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Miguel Ángel Hernández, ante ‘El dolor de los demás’: “Todos somos extraños. El mundo es extraño”

El dolor de los demás (Anagrama, 2018), del escritor e historiador del arte murciano Miguel Ángel Hernández, es un intenso thriller moral con sustrato autobiográfico. Una novela benjaminiana, más centrada en lo posible que en lo real, una investigación emocional que bucea en las sombras oscuras del terrible fratricidio que cometió el mejor amigo del autor cuando ambos estrenaban la mayoría de edad (asesinó a su hermana y luego se suicidó), veinte años atrás y Miguel Ángel Hernández aún vivía en la huerta de Murcia (lugar opresivo del que escaparía huyendo a los 26 años y con el que hace las paces finalmente en este libro). El autor, finalista del Herralde con su novela El instante de peligro, ya se enfrentó al deceso de sus padres en 2011, para tratar de darle significado al sinsentido de la muerte en su libro Cuaderno […] Duelo. En esta su última producción, Miguel Ángel Hernández funde sus filias narrativas (la desubicación y la desincronización, la relación del arte con la literatura, la performatividad del escritor, la dificultosa (sino imposible) recreación de las performances históricas por parte del artista contemporáneo), sus intereses como historiador materialista, que se basan en los actos de memoria y las escrituras en el tiempo, las formas contemporáneas de la amnesia y, finalmente, añade su vertiente diarística, dando cuenta, al tiempo que investiga, de la evolución secuencial e íntima de su propia turbación anímica y sensible en relación no solo al terrible asesinato, sino a su vinculación (¿responsabilidad indirecta?) en el mismo.

 

Un libro que podría ser el reverso de Ante el dolor de los demás, de Susan Sontag, en el sentido de que esquilma las fotografías del dolor y reconduce el interés por la sombra más hacia la vida sesgada que hacia el dolor inmoral (bárbaro, banal e incompresible). Como decía J. Ernesto Ayala Dip en El País, una novela que creará escuela.

 

—Se podría decir que El dolor de los demás es un libro doble, en el sentido de que habla de los otros, pero también de usted. Así, diría que es un libro de descubrimiento, una suerte de investigación moral y no tanto el intento por desentrañar un puzle. ¿Está de acuerdo?

—Es un libro complejo porque se va formando a medida que se escribe. Cuando comencé, no tenía demasiado claro por dónde iban a ir a las cosas, ni siquiera qué es lo que quería escribir. Empecé intentando acercarme a la historia que había estado agazapada todo este tiempo, pero poco a poco me fui dando cuenta de que para llegar a ese lugar debía transitar por caminos que llevaban directamente al yo, a mi pasado, caminos que al final acabaron siendo los verdaderos protagonistas de la historia. Como ha escrito Luis Bagué, en cierto modo este libro puede considerarse un Bildungsromanretrospectivo. Lo pienso y es cierto: más allá de la historia del crimen, lo que se cuenta en la novela es la formación de un sujeto –yo–, un aprendizaje del que sólo se toma conciencia a posteriori, en acción diferida.

 

—Un tema importante en su último libro es el miedo, vivir con el miedo, cómo toda la comunidad hace como que olvida un suceso, pero, sin embargo, ahí está el miedo, que los atenaza a todos. Y eso aun sabiendo que está muy claro qué es lo que pasó (o lo que la gente cree que pasó). Cuando habla de huir de la huerta hacia Murcia a los 26 años, y su sentimiento de culpa por ello, ¿puede que haya también algo de ese miedo inconsciente que le obligara a tomar esa decisión?

—El miedo y el estupor. “El miedo del miedo”, como se dice en algún momento. No tanto el temor ante una amenaza localizada, como un miedo ante algo amorfo, que casi se percibe en el aire. Lo recuerdo perfectamente: en aquellos días se notaba en el ambiente. Eso transformó la comunidad durante varios meses. Aunque no la quebró del todo. Coincidió después con olas de robos en las viviendas. La huerta ya no era el lugar seguro en el que podías dejar la puerta abierta por las noches. Pero el miedo que latía debajo seguía siendo ese miedo irracional que, como decían los vecinos, “se había metido en el cuerpo”. Yo, sin embargo, creo que rápidamente dejé de lado ese miedo. Mi escapada de la huerta ya había comenzado. Y, aunque seguí viviendo allí durante unos años, en el fondo mi mente ya estaba en otro lugar, en la ciudad, en la universidad. Quizá por eso no lo sentí del mismo modo.

