Disculpa, ¿quieres ver miles de estorninos buscando su cama? (Jesús, cincuenta y tantos largos, médico retirado, corazón con fallas, tercer chakra tenebroso, dice). Atravesamos el pasillo infinito de la planta de cardiología. Tomamos asiento frente al ventanal, que nos regala los últimos árboles del Parque Grande. Quiero que conozcas a mi hija Isabel: ella me trae cuadros de Hopper. La sala última de la quinta planta, que comienza a llenarse, refleja restos de atardecer y convierte el lugar en un observatorio majestuoso. A Basilio (ochenta y uno, obrero común, murciano, insuficiencia cardíaca crónica severa, muy del Barça, dice) le cuesta más de cinco minutos conquistar la cumbre de luz desde donde se domina la tarde. Ellos, los cientos, los miles de pájaros diminutos, dueños de los altos del hospital capitalino son, en la mañana, ocho en punto, implacables. Por puntuales, por certeros, por rápidos. Su salida es esperada por quienes tienen en esas ventanas los secretos del universo: como quien abre los ojos en lo oscuro, como quien arquea las cejas al hablar, leyendo los códices del mundo. Al atardecer, dice Jesús, es otro cantar. Más caótico porque no hay hora exacta, pero es un espectáculo fascinante… Ahora empiezan a bailar, a elevarse y caer, a disputarse en un remolino eterno las mejores ramas donde guarecerse para dormir. A Basilio el contemplativo le brillan las facciones, ésas que saben cuánto exigen los destierros. Saborea, rememora, asiente, calla. De dónde, pensé, de cuál de esos ojos, de qué amores, de qué días azules, salió tan delicioso aroma, tanta belleza, tanta ternura, tanta imaginación.