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AcordeónMiguel en Filipinas

Miguel en Filipinas

 

La necrofilia es el territorio donde campa a sus anchas el gestor cultural. ¿Qué harían los gestores sin efemérides y centenarios de personajes ilustres? Observando la tradición de nombrar las bibliotecas de sus centros con figuras destacadas de la literatura hispana, el Instituto Cervantes de Manila bautizó el pasado 28 de octubre su preciosa biblioteca con el nombre de Miguel Hernández, casi coincidiendo con el centenario del nacimiento del poeta. Para la ocasión, el centro cultural español organizó una lectura ininterrumpida de la poesía completa de Hernández, en la que unos cuatrocientos lectores recitaron su obra durante más de nueve horas, en español y otras lenguas. Movido por una malsana curiosidad y decidido a salir de dudas -que pudieran conseguir suficientes lectores-, respondí a la invitación de mis amigos de la institución para apoyar el acto e incluso, venciendo mis fobias a hablar en público, a declamar por la causa un poema predilecto de El rayo que no cesa. Para mi sorpresa, me quedé sin turno por exceso de voluntarios y me tuve que apuntar en una lista con la esperanza de que no apareciera alguno de los lectores que habían reservado. Al final, falló uno de ellos y pude recitar un poemita del Cancionero y romancero de ausencias.

       No es la primera actividad que organiza este centro relacionada con la obra del poeta alicantino. Ya en 2004 promovió el estreno de una pieza teatral sobre Hernández, dirigida por José Estrella para la Dulaang UP (Universidad de Filipinas). Ese mismo año, el Cervantes publicó junto a la Fundación Miguel Hernández Recoged esta voz, una antología poética en español con traducciones al inglés y a siete idiomas filipinos: tagalo, cebuano, ilongo, bicolano, ilocano, pampango y chabacano. El libro, hoy una rareza bibliográfica, está repleto de perlas y curiosidades filológicas, como la traducción al chabacano del soneto Como el toro he nacido para el luto, que comienza así en la lengua de Zamboanga:

 

Daw toro nacido yo para na duelo

y na dolor, daw toro marcao yo

de un hierro impiernal na mi costao

y de un pruta que ta crisido na medio del dos pierna.

 

       Aunque no alcanza la fama de García Lorca o Pablo Neruda, Miguel Hernández no es un escritor desconocido en el mundo hispanohablante, donde algunos de sus poemas forman parte del acervo popular y han sido versionados en canciones. Pero, ¿qué interés puede despertar en este Archipiélago Miguel Hernández? ¿Qué le hemos visto al poeta de Orihuela?

       Un desfile de alumnos y profesores de español, jóvenes sobre todo, que acudieron en masa a la convocatoria para recitar y escuchar los versos de un poeta kastila, salía del recital luciendo camisetas con un puño cerrado del que nacían los versos “Yugos os quieren poner / gentes de la hierba mala, / yugos que habéis de dejar / rotos sobre sus espaldas.” Intrigado por esa cuantiosa participación en un acto que sólo prometía “nueve horas de poesía”, interrogué a algunos de mis jóvenes co-lectores en aquella maratón acerca de su amor al poeta. Algunos de esos jovenzuelos adujeron que los versos son tan universales, tan actuales, que parecen escritos hoy. Se referían, claro, y podían recitarlos de memoria, a poemas como El niño yuntero, Vientos del pueblo, Nanas de la cebolla… Predominaban las obras pertenecientes a la época más politizada y militante del poeta. ¿Por qué prefieren la poesía social? Acaso en su elección influya que el paisaje social de la España caciquil que denuncia Miguel en esos poemas pueda traernos a la mente el atormentado presente de millones de nuestros ciudadanos.

       Filipinas es el mayor exportador mundial de mano de obra, nuestra principal fuente de ingresos. Nueve o diez millones de compatriotas ejercen de siervos del mundo. Y entre los que nos hemos quedado abundan los caciques de la hierba mala, los niños yunteros y las nanas de hambre y cebolla. Acaso esos jovenzuelos sientan que ese pasado es nuestro presente, y quién sabe si además su propio futuro. Acaso a ellos les pese como un grillete la sospecha de sentirse condenados por la venal oligarquía del país a habitar eternamente en la periferia del progreso.

       No estamos hablando de un superventas, claro, menos aún en una nación con nuestros raquíticos índices de lectura, pero Miguel Hernández está suponiendo un auténtico descubrimiento en los departamentos de literatura de nuestras Islas. Marra Lanot y Pete Lacaba, primeras espadas de la poesía filipina, lo han versionado en tagalo. Lo mismo ha hecho Ramón Sunico, quizás el más culto de nuestros escritores. Y Marjorie Evasco, nuestra poetisa más premiada dentro y fuera, la de mayor proyección internacional, difunde a Miguel tanto desde sus traducciones al inglés y al cebuano como desde sus clases de Escritura Creativa en la Universidad de La Salle.

 

 

       El día de la inauguración de la Biblioteca Miguel Hernández los participantes posaban orgullosos en el recital poético con las camisetas del puño, regalo del Cervantes para la ocasión. Posaban y pasaban los jóvenes lectores con sus camisetas y con unas carpetas amarillas que rezaban “¿Puede la poesía cambiar el mundo?”. Resultaba todo tan hippy, tan cándido y utópico que rejuvenecía. Parece que Miguel lo reúne todo para erigirse en un icono cultural en países en vías (¿muertas?) de desarrollo, y creo que el Instituto Cervantes de Manila explota astutamente ese potencial. A fin de cuentas, como a Rizal, también a Hernández lo mataron los españoles en la flor de la juventud, tronchando así una prometedora carrera literaria.

       Consciente de que el mercado está fagocitando el mundo cultural, sospecho que el Cervantes se ha apuntado al cultivo de la potente marca nacida con el centenario de su nacimiento: el sello Miguel, que henchido de promesas de amor, versos y utopía, vende bien. La operación no está, sin embargo, exenta de riesgos: el compromiso tan auténtico del poeta con los débiles puede acabar arrastrándolo, paradójicamente, a figurar estampado -como un Ché cualquiera pero más culto- en las camisetas de los niños de papá que juegan ser radicales durante sus años universitarios. Sería una pena que sus versos se vaciaran de sustancia en camisetas o pegatinas.

       Mas la poesía está llena de milagros, y también podría suceder que la semilla de su obra prenda y germine en nuestras Islas y, como ocurrió en la España del tardofranquismo, vuelva a ganar una batalla aquel hombre que en vida las perdió todas. Porque, como sostiene Miguel, “hay un rayo de sol en la lucha que siempre deja la sombra vencida”. Y porque, como afirmaba Celaya, de quien sin duda en 2011 celebrarán los gestores culturales su centenario, la poesía es un arma cargada de futuro.

 

 

* David Sentado, veterano periodista todoterreno, es quizás el más secreto de los escritos filipinos. Quienes lo conocen sostienen que es además un narrador de clara raigambre cervantina, no tanto por la calidad de sus escritos como porque lleva años prometiendo una novela que nunca acaba de llegar.

 


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