 

El dolor de los demás es un libro que no investiga el lado policial, sino el de las emociones, el recuerdo, incluso o precisamente la imaginación, la que se niega a dar por seguro un hecho que parece incontestable porque teme que el dato no sea significativo. Es por ello por lo que me parece mucho más potente, ya que apela a la razón última del mal, que anida en todo ser humano. Incluso en usted mismo. Quiero hacerle una pregunta incómoda. Sé que en algunos momentos desliza indicios en el texto sobre el fondo del mal de su amigo Nicolás, llama la atención sobre la irracionalidad súbita (e incomprensible) de algunos de sus accesos de rabia, pero ¿fue realmente consciente de ese fondo monstruoso durante su amistad? Porque mi impresión es que sí, pero que, dada su inexperiencia, pero también el ambiente en el que vivían (particularmente con ese fondo beatífico de la religión), no sabía en aquel momento ponerle nombre a eso y la escritura de El dolor de los demás, de alguna forma, es un modo de traer lo incomprensible al lenguaje.

—Le seré sincero: en algún momento percibí algo extraño en Nicolás. Pero todos somos extraños. El mundo es extraño. Uno mismo lo es. Para un adolescente, o para un niño, esos comportamientos “fuera de lo normal” resultan incomprensibles. Piensas, “bueno, él es así, qué particular”. Pero luego te miras tú y ves que tampoco coincides precisamente con el estándar de normalidad en la huerta. Yo vestía de negro, leía libros deprimentes, escuchaba música clásica… A los ojos de los demás, no sé quién resultaba más chocante. Dicho esto, durante la escritura del libro –y también las veces que tiempo después he pensado en mi amigo–, creo que he comprendido algunas cosas de modo retrospectivo. Algunos indicios soterrados, sí. Pero ni juntándolos todos habría sido capaz de imaginar un final así. Al asesino no lo vi venir. Ni yo, ni nadie.

 

—Es interesante también que hablar de Nicolás sea a un tiempo un acto de valentía, en tanto que defensa de su honor y, al tiempo, de su relación de amistad con él, pero igualmente también lo vea como una traición, como si todo hubiese de quedar aniquilado por el secreto, el silencio y el olvido. ¿Le ha servido la escritura de El dolor de los demás para desambiguar sus sentimientos?

—Pues no estoy tan seguro. Esas dos sensaciones siguen entrelazadas. Por un lado, pienso que es la historia que tenía que escribir y que necesitaba hablar de Nicolás, de aquel tiempo, de lo que hizo. Pero, por otro, no puedo evitar pensar que he vuelto a sacar a la luz algo que ya estaba sepultado. Y en cierto modo sí que he traicionado nuestra amistad. Él, que tan solitario, taciturno y reservado era, no habría podido soportar todos los focos sobre su vida. La preocupación última a la hora de escribir esta novela era precisamente cómo articular esos dos extremos: la necesidad de contar –también de contar la otra parte– y la urgencia de encontrar un modo de hacerlo lo más ético y honesto posible. Todo, en el fondo, es una cuestión de grado y tono. No es tanto el extremo de decir o callar, sino la posibilidad de un decir que respete, un decir justo. Lo he intentado; no sé si lo he logrado.

 

—En un momento se pregunta, “¿Soy otra persona? ¿Soy el mismo? Aún no lo tengo claro”. Yo diría que ese final en El Yeguas, que muestra al “nuevo” Miguel Ángel, escribiendo tranquilamente, por fin, en una mesa, aceptando esa otra parte de sí mismo, que es el Miguel Ángel “intelectual” (dicho sin la menor ironía), pero sin renunciar a la huerta de su infancia y adolescencia es una respuesta a esa pregunta. Un Miguel Ángel Hernández que ni es otra persona, ni es el mismo, sino una síntesis de ambos. ¿Cómo lo ves usted?

