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Mientras tantoMil cuatrocientos cuarenta (Traviata en Oviedo)

Mil cuatrocientos cuarenta (Traviata en Oviedo)


 

 

Dieciséis de mil cuatrocientas cuarenta. Son las entradas que ahora mismo, a cuatro horas de levantar el telón del teatro Campoamor de Oviedo, quedan para el estreno de esta Traviata en la que ya es su cuarta encarnación.

 

Nació un día de principios de julio en Madrid, estrictamente, tras varios meses de gestación. Fue alumbrada en un salón de casa sudoroso, en el corazón del Madrid más castizo, con un par de sillas a modo de diván y una versión en cedé como motor de vida, como engranaje de un Frankestein intangible que ha terminado por ser Violetta Valéry: la traviata.

 

Desirée Rancatore le prestó su primera cara, voz, cuerpo y movimiento, en El Escorial y San Sebastián. Luego Carmen Romeu hizo lo propio en Córdoba y ahora, en un rato, lo hará Ailyn Pérez, tras semanas de ensayo en una sala y un escenario en los que solo estábamos mirando nosotros, en los que, igual que ha ocurrido con los vestidos al pasar junto a los espejos de metacrilato que integran la escenografía, el aire a su alrededor se iba cargando de electricidad y nos iba soltando pequeños trallazos.

 

Ella y Romeu son las dos Violettas que tendremos en Oviedo a lo largo de esta semana. Violettas que, sin más toma de tierra que su voz y su alma, liberaban descargas en forma de baile pausado con sus respectivos Alfredos (Aquiles Machado y José Luis Sola), de arias en una sala demasiado iluminada y vestidas de calle a las que sucedía algún silencio, alguna lágrima inopinada entre los que estaban allí.

 

Todos los dramas, las risas, las cervezas, las alegrías, las dificultades y las horas de concentración se convierten en algo tangible a medida que se aproxima el estreno. Uno más pero, como siempre, uno único. En el ensayo general descubres que todo va en serio, que todo está ahí: ya no abres la partitura ni consultas tus notas, ya te esfuerzas por asumir que la criatura, la ópera por excelencia, ha nacido y se empeña en caminar por su cuenta, en zafarse de la ayuda que los demás le ofrecemos para mantenerse en pie.

 

Prácticamente ninguna de las personas que esta tarde (dentro de tres horas y media, ya) va a asistir a la lenta subida de telón hacia las entrañas del Campoamor sabe qué se va a encontrar, o cómo. Ni siquiera nosotros, que nos mordisqueamos los nudillos tras la mesa de dirección, estamos seguros a ciencia cierta. Podemos intuirlo, porque hemos visto a maquinistas, regidores, eléctricos, cantantes, coristas, figurantes, utileros, sastras, maquilladoras, peluqueras, músicos y maestros perfilar los movimientos, imágenes, sonidos y, en fin, emociones, que habrán de salir a pasearse por esta sala aún desierta.

 

Sabemos por qué puerta entrarán y por qué puerta saldrán, sabremos lo que cantarán y cómo lo harán. Sabemos quién muere, quién vive, pero no sabemos quién llora y quien ríe: hoy, cuando a las 19 horas se levante con toda esa parsimonia buscada el telón, averiguaremos que sucede con ese teatro a rebosar, qué energía es la que se crea y sentiremos, al fin, la extrañeza inherente a la despedida de la criatura, a sus pasos sin más sustento que el del aquí y el ahora. Este veneno, en definitiva, llamado teatro en su expresión máxima, pura.

 

Mañana por la mañana, quizás cuando el kiosko de la plaza del mercado esté desperezándose y llevemos pajaritas y esmóquines fuera de su sitio y nuestros zapatos acharolados bramen pidiendo tregua, leeremos lo que se ha dicho tras el aplauso captado entre bastidores, tras el maquillaje volatilizado por el sudor. Será como una esquela, como un pálido recuerdo de lo que hayamos vivido. Eso será lo que nos acompañe y lo que quede. Lo demás, que se lo lleven los mil cuatrocientos cuarenta.

 

(Ya solo quedan tres horas).

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