La poesía es la atmósfera del alma: protege su superficie de las rocas provenientes del exterior lanzadas por remotos honderos indeliberados y autoriza la creación. El alma sin poesía es Mercurio: yermos calcinados sin otra historia que los cráteres abiertos por eones de golpes. Poetizada el alma es la Tierra: un lugar posible.
Recorro Kangemi, una de las inmensas barriadas pobres de Nairobi, con La destrucción o el amor de Vicente Aleixandre en la mochila. Kangemi apenas ha cambiado desde que estuve aquí por última vez hace seis años: casas demacradas, inmundos comercios levantados con paredes de hojas de zinc, calles de tierra que se enlodan cuando las lluvias, miles y miles de familias no invitadas al siglo. Entre el 60 y el 70% de los habitantes de Nairobi viven en slums, zonas marginales que carecen de servicios básicos. Para acceder a Kangemi desde el centro hay que atravesar un barrio rico donde residen políticos y mercaderes. Barreras de hierro y guardias de seguridad impiden o dificultan el paso a quienes no tienen una tarjeta especial, esto es, la gente de las chabolas no puede tomar el camino más corto para ir al corazón de su ciudad sin ser detenidos por hombres armados. La opulencia y la miseria colindando sin convivir: esto es Kenia; esto es el mundo.
Pero el mundo también y sobre todo es la lucha a brazo partido de las sociedades por alcanzar formas de gobierno que permitan a hombres y mujeres componer sus vidas en paz y libertad derrocando a la fuerza como escala y al lucro como vínculo en favor del bien común. Hace pocas semanas los kenianos votaron mayoritariamente a favor de una nueva Constitución. No ha sido un proceso fácil: la anterior fue negociada durante los Acuerdos de Lancaster que condujeron a la independencia en 1963. En ella los ingleses perpetuaron el modelo de gobierno autoritario que había impuesto la colonia y reconocieron la imposición de prácticas tradicionales contrarias a la igualdad: se elevó a Ley Fundamental lo peor de ambas culturas. La primera Constitución cohabitó impasiblemente durante casi cinco décadas con violaciones de los derechos humanos, opresión política, asesinatos extrajudiciales, desapariciones y abusos del Estado. Activistas e intelectuales alzaron su voz exigiendo reformas e impulsaron movimientos y protestas: a muchos les costó la cárcel, a algunos la muerte. Finalmente el viernes 27 de agosto de 2010 la segunda Constitución, aprobada por más de dos tercios de la población, fue promulgada.
Muchas cosas cambiarán. La nueva Constitución incorpora una Declaración de Derechos que garantiza, entre otros, el derecho a la seguridad, a la vivienda, a la alimentación, a la vida y a la libertad de expresión. El poder del Presidente queda limitado estableciéndose un sistema de control parlamentario con capacidad de veto en nombramientos clave. El procedimiento de elección en la judicatura será más transparente. Se han introducido mecanismos que deben mermar la impunidad de la policía e impedir los arrestos arbitrarios. También se descentralizará parte de la gestión del presupuesto para mejorar su eficacia y lograr que cada Condado sea responsable ante sus ciudadanos. En eso consistía la democracia: el pueblo presta el poder a sus representantes por un tiempo convenido y estos responden de su uso a cada paso hasta que lo devuelven.
La transformación de la ley afectará a algo crucial: la tierra. La dominación inglesa que les robó los mejores campos de Kenia a los africanos para repartirlos entre los colonos blancos y el sistema clientelista instaurado tras la independencia por Jomo Kenyatta y Daniel Arap Moi, los dos primeros presidentes del país, concentraron inmensas extensiones del territorio en manos de un puñado de familias e instituciones. La nueva Carta Magna prescribe que las tierras que permanezcan ociosas serán devueltas a las comunidades. Por este motivo los grandes terratenientes, entre los cuales se halla el anciano y corrupto ex-Presidente Arap Moi, han sido los más ardientes defensores del No. La jerarquía de las Iglesias Cristianas, anglicanos, pentecostales y católicos, propietarias a su vez de incontables fincas, aduciendo que un artículo del texto propuesto permite el aborto si la vida de la madre corre riesgo y contra el criterio de muchos de los curas de a pie, se unió a a los terratenientes en su campaña contra la nueva Constitución: unos y otros perdieron.