—Es cierto, ese final en realidad muestra una especie de síntesis de mundos. No es tanto un retorno al origen, como algunos han visto, sino una integración del origen en lo que uno ha llegado a ser. Muchas de las historias de reencuentro con el pasado transmiten la idea de una vuelta a la esencia y a la verdad de lo que somos, frente a una especie de construcción ilusoria y banal, la del mundo del afuera. Volver al pueblo, al campo o a la huerta para encontrarnos con nuestro ser auténtico, y no con ese sujeto banal que hemos llegado a ser. En mi caso no funciona así. Y tampoco en la novela. Esa escena final, pero también el proceso de encuentro con el pasado a lo largo del libro, muestra una colisión de dos mundos que progresivamente van haciendo las paces. Pero no hay ninguno que gane al otro. No es una negación del mundo de la cultura a la hora de regresar al origen. De hecho, no es un regreso. Es, más bien, una asimilación. Lo que somos es la suma de las partes. No hay una esencia que está debajo y que sale al quitar las capas superficiales. No hay, de hecho, capas más superficiales que otras. Walter Benjamin y el Yeguas. Las dos referencias están al mismo nivel en mi mente. Tienen la misma importancia para mí. Eso sí, para llegar a esa conclusión he tenido que escribir esta novela.

 

— “La escritura no llega al fondo de las cosas, solo las bordea”, escribe. Pero mi pregunta es, ¿realmente hay algo que sí llegue al fondo de las cosas?

—Es una afirmación radical, pero que habla de los límites del lenguaje. Hay algo que el significado no puede transmitir. Algo que no puede comunicarse con exactitud. Algo para lo que no tenemos palabras –ni emoticonos–. El arte visual y la música han intentado entrar ahí, yendo más allá de la representación, a través de la abstracción. Pero incluso así es imposible llegar del todo. Decía Jacques Lacan que el arte se conforma en torno a un vacío. Imaginaba al artista –al visual, pero también al escritor– como una especie de alfarero, que creaba una forma alrededor de algo que lo movía todo, pero que era indescifrable. Un indescifrable que él denominaba “lo real”. El arte como recubrimiento de lo real, como aquello que nos permite intuirlo y que al mismo tiempo nos protege de caer del todo en el abismo. Un camino y un escudo. Yo comparto esa visión. Y también el sentido de que a veces, por accidente –una tyché–, ese escudo se quiebra y lo real entra en el mundo. Es entonces cuando se toca el fondo de las cosas. O, mejor, cuando somos tocados por el fondo de las cosas. Porque son las cosas las que nos atraviesan, las que nos punzan. Y nosotros estamos a merced de ellas.

 

—Me gustaría resaltar cómo, a pesar de sus intentos porque no sea así el libro acaba ajustándose a las exigencias de la vida y no al revés, no se rinde ante la disciplina del arte. Y creo que le honra el aceptar que así sea, aceptar el fracaso de sus intentos. A este respecto, la “performance banal” de la recreación histórica del último trayecto de Nicolás me parece tremendamente significativa. Porque usted ha sido comisario, crítico e historiador de arte, profesor, pero nunca artista (al menos que yo sepa). Desde este punto de vista, no el de la escritura, ni tampoco desde el punto de vista personal, en tanto que persona afectada íntimamente por el hecho en sí, sino el del ejercicio y la práctica del arte contemporáneo, ¿cómo enfrentó este hecho, esta derrota?

—Es cierto que la escritura del libro es un tour de force entre la vida y el arte. Todo está lleno de reflexiones sobre imágenes –fotografías, pero también recuerdos o escenas–. Y en ese sentido no pude evitar –nunca puedo hacerlo– mi formación como historiador del arte y el modo en que mi cabeza funciona muchas veces como un repositorio de obras a las que realidad acaba ajustándose. El arte es para mí una especie de filtro de aproximación al mundo. Quizá por eso en un momento determinado pienso que lo que estoy haciendo –meterme en el papel de un detective, actuar– se parece mucho a lo que hacen ciertos artistas. Y que la reconstrucción del pasado que estoy intentando llevar a cabo tiene mucho que ver con una práctica artística que me interesa mucho, la recreación de eventos pasados. Este es el germen de esa performance frustrada que aparece en la novela. Frustrada porque, de repente, me parece que no estoy tomando las cosas en serio y que estoy banalizando algo terrible. Esa performance fracasa. Pero quizá sí que hay una performance necesaria, más verdadera, menos banal: la de la propia escritura del libro. Esto es algo en lo que me hizo caer Agustín Fernández Mallo durante una conversación. En realidad, el libro entero –la suma de todos los fracasos– es la auténtica performance que la realidad de la que estaba dando cuenta necesitaba.

