesión y a ganarse el puesto es de entender que esmerándose en su trabajo.

 

Es verdad que no empezó su tanda de preguntas como otra periodista de las mismas características que, años antes, en una gran ciudad levantina, me había espetado a bocajarro como primera cuestión —y última, porque mi respuesta fue “déjelo, es igual, vamos a dejarlo”— lo siguiente: “Dígame usted quién es, cómo se llama el libro y cómo lo define”.  No, en el caso que nos ocupa —no sé por qué acabo de poner “dígame”, porque en realidad debió de ser “dime”, faltaba más— las preguntas empezaron siendo ciertamente más matizadas; eso sí, calificando a un personaje de “guai” y a otro de “rollo de tío”. Pero como ante alguna de mis palabras menos usadas me pareciera distinguir gestos de incomodidad o por lo menos de extrañeza en mi interlocutora, no me sorprendí cuando, ante la interesantísima pregunta sobre si creía que el libro se iba a vender mucho, al responderle que la literatura, en principio, buscaba otras cosas y que, si luego además se vendía, “pues miel sobre hojuelas”, la joven periodista, ni corta ni perezosa, arrugó su simpática naricilla y me soltó sonriendo: “¿que qué?”

 

Lo primero que me vino a la cabeza para traducirle la expresión fue decirle que “mejor que mejor”, pero fuera porque seguía viendo su deliciosa expresión de atonía o bien para no volver a arriesgarme en lo más mínimo, me vino en ayuda la que consideré mejor solución pragmática y fue entonces cuando le dije: “pues que de puta madre”. “Ahhh”, fue la respuesta que cerraba con éxito la operación comunicativa por parte de quien ahora sí que había entendido.

 

Nada hay de malo desde luego en no entender un giro o una palabra a lo mejor en desuso o no comprenderla a la perfección o al vuelo, nos pasa a todos continuamente. Para eso están los diccionarios y las otras personas, para consultarlos e ir enriqueciendo el lenguaje y por ende enriqueciéndose uno, y para eso están también, o debieran estar, las ganas de saber y de ampliar el instrumento y el acervo fundamental por el que se sabe (y se es), a no ser que éstas también hayan caído en desuso.

 

Pero lo cierto es que al ser, o estar llamada a ser, aquella chica, por otra parte tan agradable a la vista y tan simpática en el trato, una profesional de la palabra, por decirlo de alguna forma, lo que me dejó huella fue que no sólo no sintiera el menor pudor en mostrar una ignorancia que podía haber escondido y luego subsanado en seguida, sino que, y ahí está lo relevante, podía pensarse que hasta tenía a gala esa ignorancia y su exhibición ante el otro. Si esto ocurre con los periodistas jóvenes, es lícito preguntarse, qué no sucederá en otros oficios o trabajos.

 

Y otra pregunta: ¿no escuchan ya a sus padres y a sus abuelos?, ¿sólo se escuchan los jóvenes, o buena parte de los jóvenes, en general a sí mismos y ya no a los mayores? ¿Y qué les enseñan o aprenden en la escuela? ¿O es que de dónde sólo aprenden y lo que fundamentalmente trasmite lenguaje es la televisión o la música y los medios electrónicos? Demasiadas preguntas, como titulaba Félix de Azúa una novela suya no ajena, como suele ocurrir en sus libros, al tema de la herencia cultural.

 

El lenguaje no es una cosa más de la cultura, un área o una faceta como las otras acerca de la cual exhibir ignorancia o descuido puede no querer decir mucho. El lenguaje es lo más esencialmente humano que poseemos, es la “casa del ser”, llegó a decir Heidegger, de lo que somos y de nuestro estar aquí existiendo en el mundo mientras duramos. Un lenguaje paupérrimo, reductivo, bipolar, chabacano, en craso blanco y negro, casi se diría que balbuciente a las veces, parece haberse enseñoreado del lenguaje en el que han dado en comunicarse muchos jóvenes, un lenguaje que, se trate de la lengua de la que se trate —aunque siempre cabe maliciarse que en punto a extremismo los españoles podemos sin mucho esfuerzo llevarnos siempre la palma—,  echa en el saco roto o la escombrera del olvido no sólo miles y miles de palabras sino un sinfín de giros, de locuciones, de modulaciones verbales, nexos, construcciones sintagmáticas o refranes que posibilitan una experiencia humana y una comunicación con inacabables probabilidades de matización, de profundidad, de riqueza y calidad de presencia y conocimiento.  ¿Cuántas veces, atizada además en tantas ocasiones por el omnipresente ruido musical a todo volumen, la comunicación de muchos jóvenes no se limita en parte hoy a una lógica binaria primitiva o de circuito electrónico que discrimina entre cosas, personas o situaciones “guai” o que “molan” o son “de puta o putísima madre”, que son “un buen rollo o rollete” o “se enrollan bien” y, en el frente opuesto, por el contrario, cosas, personas o situaciones que son “una puta mierda” o “un marrón” o que “se la sudan” al sujeto en cuestión o “son un mal rollo”? Cosas, personas, actos o situaciones que son up o son down, arriba o abajo, luz verde o luz roja. Poco es eso, y seguramente a pocos sitios puede llevar.

