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Sociedad del espectáculoArteMina Cheon y lo sublime ideológico aplicado a Corea del Norte

Mina Cheon y lo sublime ideológico aplicado a Corea del Norte

 

La humorística e incisiva exposición de Mina Cheon en la galería Ethan Cohen hace burla del rígido régimen norcoreano. Consiste en pinturas de la propia artista vestida de soldado, en ocasiones en tándem con los líderes supuestamente visionarios del país. La muestra aspira a liberar a Corea del Norte de su conformismo absurdo y militarizado través de la exageración de las características propias de su gobierno. A pesar de que su enfoque es principalmente conceptual, las pinturas de Cheon logran impactar, además de su genial desempeño en una divertida escenificación en que personifica una soldado patriota hasta el absurdo que recita más de cincuenta epítetos para evocar al gran líder Kim Il-sung. En general, la exposición plantea una cuestión importante: su ironía pretende socavar las tácticas extremas de la propaganda del país, pero no de un modo tan despectivo como para que los norcoreanos sean percibidos como monstruos en vez de personas. En todo caso, si hubo alguna disonancia ésta se manifestó en el sarcasmo implícitamente cáustico de las imágenes. Empero, si bien su burla va aparejada a la intención más benigna de persuadirnos a nosotros, el público occidental, y a ellos, los norcoreanos, de su necesidad de humanizarse –en lugar de demonizarse–, la parodia puede ser vista como dura, si no cruel.

 

A este enfoque tan extremo no le faltan motivos. Sin duda, Corea del Norte se distingue del resto del mundo al asumir más o menos la etiqueta de estado paria. Se comprende el mensaje de Cheon de que la ideología estatal es rígida hasta el punto de ser irracional, por no decir letal. En efecto, el objetivo de la exposición es burlarse de los valores nocivos de una sociedad volcada de forma inclemente en la apoteosis de padre e hijo, que han matado y matan libres de culpa y de castigo. Cheon, que es coreana, está probablemente mucho más involucrada que la mayoría de los estadounidenses en el conflicto entre el capitalismo liberal occidental y la rígida ideología de izquierdas de Corea del Norte. Las posiciones y la agresividad ciega de los métodos de Piongyang resultan repulsivas para casi todo el mundo y Cheon atribuye de manera manifiesta el papel de malvados a los norcoreanos. Como resultado, más allá de la diversión provocada por la sátira de la megalomanía que impera en el país asiático emerge el propósito tácito de humanizar al enemigo. Pero el énfasis recae principalmente en lo absurdo de la visión norcoreana, obsesionada por las tartas de chocolate, que cuestan diez veces más en el norte que en Corea del Sur (donde son elaboradas). Vagamente reminiscente de la obsesión holandesa por los tulipanes, el postre se ha convertido en una especie de moneda en una situación económica que provoca que la mayoría padezca penosas condiciones de vida. Cheon merece ser aplaudida por su capacidad para, a partir del escarnio, pasar, implícitamente, al reconocimiento más empático de un gobierno, quizás una cultura entera, que atraviesan momentos difíciles.

 

Las pinturas son carteles propagandísticos que favorecen un enfoque burlesco en detrimento de una visión más sutil. Por ejemplo, en una de las pinturas muestra una fila de mujeres vestidas como el personaje representado por Cheon: con uniforme militar, gorra y guantes, que marchan haciendo el paso de oca hacia el futuro. En segundo plano, una espiral de rayas rojas y negras alternas cerca del centro de la pintura hace juego con la estridencia de los uniformes de las mujeres soldado. Esta es una pintura conceptual de altura, con la implicación añadida de que las convenciones norcoreanas son extremadamente formales hasta el punto de poder ser tachadas de totalitarias. La identificación entre la artista y las mujeres de sus pinturas es obvia –estas últimas tienen su mismo corte de cabello–. Pero su carácter no es autobiográfico sino más bien un elemento adicional en la construcción de su personaje, en el que la artista se mantiene al permanecer uniformada durante toda la exposición. Su personificación demuestra el modo en que una política totalitaria ni redime ni rescata a los pobres sino que los empuja más profundamente a convertirse en seres construidos a partir de la falsedad y cuya dignidad solo equivale a la teatralidad de una farsa pública.

 

En otro cartel que eleva el liderazgo norcoreano a una posición central a escala mundial podemos ver en la portada de la revista Time a Kim Jong-un, nieto de Kim Il-sung y actual gobernante de Corea del Norte. Conocido en Estados Unidos por el sobrenombre de Lil’ Kim, el tirano de rostro aniñado luce a la vez ridículo y amenazador. En la composición aparece Cheon una vez  más vestida de militar, de pie frente a su líder y escribiendo ostensiblemente en un cuaderno rojo. El vínculo con el culto a la personalidad de Mao es obvio, y de ese modo somos testigos de un absurdo visual que toma significado a través de la China continental, que sigue siendo el principal aliado de Corea del Norte. El estatus de culto de los descendientes del Camarada Gran Líder ha llegado a su tercera generación y no da la impresión de que vaya a haber cambio alguno. La oposición parecer ser inexistente, como suele suceder con los gobiernos cuyo poder es detentado por un número reducido de personas. Sin embargo, debido a la amenaza nuclear que representa el resto del mundo desea que Corea del Norte sea contenida bajo alguna forma de control. El aislamiento de su gobierno es ilustrado incisivamente por la iconografía de Cheon al representar a un supuesto partidario verdaderamente comprometido: llega al punto de incluir retratos de sus hijos reales. De esa forma subraya el alcance de coacción de la autocracia, ideas inflexibles y vigilancia del comportamiento.