 

El dolor de los demás es una novela sobre la asimilación del dolor latente, pero sobre todo sobre la dificultad del perdón, del propio y, en particular, del dolor de los demás. ¿Cree que ha sido capaz de perdonar a Nicolás? ¿Es esto posible?

—No tengo tan algo que algo así se pueda perdonar. Pero tampoco que sea yo quien tenga que perdonarlo. ¿Qué es lo que tengo que perdonar, que no fuera la persona que yo había imaginado, que me defraudara como amigo, como ser humano? Creo que es algo más allá del perdón lo que está en juego. Es la dificultad de lidiar con emociones entrelazadas, con recuerdos felices atravesados por lo terrible. Es la imposibilidad de encontrar un punto en el que el proceso de pensamiento se frene. Es un sí, pero no. Es querer a alguien sabiendo lo que es capaz de hacer. Pero no es perdonar. Ni siquiera comprender.

 

—Igual que en algunas de sus anteriores obras se produce una búsqueda aquí de las palabras a través de las puertas del tiempo que se abren a través de las imágenes. Es curioso el modo en el que trata de llegar a la verdad, porque no es una verdad externa, sino de la memoria. Me atrevería a decir que es un tipo de verdad que no necesita constatación, sino sencillamente aceptación. ¿Qué opina de esto?

—Es cierto: la verdad que busco no está “ahí fuera”, sino bien dentro, en la memoria. Sin embargo, esa verdad interior se rastrea desde el exterior, como si necesitase de esos estímulos del afuera para salir a la luz. El regreso a los espacios de la infancia, la confrontación con las imágenes del pasado, pero también la experiencia del presente, es lo que permite movilizar la memoria, ponerla en funcionamiento. No sé si trata de asimilar algo que ya está ahí o si en realidad, al mover los recuerdos, se construye algo que uno es capaz de aceptar ahora. En el fondo, todo acto de memoria, como dice Mieke Bal, se produce siempre en el presente. Es algo que remite a un tiempo pasado, pero que está sucediendo ahora. El recuerdo no trae el pasado tal y como fue ayer, sino que lo construye a través de nuestra experiencia del hoy. Es en ese sentido que cada presente construye una memoria diferente.

 

—Lo que late en el fondo de El dolor de los demás es su historia personal, la de entender que el viaje de escritura es un reencuentro con su pasado. Así, el lector, y esto me parece un privilegio, le acompaña en ese recorrido. Es decir, que la historia que dispara la narración, en realidad, es sencillamente una excusa (un motivo, mejor dicho) para adentrarte en lo más oscuro de su dolor. Diría que, en este sentido, más que un libro o una novela, es una suerte de diario de aprendizaje. Un cuaderno íntimo que, más tarde, se reconstruye para darle la forma de una novela sin ficción. A este respecto, ¿cree que te han sido útiles (y de qué forma) sus anteriores diarios y dietarios? Me gustaría saber cómo ve El dolor de los demás en relación a todos sus diarios previos (tanto los públicos como los privados).

—En efecto, hay una parte en la novela que puede leerse casi como un diario, la parte del día a día, de la crónica de lo que va sucediendo. Es curioso, al tiempo que escribía la novela escribía también mi diario de la revista Eñe. Ahora que estoy dándole vueltas para publicarlo como una crónica de la escritura de la novela –si es que a alguien le interesa–, me doy cuenta de que hay momentos en los que la trama casi que coincide. Voy al balneario, tengo pesadillas, visito Belchite… Los hechos coinciden, pero el modo en que se narran es diferente. Y, sobre todo, en la novela, a pesar de tener esa apariencia contingente e improvisada, no cabe todo lo que entra en el diario. En alguna ocasión he dicho que El dolor de los demás es una especie de making of de la historia que estaba escribiendo. Una novela autorreferencial. El diario de Eñe, ‘Aquí y ahora’, sería entonces un making of de ese making of. Y lo cierto es que los lectores que siguieron ese diario habrán encontrado muchas reverberaciones en la novela. Y, de un modo diferente, los que lo lean cuando llegue a publicarse, podrán establecer también caminos de ida y vuelta. Y lo que decía sobre la relación con los diarios anteriores (Presente continuo Diario de Ithaca): de algún modo, la novela es un modo de dar forma a esas experiencias que ya estaban ahí. El Yeguas, las visitas a la huerta, al cementerio, mi infancia, mi vida actual, mi cotidianidad… están en esos diarios. Como también están diseminadas en las novelas anteriores o, incluso, en Cuaderno […] duelo. Creo que, en el fondo, El dolor de los demás culmina un proyecto autobiográfico compuesto por todos estos libros previos. Es una especie de condensación de todas mis preocupaciones, pero también el resultado de una experiencia doble: por un lado, el examen continuo de la intimidad –y la pérdida paulatina del pudor–, aprendido de los diarios; y, por otro, la pulsión narrativa y el trabajo con la trama y los personajes, fruto de la escritura de las novelas.

