Desactivo la alarma del móvil y descubro que tengo una llamada perdida a las 5:10: un cliente del turno de oficio. Lo normal sería pensar que ha pasado algo, pero lo normal dejó de ser normal hace tiempo. Las horas han perdido su solemnidad. Ya se molesta a la gente hasta a la hora de la siesta, ya estamos disponibles —esclavizados— las veinticuatro horas del día. Por eso desconecté el sonido del móvil antes de acostarme. Es un hábito reciente y, probado está, acertado. Los tiempos están cambiando.
Me ducho, desayuno y, de camino a mis obligaciones, devuelvo la llamada. ¿Había pasado algo suficientemente grave que la justificase? No. ¿Se ha disculpado? Tampoco. Y no solo eso: también ha aprovechado para preguntarme cómo iba lo suyo. Me ha entrado la risa.
Consigo un gran nivel de concentración durante toda la mañana, apenas simultaneo pensamientos, y llego exhausto a la hora de comer. Menos mal que los miércoles tengo la tarde libre: estoy de suerte. Descanso un rato y aprovecho para ir a Montilla a ver a mis abuelos. De camino, enciendo la radio del coche y están hablando sobre Cataluña; apago la radio del coche.
Al llegar, les cuento que me ha llamado un cliente de madrugada, y maldigo un poco por la pérdida de algunas buenas costumbres. Pero no les interesa el tema, así que lo despachan rápido. En la televisión están hablando sobre la situación en Cataluña. Bajan el volumen de las noticias, me dicen que hay cerveza en la nevera y, una vez sentados, comienzan a hablarme de lo que a ellos les apetece.
Por lo visto, mi abuela se cayó hace unos días recogiendo la ropa de la lavadora, y al ir mi abuelo a ayudarla, también se cayó. «¿Y ahora quién nos recoge a nosotros?», se preguntaron, y los dos, tirados en el suelo, empezaron a partirse de la risa. Y vuelven a hacerlo mientras me lo cuentan; imagino que por el recuerdo y por mi cara, que alucino. Los dos están a punto de cumplir un siglo de vida. Lo raro sería que no les entrase la risa. «Van a tener que matarme a martillazos», suele decir mi abuela.
Les pregunto si conocieron a José María Carretero Novillo, un periodista montillano que llegó a entrevistar a Hitler. De primeras no les suena, pero cuando les digo que su pseudónimo era El Caballero Audaz, la memoria de mi abuelo reacciona: «Sí, ya sé. Pero nosotros lo llamábamos el rompetechos». No había muchos que rondaran los dos metros de altura en el pueblo; no fueron muy originales con el mote.
El primer recuerdo empuja al siguiente: recuerdan que entrevistó a Manolete. El torero contó que, con su primer sueldo, lo primero que hizo fue comprarse unos dulces en Manolito Aguilar, la pastelería más famosa de Montilla. A mi abuelo le gustó que mencionara su pastelería favorita. Él es muy dulcero; los toros le dan igual.
Tapeando y charlando, suavizando las horas, pasamos la tarde. Llega la hora de cenar, y tengo que irme. Ellos suben el volumen de la televisión, y vuelven las noticias sobre Cataluña. Tendría justificación que mis abuelos viviesen ajenos a la actualidad, pero no han perdido el interés. Y se adaptan a los nuevos tiempos. Aun así, algunas costumbres nunca las perderán. Por eso me asomo por la ventana del coche cuando me voy, porque sé que mi abuela va a salir al balcón para despedirse. Con una mano mantiene la bata cerrada, con la otra me dice adiós.