 

La performance de Cheon, junto a sus accesorios visuales, trae aparejados temas más amplios que atañen al arte contemporáneo en general. En estos momentos hay mucho arte consagrado a lo que el desaparecido crítico Arthur C. Danto llamó “lo sublime político”. Queda por descontado que Cheon inmortalizaría especiosamente al gobierno norcoreano. Pero uno se pregunta acerca del propósito de este brillantemente concebido pero ligeramente desconcertante pretexto. En la propuesta de la artista, Corea del Norte es amonestada de forma intensa, pero prácticamente no hay lugar a otro tipo de interpretación. La culpa no recae en Cheon, sino en la postura del gobierno de Kim, que se ha ganado ese tratamiento corrosivo por parte de la artista. En realidad, nos encontramos frente a una exposición conceptualmente politizada en la que la política de Corea del Norte es desenmascarada como lo que verdaderamente es: demagogia. Cheon sabe que nada puede defenderse del escarnio y por ende sus métodos se mueven en esa dirección. Mi única preocupación, como escritor y como persona, es que el país permanezca como parte de la humanidad ante nuestros ojos, aunque solo sea para reconocer los crímenes en contra de su población. Un sarcasmo demasiado intenso reduce el país a la acusación de que sus habitantes son infames, lo que sería un gran paso hacia su deshumanización.

 

Hay una imagen particularmente inquietante: la pintura Tres Gracias, hecha en 2013. En ella, tres Cheons vestidas de modo idéntico con uniformes verde oscuro y botas altas saludan y marchan mientras parecen aceptar el reconocimiento de su poder. Un fragmento de una enorme bandera norcoreana hace las veces de telón de fondo. La fuerza propagandística de esta imagen, si se toma al pie de la letra, presupone el futuro glorioso de una nación de líderes visionarios. Pero se impone la cruda realidad y podemos ver la imagen como lo que es: una caricatura de la verdad, a la vez que una referencia solapada a la historia del arte occidental. La brecha entre la superficie y la dura realidad de Corea del Norte es el tema principal de la exposición de Cheon. Esta escisión tiene implicaciones trágicas –tan trágicas que puede provocarnos como a Cheon deseos de disipar el desasosiego a través de la risa–. Una vez que la tragedia es reconocida, vemos a la artista indagar en sus implicaciones por medio de una representación cómica del modo en que la realidad norcoreana sería percibida por una economía mercantil y liberal como la nuestra. Pero nuestra posición nos hace correr el riesgo de llegar a ser petulantes si solamente nos valemos de la risa. Necesitamos una lectura más matizada de las diferencias políticas, por irracional que parezca en este contexto específico.

 

En la planta baja de la galería los visitantes fueron recibidos por una instalación de diez mil tartas de chocolate (¡!), ordenadamente apiladas en forma rectangular imitando los contornos de la habitación. Las tartas de chocolate tienen un precio elevado en Corea del Norte, lo que una vez más recalca la sinrazón de una economía centralizada. El público es instado a hacerse con una o más de las tartas y llevarlas a su casa. Su libre distribución contrasta con lo excesivo de sus precios en el país asiático. En este caso, se destaca el conceptualismo participativo y de estilo performance del proyecto de Cheon. ¿Quién puede resistirse ante las tartas de chocolate cuando se tiene la libertad de coger la cantidad que se quiera? El arte contemporáneo, especialmente en Estados Unidos, tiene un aspecto pop en su núcleo, busca frecuentemente la diversión –desde las serigrafías de estrellas hollywoodenses de Andy Warhol–. Tenemos un modo de expresión social muy informal en el arte contemporáneo, lo que se contrapone a las verdades políticas formales y supuestamente supremas que Cheon satiriza. Al socavar la formalidad del país así como su dependencia de rituales políticos de una inclemencia inusual, la artista muestra que tanto la cultura como la política pueden inclinar la balanza hacia un control social que conlleve un alto precio a pagar por sus participantes involuntarios.

 

Es así como, en cierto modo, Cheon señala acertadamente el modo en que la cultura y la política interactúan entre sí. Las dos están imbricadas en las sociedades más totalitarias –no hay más que ver la política cultural del Tercer Reich–. En un mundo que se ha vuelto cada vez más –si no completamente– capitalista, es interesante observar los modos inflexibles de una nación aún comprometida con un sistema financiero altamente idealizado. Sería mucho mejor que la idealización apuntara hacia el cambio social y la expresión cultural, lo que auguraría una mayor libertad personal en Corea del Norte. Cheon nos hace un favor con su representación burlesca de un país con una necesidad profunda de realinear su política. Su burla tiene un propósito: la subversión del totalitarismo. Pero no es solamente Corea del Norte quien tiene que aprender, también es posible que los estadounidenses deban tomarse más en serio las juguetonas reproducciones de Cheon, sobre todo ante esa propensión tan nuestra a creernos con el derecho ultrapatriótico de dominar al mundo. A la larga, la exposición de Cheon será percibida, por extensión, como una crítica al poder excesivo y su habilidad de convertir a la cultura en algo amenazador, más allá de donde dicho poder sea ejercido.

 

 

 

 

Jonathan Goodman es poeta y crítico de arte. Ha escrito artículos sobre el mundo del arte para publicaciones como Art in AmericaSculpture y Art Asia Pacific entre otras. Enseña crítica del arte en el Pratt Institute de Nueva York. En FronteraD ha publicado, entre otros, Amalia Piccinini: “Muchos aficionados al arte en Nueva York pierden interés en las galerías por el hermetismo de las obras”, Hermanos Gao: “Con el Partido Comunista Chino la sociedad se convirtió en una tina para lavar el cerebro”Pablo Carpio: la vida de un artista en Nueva YorkJohn Cage: ¿Místico, innovador musical o charlatán? 

 

 

 

Traducción: Vanessa Pujol Pedroso

 

 

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