 

—Aquí en El dolor de los demás se hace más patente, pero diría que el motto de toda su narrativa sería este: “Lo que queda en el espejo cuando dejas de mirarte”. ¿Está de acuerdo?

—Es el título de uno de mis primeros cuentos y también de mi primer libro de relatos. Una frase influenciada por la idea de lo “infraleve”, enunciada por Duchamp para referirse a esas energías y distancias imperceptibles, pero existentes. Infraleve es la distancia que separa la sombra del suelo. O el reflejo del espejo. También lo que queda ahí. Por supuesto, es una distancia poética, no cuantificable. Como escritor y como historiador del arte siempre me han interesado esa imagen de algo que está y al mismo tiempo no está. La imagen de lo invisible. La huella imperceptible. El resto de la ausencia. En Cuaderno […] duelo vuelvo a insertar ese cuento al situarme frente al espejo en el que se desplomó mi padre y después mi madre. También hablo de ese cuento en El instante de peligro, en referencia a las fotografías borradas de la artista Anna Morelli, y en El dolor de los demás vuelve a aparecer como referencia. Creo que, como dice, define una poética: la pulsión por encontrar los resquicios de la ausencia, por tocar aquello que ya no está, como si eso fuera posible, como si lo que se pierde no se perdiese para siempre.

 

—Una de las lecciones que creo que usted mismo aprende de la escritura de este libro es la de reconocer todo aquello que no ha sido dicho y la importancia de decirlo, ¿estoy en lo cierto? Quería preguntarle, además, si cree que esto tiene que ver con una educación masculina, la del no decir y no expresar los sentimientos.

—Es cierto que el libro explora la tensión entre lo que se dice y lo que se prefiere guardar. Al final, es un alegato en favor del decir, del contar, de la potencia de las palabras –a pesar de sus límites–. Sin embargo, sobre la cuestión de la educación de género en el decir, no lo tengo tan claro. Al menos en este libro. Tiene que ver más con el lugar, con el contexto cerrado. Es la huerta la que prefiere callar, silenciar, olvidar. Y ahí sí que es cierto que puede estar operando el tabú masculino hacia la expresión de los sentimientos. De todos modos, en mi caso esa educación que reprime la emoción no ha funcionado. No cumplo el estereotipo de hombre. Soy un llorica, me emociono con cualquier cosa, no callo nada, casi que no tengo filtro… Dicho esto, sí que es cierto que hay un punto de vista masculino en la novela y me lo hizo ver Llucia Ramis en su presentación en Barcelona. Hay un momento en la novela en que se produce un giro hacia el lugar de la víctima. Yo sólo soy consciente de que he estado anclado en un rol masculino en ese instante, en el último tercio de la novela, pero muchas de las lectoras del libro, como le sucedió a Llucia, lo han percibido desde el principio. Cuando yo me di cuenta del lugar que ocupaba ese punto de vista tenía dos opciones: o comenzar de nuevo o dejarlo así y evidenciar que esta no es novela construida desde un lugar neutral e inocuo, mostrando a las claras el enfoque de mi discurso, asumiendo la posición de género del lugar de enunciación. Y eso es lo que hice, admitir desde dónde había estado hablando. Y desde ahí intentar actuar para cambiar las cosas.

 

El dolor de los demás plantea un asunto que le es crucial a la literatura: “¿Qué derecho tenemos a conocer la vida de los otros?”. ¿Lo tenemos?

