Ayer Souad me invitó a tomar el F’tor en su casa, junto a sus dos hijos. Esta es la primera comida del día, la que rompe el ayuno cuando se pone el sol. Estamos en Ramadán.
Queda poco más de una hora para la llamada a la oración, cuando cruzamos una de las entradas a la ciudad antigua. Souad vive en la Kasbah. En la calle que lleva a su casa hay mucho bullicio. Vendedores ambulantes gritan los precios de su mercancía: fruta, zumos, dátiles, bollería… La gente va como loca comprando. Todos con bolsas. Todos con prisas. Parece el fin del mundo.
A medida que nos acercamos a la kasbah las personas van desapareciendo. A esta hora ya deben estar todos en sus casas. Las mujeres preparando las mesas. Los hombres, seguramente, mirando la televisión mientras esperan el momento de poder comer.
Después de subir una empinada cuesta, por fin, llegamos donde Souad. Una casita pequeña, situada en una planta baja y con una diminuta ventana que apenas deja entrar la luz. La puerta, como la de sus vecinos. Está pintada de color azul. Apenas entra, Souad se saca el pañuelo y la chilaba. Y deja los zapatos en un rincón. Y así, descalza sirve la comida: Harira –una sopa tradicional marroquí–, cuatro huevos duros, algo de bollería y unos cuantos dulces. Para beber, un batido de leche con aguacate y zumo de naranja natural.
—Los ricos ponen muchas más cosas –dice ella, disculpándose por ofrecerme una mesa tan sencilla.
Nos sentamos en el suelo alrededor de la mesa. Sus dos hijos, ella y yo. En la casa no hay ni una silla. De hecho, este cuarto que ahora nos sirve de comedor de noche se transforma en la habitación de su hijo mayor. No tiene cama. No cabría. El sofá sirve para el mismo propósito.
Todavía no podemos comer. Hasta que no escuchemos la señal permaneceremos así sentados, a la expectativa. Y entonces, de repente, un hombre entra en la casa y me saluda. No sé quién es. No recuerdo haberlo visto antes. Sin decir nada más a nadie se escabulle en el otro cuarto. Allí es donde duermen habitualmente Souad y su hija pequeña. En la habitación hay dos matarbas –sofá típico marroquí–, uno para cada una. También un armario sin puerta. Aparte de eso, sólo hay un póster de un calendario colgado en la pared. En la casa no hay más habitaciones. El baño –que es de los tradicionales, o sea un simple agujero en el suelo–, no tiene ducha. Souad y sus hijos van una vez por semana a lavarse al hammam. Tampoco tiene puerta, sólo una cortina de plástico a modo de separación.
—Cuando viene mi abuela tiene que ir a casa del vecino –y al decirlo se le escapa un poco la risa–, está tan gorda que aquí no cabe.
En el otro extremo, un par de estanterías colgadas en la pared y un par de armarios bajos hacen la función de cocina. No hay fuegos eléctricos. La sopa se calienta en el suelo con una bombona pequeña de camping gas. La casa tampoco cuenta con agua corriente. El agua la trae su hijo en garrafas de plástico de cinco litros, que llena en una fuente pública del barrio.
Souad se sienta a mi lado y me susurra al oído que el hombre que ha venido es su marido, el padre de su hija pequeña.
—¿Pensaba que eras madre soltera? –le digo sorprendida ante tamaña revelación.
—Es que lo soy. Rachid (que así se llama su marido) ha venido a pasar el Ramadán aquí –dice y, como para intentar explicármelo mejor, añade–: Es que tiene muchos problemas con su otra mujer.
Y mientras yo digiero la información ella le prepara el plato de comida. Se levanta y se lo sirve en la otra habitación. A él no lo vuelvo a ver en todo el rato que estoy en la casa. No sale de su agujero ni para despedirme cuando me voy.
Souad tiene treinta y cuatro años y es originaria de Jbl Kibir, una ciudad pequeñita del norte de Marruecos. Su madre la abandonó cuando era una niña y la dejó al cuidado de su abuela, que no la llevó a la escuela porque le daba miedo que sufriera algún tipo de agresión durante el trayecto. No sólo por eso. Souad debía ayudar con las tareas domésticas. Y así creció. Limpiando la casa y cuidando de los animales. Hasta que con quince años se quedó embarazada de su hijo mayor, que pronto cumplirá los diecisiete.
—Recuerdo que, por las noches, él no paraba de llorar y yo no sabía como hacer para que se callara. Era sólo una niña…
El padre, soldado de profesión y mucho mayor que ella, se fue a España en busca de fortuna y la dejó sola con el bebé. No estaban casados. Con este embarazo Souad trajo la deshonra a sus familiares y la echaron de casa.
Sola, sin familia y sin nadie que le tendiera una mano, Souad encontró refugio en Tánger. En una casa de acogida para madres solteras, regentada por las hermanas de la Madre Teresa de Calcuta. Souad vivió con ellas hasta que el crío cumplió tres añitos. Después la ayudaron a buscar trabajo, le encontraron una casa con un alquiler bajo y ella empezó su vida como madre soltera.
