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Miguel Ángel Bastenier, al frente de la orquesta

Había un instante de respiro en la redacción, terminada la que se llamaba edición nacional, esperando la llegada del primer paquete con ejemplares impresos. Las últimas páginas corregidas habían sido enviadas mediante un estridente sistema de tubos neumáticos y el taller realizaba los ajustes antes de arrancar la rotativa. Pero eso era en el otro edificio, al que se había trasladado la actividad frenética y nerviosa; en el de la redacción, todo era quietud. El periodista –llamémosle de cierre– desarrolla una extraordinaria capacidad de no hacer nada, de permanecer inmóvil y repanchingado en su silla sin mover un músculo, sin alargar la mano siquiera para llegar al mechero o a unos papeles, con los ojos entornados, los pies en cualquier parte y la mente en blanco. Alguien de fuera no lo entendería porque hay cambios pendientes para la siguiente edición, artículos que revisar, datos que contrastar, hay incluso que llamar a casa para decir que vas a llegar tarde esta noche también.

 

Irrumpía el paquete y todos y cada uno salíamos de nuestro letargo para llevarnos un ejemplar recién impreso de intenso olor a tinta fresca, los primeros, cuya lectura nos devolvía poco a poco al ritmo habitual. Estoy viendo a Miguel Ángel Bastenier, el redactor-jefe, que cogía uno y desaparecía. Al rato volvía del cuarto de baño y decía: “Hay que llamar a Peko, tiene un error en la segunda horizontal”. Era el tiempo que necesitaba para resolver el crucigrama y el equipo de cierre se disponía bajo sus órdenes a elaborar un nuevo periódico en el que no solo se incluían las últimas noticias sino que se reescribían buena parte de las informaciones. A las doce menos cuarto de la noche tenías que sacar de la cama al director de orquesta para que te confirmara qué sinfonía de Berlioz preparaba para el próximo concierto o al ministro de Cultura –en aquel tiempo siempre era Javier Solana– para que fijara su posición ante un nuevo anuncio de la llegada de la colección Thyssen, a lo que, por cierto, siempre respondía Solana solícito y llamándote por tu nombre.

 

Vemos hoy a directores de periódicos o de medios de comunicación reunidos con protagonistas de la actualidad, aunque no precisamente para obtener información o para contrastar datos. No hay, en fin, más que leer las memorias de Juan Luis Cebrián (Primera página, Debate, 2016) para saber a qué se dedicaba en sus años de director del periódico. En casi una década que trabajé en la redacción de El País, solo le vi en dos ocasiones ocupando la posición central del periódico de la noche: el 23 de febrero de 1983 con la nacionalización de Rumasa –yo había entrado en 1982, un año después del Golpe de Estado de 1981– y el día que Javier Pradera anunció su dimisión. Bajaba a diario, aunque no hablaba por lo general con los redactores, a los que citaba en su despacho; su papel principal era presidir, a eso de las seis y media de la tarde, la reunión en la que se decidía la estructura de la primera página. No era una reunión fácil, en la que cada sección exponía sus temas principales a la búsqueda de un hueco, o al menos un sumario, en primera. El subdirector, Augusto Delkader, a la derecha, y el redactor-jefe, Bastenier, a la izquierda, examinaban fuentes o reclamaban temas que no se habían valorado bastante, mientras Cebrián, sentado de lado, ojeaba montones de fotos. Recuerdo que en aquellas reuniones, de una docena de personas, al menos una tercera parte eran tartamudas, en mayor o menor grado, yo entre ellas (se acrecentaba mi torpeza dialéctica).

 

También lo era Bastenier, que tomaba notas de los temas que había que desarrollar o mejorar en la segunda edición. El redactor-jefe de cierre no compone la partitura, la interpreta. La sinfonía está escrita, se trata de ejecutarla sin que ninguna sección desafine y a Bastenier no se le escapaba una sola nota. Su saber era colosal, del Tour de Francia, una de sus pasiones, a la Conferencia de Bandung, de los secundarios del cine negro americano al conflicto árabe-israelí, del que tanto escribió. Como al clásico, nada humano, y más si era noticioso, le era ajeno. Tenía siempre puesta la televisión con la CNN y salía mostrando el teletipo antes de que te enteraras que había muerto el escritor. Su apariencia, entre charnego y pied-noir, y sus formas a veces bruscas ocultaban a un hombre de enorme cultura y sensibilidad. Había desembarcado en un circo y su número era mantener muchos platillos sobre varillas girando a la vez sin que ninguno se cayera. A diferencia de Ignacio Carrión –que falleció en octubre de 2016 y odiaba las redacciones–, era un hombre de redacción, gran conversador, precipitado y preciso, capaz de almacenar un número infinito de datos y nombres, como un concursante de Saber y ganar.