—Esa es, creo, una de las preguntas de fondo de la novela, una cuestión que nunca queda resuelta del todo más allá del hecho de que, al final, la historia haya acabado publicándose. Es decir, la pregunta ética constante a lo largo de las trescientas páginas no se contesta del todo. Es mi decisión publicar lo que he escrito sobre los otros. Y eso no contesta la pregunta en abstracto, sino sólo en este caso. Y ni siquiera es una contestación, sino una decisión. La pregunta es pertinente porque también alude no sólo al derecho que tenemos a saber, sino también a la pertenencia de las historias y las vidas. ¿A quién pertenecen? ¿Quiénes son los demás? ¿Podemos relatar con más legitimidad lo que le ha sucedido a nuestro abuelo que al abuelo de otro? ¿La consanguineidad es un derecho? ¿Lo es la amistad? ¿Cuento con más legitimidad yo para hablar de mi amigo que alguien que pudiera escribir sin esa cercanía? No sé si esas preguntas tienen respuesta. Pero creo que el hecho mismo de planteárselas en la escritura y no darlas por supuestas es necesario. El lector tiene que sentir que detrás de lo que está leyendo hay una serie de toma de decisiones, que nada va de suyo, y pienso que es importante que también perciba ese cuestionamiento ético, esa pregunta irresoluble. A veces escribir es compartir incertidumbres.

 

—Resulta curioso y simbólico que su prima Loles le disparase un perdigonazo en la cabeza cuando eran niños y sea justo ella quien le cuente la historia de Rosi, quien le revele la profundidad de una sombra. Es curioso cómo, en este caso, los hechos de la vida, a pesar de su no querer que sean literarios, acaben trazando una narrativa perfectamente metafórica de la verdad. Esto tiene relación también con el cuaderno que escribió tras los sucesos, los garabatos que veinte años después se transforman en otro cuaderno, pero esta vez de palabras. Es como si la vida dispusiera su propia narrativa a la que no nos queda otra que amoldarnos. Me gustaría que no contara cómo vivió toda esta serie narrativas (pre)determinadas.

—No había caído en ese simbolismo de lo que sucede con mi prima Loles. Y me alegra no haberlo hecho mientras escribía porque entonces habría que tenido que reflexionar sobre esa paradoja y habría sonado forzado. Pero sí que es cierto que muchas de las cosas que suceden después están predeterminadas en el pasado. El caso del cuaderno de garabatos que luego se convierte en novela es paradigmático. Yo creo que la vida está llena de estas prefiguraciones, pero que sólo lo advertimos cuando nos fijamos y le otorgamos un significado en relación con una historia. Significados que nos hacen más fácil vivir, porque se amoldan a lo que ya conocemos. Como diría Benjamin, es lo nuevo bajo la forma de lo viejo, o al revés, las cosas que, en su aparente novedad, nunca cambian. Un eterno retorno de lo mismo. A veces la vida se mueve en círculos. O somos nosotros que preferimos verla así para evitar el vértigo de la línea recta e indefinida.

 

—A este respecto, quería preguntarle sobre las “casualidades” que no paran de sucederse en todo el libro. ¿Será que la curiosidad obliga e impele al conocimiento para que tome formas inteligibles y eso acaban siendo las “señales”?

—Es otra cuestión curiosa. No quería imitar a Auster ahí, pero el caso es que la novela está llena de azares y casualidades. Tanto, que a veces tenía que pensármelo dos veces antes de escribirlas porque podrían resultar inverosímiles. Hay dos o tres momentos de esos que uno ve en una ficción y piensa inmediatamente que son tan forzados que no hay quien se los crea. Tan sorprendentes que están en el límite de lo paranormal –un territorio que, por cierto, bordea la novela en algunos lugares–. Muchos de esos azares, pensados después, en el fondo, como sucede con las prefiguraciones, son simplemente signos que percibimos porque estamos atentos. Pasan continuamente, pero es cuando estamos alerta cuando los interpretamos. En realidad, se parece mucho a esa especie de paranoia hermenéutica que uno sufre cuando investiga algo: todo está relacionado con el texto sobre el que trabaja. Todos los autores dicen algo que tiene que ver con el pensamiento de nuestro autor, todos los artistas le influyen…, todo se reinterpreta sobre la base de nuestro esquema mental. Y creo que con los azares y casualidades sucede algo similar: interpretamos el mundo que nos rodea para dar sentido a lo que tenemos en la cabeza. Eso quiero pensar para racionarlo porque soy un sujeto racional. Pero también es cierto que, mientras escribía la novela, sucedieron cosas que están en el límite de esa lógica y que aún no he logrado explicar.