 

La primera característica que subraya Klemperer en su magistral estudio del lenguaje nazi es justamente su pobreza. Una pobreza programada, fijada de antemano en ese caso ya en el Mein Kampf de Hitler de 1925 y mantenida por medio de los artículos de los sábados de Goebbels que se leían los viernes por la radio y repetían hasta la saciedad en sus alocuciones todos los jerarcas desde el primero hasta el último día del régimen, incluso cuando Alemania estaba ya reducida a escombros y Berlín asediada. Una pobreza monótona, con palabras y giros y tonos reiterados hasta más no poder, siempre con los mismos tópicos y las mismas tonalidades conformaba un lenguaje cuyo terrible poder se basaba justamente en esa pobreza y esa monotonía machacona. Un pequeño grupo imponía su lenguaje y sus modalidades lingüísticas a toda la nación, víctimas incluidas, como atestigua atónito Klemperer.

 

Pero si ésta era una pobreza inducida, una monotonía involutiva o de retorno podríamos decir, hay otra pobreza, inicial esta vez, que es la del lenguaje de los niños. Los críos, como de todos es sabido, van aprendiendo de sus padres al principio palabras o repeticiones de sílabas a las que se atribuyen significados positivos o negativos a ultranza, de modo que, en el comienzo de su adquisición lingüística, las cosas o los actos son “sisí” o bien “nonó” o “caca”,  por ejemplo, y “mimir” o “nana”, que quieren decir al principio ‘ir a dormir’, va ampliando luego su significado a ‘poner en su sitio’, ‘cerrar’ o ‘dejar estar ya’ por ejemplo. Es muy pobre, claro, pero es sólo el comienzo, los primeros balbuceos, una monotonía o pobreza evolutiva.

 

Hacia alguna de esas pobrezas es de temer que tienda hoy la lengua de muchos jóvenes, sin exagerar a lo mejor, claro, pero sí a recortar, con la mejor y más atolondradamente jovial o refunfuñona de las conciencias, las infinitas posibilidades de distinción y la ingente riqueza de conocimiento que hay en la herencia lingüística de generaciones no sólo sin tenerse a menos por hacer uso de una lengua escasa y machacona, sino teniéndolo incluso a gala y refrotando esa contundente pobreza ante los oídos del más preciado. Hablar o escribir bien, con riqueza y matices y esmero, de ser algo deseable y estimado, no sólo se ha convertido en algo facultativo sino muchas veces en una práctica desdeñable, arcaica, refitolera, carca incluso para muchos, de la que huyen, en su ánimo demagógico de halagar a las masas, no sólo demasiados políticos sino hasta los que viven del buen uso de la palabra.

 

Será verdad que nos pierde a veces poner el grito en el cielo a quienes andamos preocupados por algo que consideramos de crucial importancia para la convivencia y la riqueza vital como el lenguaje, pero cuando una conocida me comentó hace poco que una profesora, el primer día de clase en primer curso de Derecho en la facultad de Barcelona, había pasado un pequeño cuestionario a sus alumnos que arrojaba por ejemplo datos como que casi la mitad de los alumnos aspirantes a ejercer la abogacía no distinguían entre “inicuo” e “inocuo”, algo, algo grave, cabe por lo menos pensar que a lo mejor está ocurriendo.

 

Aurelio Arteta, en una espléndida serie de entregas a contrapelo de todo este irresponsable desistimiento (https://www.fronterad.com/?s=node/562 y siguientes), ha hablado de “deberes lingüísticos”, de “obligaciones lingüísticas” del hablante para con la lengua que habla, del “deber moral” de preservar y enriquecer la lengua de todos que incumbe a cada uno. ¿Cuántas cosas, cuántos detalles, cuántos matices y modulaciones de actos desaparecerán si no se nombran o si se nombran pero ya no se entienden? El lenguaje enclenque, desmejorado, escuchimizado, va de bracete con la dicotomía sumaria, con el todo o nada, y se compadece bien con las soluciones drásticas,con las tablas rasas, los plumazos de una vez por todas, las fascinaciones y los odios acérrimos, los papanatismos y las descalificaciones a ultranza, los golpes y porrazos en las cosas y las vidas.

 

Una inquietante tendencia a echar por la borda la experiencia y la herencia de la humanidad, que ya puso de relieve Walter Benjamin en los años treinta del siglo anterior, a malbaratarlas por la calderilla insustancial de lo más rabiosa y banalmente actual, pero referida ahora a ese magma infinito y vivo del lenguaje; una estulta propensión a infantilizarnos, rebajarnos o nazificarnos, está engrasando a marchas forzadas una formidable máquina de primitivización, en consonancia también con la maquinaria de autoctonización del personal, muy aceitada en España: muchos maestros, tan desasistidos en nuestro actual tinglado de valores y costumbres, que lo que quieren es caerles bien a sus alumnos, ser “colegas”, “enrollarse bien” con ellos y por lo tanto asimilarse a su lenguaje en lugar de penar por desesclerotizarlo y enriquecerlo; los medios de comunicación, ídem de ídem, halagando muchos programas los más bajos sentimientos con los más torpes y lerdos lenguajes para ganarse a la masa en su audiencia; los políticos demagogos y los padres detrás dejándose llevar por lo más bajo, lo más perezoso, fácil, cómodo, mostrenco e inmediato y desistiendo cada uno de su cometido formativo en el seno de una sociedad que a lo mejor ha dejado de querer crecer con los rodrigones y puntales del sueño humanista.

 

 En esas circunstancias, no hace falta decir que siempre se lleva el gato al agua quien más a voz en cuello grita, quien con mayor determinación hace callar al otro e impone, porque tiene la decisión y los medios y la fuerza, su melopea machacona y matona. No será del todo cierto, si nos apuramos, ni lógica ni históricamente, que de la pobreza lingüística se deriven como causa suficiente las transformaciones despóticas o totalitarias, claro está, pero de que, para que éstas acontezcan, esa pobreza y la notable capacidad de mangoneamiento a que da lugar sean miel sobre hojuelas, quizá cabe dudar bien poco.

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