Nadie está celebrando tanto la aprobación como el grupo social más excluido de Kenia: las mujeres. Hasta ahora la herencia y la propiedad estaban sometidas a costumbres tradicionales que a menudo impedían a las mujeres heredar de sus padres o reclamar los bienes conjuntos tras el fallecimiento de sus maridos. La nueva Constitución garantiza que los derechos de las viudas sean protegidos frente a los intereses de su familia política contrariamente a lo establecido por los usos ancestrales. La mutilación genital femenina queda ilegalizada. También se adoptan medidas de discriminación positiva con el fin de multiplicar la participación de las mujeres en los órganos de poder. La mitad del país se encarama.
El entusiasmo de los kenianos estos días, pese a todo, sube renqueando la cuesta de la realidad. Pasarán años antes de que el Parlamento discuta la batería de leyes que han de desarrollar los preceptos constitucionales: el cambio será lento. Más inquietante es saber que una clase política históricamente corrupta y gregaria está al timón del cambio: a finales de 2007 esos líderes supieron manipular la desconfianza y el resentimiento entre los grupos étnicos de Kenia provocando 1.500 muertos y 300.000 desplazados. Tales sentimientos siguen ahí. El camino hasta la ribera es largo y no duermen los francotiradores, sin embargo todos los kenianos con los que he hablado estos días repiten la misma palabra: esperanza.
Escucho esa esperanza conversando con las madres jóvenes que asisten a una clase de costura en una de las escuelas de formación profesional de Kangemi: en sus ojos hierve una especie de conjura de la claridad por prevalecer. Avanzo con La destrucción o el amor en la mochila. Vicente Aleixandre lo publicó en 1935, apenas un año antes del estallido de la Guerra Civil española. Es una obra asombrosa: un alto rugido del poeta convocando a los hombres, a las bestias y a la naturaleza hacia la consecución dolorosa y radiante del amor, hacia el hallazgo de lo que nos une. La o de La destrucción o el amor no es disyuntiva sino identificativa: se ama a destajo o no se ama. Personas y sociedades deben romperse contra los arrecifes de la negación para obtenerse. La poesía no se otorga, se forja,
MINA
Calla, calla. No soy el mar, no soy el cielo,
ni tampoco soy el mundo en que tú vives.
Soy el calor que sin nombre avanza sobre las piedras frías,
sobre las arenas donde quedó la huella de un pesar,
sobre el rostro que duerme como duermen las flores
cuando comprenden, soñando, que nunca fueron hierro.
Soy el sol que bajo la tierra pugna por quebrantarla
como un brazo solísimo que al fin entreabre su cárcel
y se eleva clamando mientras las aves huyen.
Soy esa amenaza a los cielos con el puño cerrado,
sueño de un monte o mar que nadie ha transportado
y que una noche escapa como un mar tan ligero.
Soy el brillo de los peces que sobre el agua finge una red de deseos,
un espejo donde la luna se contempla temblando,
el brillo de unos ojos que pueden deshacerse
cuando la noche o nube se cierran como mano.
Dejadme entonces, comprendiendo que el hierro es la salud de vivir,
que el hierro es el resplandor que de sí mismo nace
y que no espera sino la única tierra blanda a que herir como muerte,
dejadme que alce un pico y que hienda a la roca,
a la inmutable faz que las aguas no tocan.
Aquí a la orilla, mientras el azul profundo casi es negro,
mientras pasan relámpagos o luto funeral, o ya espejos,
dejadme que se quiebre la luz sobre el acero,
ira que, amor o muerte, se hincará en esta piedra,
en esta boca o dientes que saltarán sin luna.
Dejadme, sí, dejadme cavar, cavar sin tregua,
cavar hasta ese nido caliente o plumón tibio,
hasta esa carne dulce donde duermen los pájaros,
los amores de un día cuando el sol luce fuera.
Kenia, al igual que muchos otros países africanos, está dirimiéndose entre lo que concita y lo que disgrega, entre lo común y el desmembramiento. Kenia, al igual que todos los pueblos del mundo, está decidiendo, contra una historia de crímenes y banderas, los límites de la palabra nosotros. ‘Soy el sol que bajo la tierra pugna por quebrantarla/ como un brazo solísimo que al fin entreabre su cárcel/ y se eleva clamando mientras las aves huyen’. No se puede describir de manera más bella la tarea.
Cuentan que durante la Guerra Civil algunos jóvenes soldados llevaban La destrucción o el amor en la mochila como una biblia poética.