 

—En Cuaderno […] duelo su intención era la de dotar de significado al sinsentido de la muerte. La paradoja es que allí el espacio literario le alejaba de la experiencia de la muerte y aquí, precisamente es lo que permite el conocimiento de la verdad. ¿Cómo ve la relación que hay entre los dos libros?

Cuaderno […] duelo es un libro de catarsis, casi una terapia, un intento de poner palabras a la emoción inmediata, sobre todo en ‘Cuaderno de duelo’, el capítulo fundamental, en el que hablo de la muerte de mi madre. Es un libro de trauma, de esbozos. Y su escritura se parece más a las partes del pasado de El dolor de los demás –los fragmentos que están en presente y en segunda persona–. De algún modo, tienen la misma función: nombrar lo que no tiene nombre para poder afrontarlo, simbolizarlo, representarlo, visualizarlo, aunque aún no se pueda comprender. Escribir para alejarse de la emoción inmediata. Escribir para entender, pero sobre todo para protegerse. Frente a esa inmediatez, El dolor de los demás es un libro mucho más meditado, y se asoma al trauma de un modo diferente, desde una aparente distancia –la del tiempo–, a través de la narrativa, intentando dar sentido a lo que en la inmediatez de la experiencia parece no tenerlo. Pero sin negar en ningún momento esa fuente de incomprensibilidad que se instaura en la mente cuando sucede algo que no podemos asumir. De algún modo, pretende mostrar la tensión entre esas dos reacciones ante lo traumático: el estupor de estar frente a lo inasumible, y la necesidad de darle una narración para poder convivir con ello. Esa tensión se resuelve a favor de la convivencia con el trauma, pero no lo obvia, ni lo soluciona; simplemente le otorga un lugar en la narrativa que nos construimos para seguir viviendo.

 

—Por último, quería preguntarle sobre los blogs. Últimamente ha vuelto al suyo, después de algún tiempo de inactividad. ¿Cómo ve los blogs hoy en día y en general la escritura que sucede en internet?

—He vuelto al blog por nostalgia y porque me daba mucha pena que se perdiese. En cierta manera, No (ha) lugar marcó el inicio de mis experimentos con la escritura diarística y la exposición de la intimidad. Lo inicié en 2006 y lo actualicé casi diariamente hasta la aparición del microblogging de Twitter o Facebook, que sustituyó esa vocación de diario y lo relegó a un papel secundario, para textos más largos, pensamientos o repositorio de artículos publicados en otros medios. Sin embargo, en el blog había algo que no encuentro del todo en las redes sociales, más preocupadas por el efecto directo y el impacto casi que por el contenido. Por otra parte, creo que hemos vuelto a esos tiempos iniciales en los que escribir en tu blog era un poco escribir en el desierto. No sabías quién te leía. No tenían que ser tus amigos. No tenían que dejarte comentarios, ni me gustas. Era más parecido al lector del libro –aunque es verdad que con un cierto feedback–. También es cierto que, con el tiempo, algunos blogs se convirtieron en circos. Unos circos que hoy han pasado a Facebook y Twitter. En parte, también por eso he decidido volver al blog. Aunque sobre todo creo que tiene que ver la necesidad de escribir después de unos meses de silencio. No quiero comprometerme con ningún medio para escribir opinión o reseñas –me gano la vida en otro lugar–; pero me apetece de vez en cuando publicar pensamientos, impresiones, vivencias… Y para eso el blog es el mejor lugar. Absoluta libertad sin presiones de entregas. Y, además, permite algo que me gusta muchísimo de la escritura diarística: la inmediatez, una escritura menos pensada y meditada que la de los textos que se publican en un medio, pero quizá más fresca. Una escritura que pesa menos, casi en el límite de la oralidad y la improvisación. Un cuaderno de esbozos en el que cabe todo. También aquello que no va a ninguna parte. Un no (ha) lugar.

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