Unos años más tarde, con la intención de arreglar el desastre y convertirla en una mujer respetable, sus familiares la casaron con Rachid. Un primo lejano del pueblo. Y Souad volvió a quedarse embarazada. Pero Rachid no trabajaba, siempre estaba metido en líos con la policía y al final la abandonó para casarse con otra. Desde entonces Souad vive con sus dos hijos y lucha a diario para sacar a su familia adelante. Trabaja cuidando niños. No tiene más ayuda que la de sus vecinos. También la que le ofrecen las monjas. Pero Souad no se queja nunca, siempre luce una sonrisa en la cara. Como ahora mismo, que me informa de que ya podemos comer.
El silencio es absoluto. Sobrecogedor. Inquietante. Sólo el leve ruido de los tenedores y los dientes al masticar ponen la banda sonora de esta escena de película. La imagen se repite en todos los hogares de la ciudad. En Marruecos incluso los sin techo respetan el Ramadán. No hacerlo te puede llevar a la cárcel. Saltarse el ayuno está castigado con una pena de seis meses.
Terminamos la comida, charlamos un rato y Souad saca una caja donde guarda algunas fotos de su juventud. Me cuesta reconocerla. En las imágenes aparece una muchacha muy guapa, sin pañuelo y vestida con ropa occidental. Nos reímos. Pero se hace tarde, así que me despido con la promesa de volver otro día. Una vez en la puerta, ella se pone el pañuelo y las babuchas. “Te acompaño”, me dice. “No hace falta”, le contesto. Pero ella insiste. Cuando ya nos hemos alejado lo suficiente de su casa, mira que no haya nadie alrededor, me coge del brazo y me pide en una voz apenas inaudible que le guarde unos papeles. “En mi casa no están seguros”. Son del abogado, me cuenta. Y así es como me entero que esta semana tiene una cita para ir al juzgado y firmar el divorcio.
“Rachid siempre ha sido una persona problemática. Siempre está metido en líos. Entra y sale de la cárcel. No trabaja, me trata mal. Nunca se ha hecho cargo de la pequeña, pero tampoco nunca ha querido divorciarse”.
Entonces me explica que, de vez en cuando, aparece y cuando lo hace ella debe tratarlo como a su un marido. Pues legalmente lo es. Souad le deja la única habitación que hay en la casa, le lava la ropa, le sirve la comida…, y esto es lo que ha estado haciendo durante todo el mes del Ramadán. Pero esta vez Rachid exige más. Se niega a irse. Tiene problemas con su otra mujer. No tiene trabajo ni lugar al que marcharse, por eso su intención es instalarse en casa de Souad para siempre. Y por si fuera poco, quiere que ella eche a su hijo mayor.
—Mientras él sea el marido –dice Souad–, él manda.
Y aquí es donde ella se planta. Ya no puede más. A pesar del miedo ha decidido no rendirse e ir a ver a un abogado. No quiere nada de él, me cuenta. No pide ni indemnización ni pensión alimenticia, sólo que la deje vivir tranquila. Souad quiere el divorcio. Y desde el 2004 con el nuevo código de familia, la Mudawana, ella y todas las mujeres marroquíes tienen este derecho. Pero está avergonzada. Me lo cuenta como si me estuviera confesando el más cruel de los crímenes. Di-vor-cio. En su boca esta palabra suena mal, muy mal.
—No se lo digas a nadie, por favor –me pide.
—Pero que no pasa nada –la intento tranquilizar.
—Para vosotros los extranjeros es normal pero aquí hay gente que ahora me conoce y me saluda. Si se enteran que estoy divorciada quizás dejen de hablarme.
Y es que a pesar de que, poco a poco, cambian las costumbres y desaparecen las apariencias, en Marruecos una mujer divorciada está condenada. La sociedad no lo acepta. Souad va contra corriente. Forma parte de una minoría. Su independencia, deseada por muchas mujeres, no gusta a todo el mundo.
Llega el día de ir al tribunal. Souad está nerviosa. Esta noche casi no ha dormido. Entra en el edificio despacio, con miedo, con respeto y entonces ve… un montón de gente haciendo cola para divorciarse. No se lo puede creer. Mientras espera su turno charla con una vieja que está sentada a su lado. Vendrá a acompañar a su hija –piensa ella–. Pero no. La mujer viene a divorciarse y se lo cuenta sin inmutarse.
—Era el día del divorcio en Marruecos –comenta, entre risas Souad, cuando vuelvo a encontrarla por la calle.
Está feliz. Sonríe. Se ha quitado un peso de encima y se le nota en la cara. Ahora es libre. Tiene el control de su vida. Por primera vez en mucho tiempo no está sometida a ningún hombre, ni padre, ni hermano ni marido. Y no pasa nada.
Adaia Teruel (Barcelona, 1978) es periodista de formación y escritora por vocación. Ha trabajado más de diez años como realizadora haciendo reportajes y documentales. Actualmente reside en Marruecos y escribe historias en su blog.