 

Pertenecía a una segunda generación de redactores-jefe de El País, la anterior se había agotado en los primeros años. Eran buenos periodistas pero las relaciones que mantenían entre ellos se fueron tensando –por antiguas militancias políticas, entre otras razones– y la mayoría, además, abandonó su matrimonio de cánones franquistas para abrazar nuevas y excitantes relaciones que dispersaban sus intereses. El redactor-jefe de noche debe consagrarse a su tarea con la entrega de un monje, sin vida propia ni tentaciones terrenales.

 

Bastenier llegó de Barcelona y yo creo que vivía en la redacción. Le conocí un apartamento en la Avenida de América, minúsculo y atestado de papeles, ruidoso a niveles insoportables, que alquiló tal vez porque era la primera esquina que se encontró en Madrid. Me contó que había dejado uno de los periódicos en los que trabajó y se había dedicado a leer y estudiar por su cuenta durante un año, compulsivamente, como todo lo que hacía. No sé qué año sería porque su biografía le sitúa como director de Tele-Express (1977-1979) y subdirector de El Periódico de Catalunya (1979-1982) hasta que entró en la edición catalana de El País (1982), y de Barcelona pasó a Madrid. En otra ocasión nos dijo que tenía que buscar novia: “Este año me caso”, y efectivamente ese año se casó.

 

Cuando en 1988 empezó a extenderse el rumor de que Cebrián se iba a más altas responsabilidades, se desataron las quinielas sobre su sucesor, pero en ninguna de ellas estaba Bastenier, a pesar de que, estrictamente hablando, era el periodista más capaz de la redacción y seguía sacando el periódico día a día, en aquel clima de Pasión de gavilanes. Nunca le vi participar en conspiraciones o conjuras, ni siquiera hacer caso a los rumores; tampoco manifestaba su posición política. Solo una vez, después de confirmarse un nuevo triunfo por mayoría absoluta de Jordi Pujol en Cataluña, se volvió a Maruja Torres y le dijo: “Otros cuatro años de autoexilio”. Sabía como nadie hacer un periódico, titular, modificar una entradilla, dedicó los últimos años a la enseñanza del periodismo, en el máster de El País y en la Fundación Gabriel García Márquez para un Nuevo Periodismo Iberoamericano. Era un maestro  y me habría gustado, aunque nunca llegué a proponérselo, publicar en fronterad algunas de sus clases. Le molestaba especialmente que la información fuera similar a la que llegaba por agencias. El País tenía un estilo propio y él por supuesto ya se había leído todos los teletipos. Aprendí a no conformarme con un esquema clásico, a buscar siempre ese estilo del periódico que en puridad no era otro que el estilo Bastenier. Los jefes ya se habían ido, había que trabajar deprisa y sin red.

 

Parco en el elogio, para el que no tenía tiempo, en una ocasión me llamó, dando golpes en el cristal de su pecera, como siempre. Yo había entrevistado a Sergio Ramírez, entonces vicepresidente de Nicaragua, que publicaba una novela. Después de un rato de charla con el autor, me di cuenta de que se adentraba con su ficción en la evolución política reciente de su país. “Los historiadores que analicen la sociedad en la que estalló la revolución sandinista tendrán que detenerse –desechando montañas de documentos– en la novela que acaba de publicar Sergio Ramírez…”, escribí. Bastenier me dijo: “Esto no está mal, ¿no se puede quitar algo de publicidad para que llegue más abajo?”. Me sentí flotar con su particular aprobación.

 

El corazón de Chopin se custodia en una urna de una iglesia de Varsovia, sus restos mortales descansan en París y sus composiciones se interpretan constantemente en todos los rincones del mundo. Pero para que el Concierto nº 1 Opus 11 cobre vida lo que hace falta es que alguien levante la batuta y se ponga al frente de la orquesta.

 

(Miguel Ángel Bastenier falleció el pasado 28 de abril debido a un cáncer de riñón).

 

 

 

Carlos García Santa Cecilia es escritor y periodista. Trabajó en el diario El País de 1982 a 1990. Pertenece al equipo de fronterad casi desde su fundación, donde ha publicado, entre otros artículos, José Nieto, último exiliado del franquismo, militante de la CNT, hizo de Nueva York su refugio (con Montse Feu), Las dos Españas de Virginia Cowles, Destino fatídico y El grano de Herbert Matthews, además de varios capítulos del proyecto Diez noticias que conmovieron al mundo. Es el coordinador editorial de publicaciones en papel y ebooks de fronterad, donde mantiene el blog De libros raros, perdidos y olvidados.

 

 

 

 

 

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