He buscado en el teatro un enriquecimiento íntimo de la experiencia de la vida. Por eso, desde que Tadeusz Kantor me dejara sin aliento pese a no tener ni la menor noción de la lengua polaca, empecé a pensar (desde Wielopole, Wielopole) que lo que en muy contadas ocasiones ocurre en el teatro se depositaba en un lugar que, a falta de una más exacta acotación geográfica, he denominado el lugar de la experiencia. Cada vez que me he interesado por los oficios del teatro ha sido siempre con la ambición de que los espectadores ante los que me exponía pudieran en algún momento o durante toda una función (acontecimiento ciertamente raro y por eso milagroso) experimentaran una vivencia tanto o más real y desde luego más decisiva y conmovedora que las que constituían la trama de sus vidas. Es decir, que el recuerdo del teatro se grabara de forma indeleble en su memoria. Un suceso prodigioso.
Esa emoción genuina es la que sigo esperando cada vez que regreso a un teatro, indistintamente del lugar que ocupe: en el escenario (algo cada vez más raro, y más como dramaturgo y director de escena que como intérprete. Todavía no he dimitido de estos oficios, y no creo que lo haga hasta que llegue mi hora) o en el patio de butacas. Es lo que James Salter decía que, con suerte, ocurría como mucho diez veces en la vida de un ferviente amante del teatro. Porque la esencia de este acontecimiento es arte en el tiempo, imposible de registrar en cualquier soporte mecánico o electrónico, por sofisticado y fiel que sea: jamás será capaz de reproducir lo que por su naturaleza es irreproducible: lo que ocurre es un acto efímero (dure un minuto o muchas horas) entre el actor que actúa y para ello consume una porción del tiempo de vida de que dispone y los espectadores que acuden a una concreta y fugaz función.
Creo, si no recuerdo mal, que fui uno de los privilegiados que pudo asistir a la primera muestra pública de la aventura equinoccial que José Luis Gómez emprendió con el Mío Cid. Fue antes de la pandemia. Es decir, en otra era. Cuando éramos sin duda otros. Fue un ensayo con público. Recuerdo aquella tarde en la sala José Luis Alonso (si no estoy equivocado) como una experiencia extraordinaria que todavía reverbera en mi memoria: por su despojamiento, por la imperfección que le otorgaba un plus de autenticidad (los navajos dejaban un hilo suelto en sus tejidos para que el alma del tejedor no quedara prisionera de la tela), por su desnudez, sin efectos sonoros ni lumínicos, con titubeos escénicos y dramatúrgicos. Pero ya con un entendimiento hondo y cabal del texto y sus estratos: lo que este actor ha llegado a poder leer gracias a la perseverancia, la paciencia, el rigor y la ambición de un monje. Gracias a haberse convertido en un estratega del teatro hijo de Zeami y de tantos otros maestros que sabe si al final de su carrera está en condiciones de salir al albero, a campo abierto, a cielo raso, a la intemperie: a atreverse con un texto cenital como es nadir de la lengua española, de su mitología y de su antropología, de su estilo, de su forma de estar en el mundo, con el honor, la dignidad, el valor, la historia (la monarquía), la estirpe (un soldado) y la trascendencia (la religión católica).
Ese Mío Cid estaba (y está) empaquetado en un idioma que en la boca y en el cuerpo de José Luis Gómez brota como un raro manantial de sentido (“aire semántico”, dirá) como si hubiera reblandecido con su lengua, con sus dientes, con su aliento unos cantos rodados recogidos del fondo de uno de los ríos seminales de España para hacerlos brotar como si la piedra hermética fuera arcilla y al mismo tiempo humus. Como si el entendimiento profundo del origen del idioma (del nuestro y en realidad de todos los idiomas) fuera la plasmación asombrosa de la realidad: Una conciencia y una consciencia que necesita del lenguaje no solo para ser al ser nombrada, sino que necesita ser compartida, comunicada, dicha. El otro como espejo lingüístico. Alma y lengua acaso sean las dos caras de una misma moneda de plata vieja. Doblón de humo.
En el silencio del teatro, antes de que se apaguen por fin las luces, antes de que se pronuncie la primera palabra, y al final, antes de los aplausos, en ese instante en que la última palabra queda resonando como un diapasón y el oscuro total es como el del viejo telón que cae, es el silencio que recrea, una y otra vez, una noche tras otra (el teatro ama la noche por encima de todas las cosas), el momento del Génesis: del asombro, la epifanía que esperamos como cristianos de las catacumbas del arte los que amamos el teatro. En esa caverna buscamos sombras luminosas, que como en Corinto, en Tebas, en Lesbos, en Atenas, nos digan si la vida es sueño o no, si nuestras vidas son sueños soñados por dioses ociosos y aburridos, o si somos seres de carne y hueso en busca de sentido, destinados a hallar algún día una explicación filosófica, moral, al hecho de estar vivos. Buscamos la razón de ser siendo, y al mismo tiempo haciéndonos ante la noche estrellada las mismas preguntas de la niñez: quiénes somos, de dónde venimos, adónde vamos, por qué y para qué estamos aquí. Y otras que son consecuencia de todas las esenciales: qué significa la muerte, existe un Dios que en silencio nos observa no sabemos si cruel o compasiva o irónicamente. Y si es cierto, como dice la tradición en la que se inserta el Mío Cid, envió a su hijo para que supiéramos cuánto y cómo le importa su creación, nuestra creación. El teatro es capaz de crear esa ficción tan verdadera.
Así llegamos a este Mío Cid. Juglaría para el siglo XXI, en el que José Luis Gómez, como él mismo escribe en el programa de mano, ha hecho realidad lo que le enseñó y exigió su maestro ruso: “No hables para que el espectador oiga, habla para que vea”. Sinestesia y serendipia.
Me da la sensación de que Gómez (tras Calderón, Kafka, Azaña, Unamuno…) lleva toda su vida acariciando, cebando, mimando este monumento, este Mío Cid que yo no aprecié (y durante años desdeñé porque ignoraba) hasta que vi y oí encarnado con la voz y el cuerpo de este actor. Y ahora quiero leerlo, y después seguir con Os Lusiadas, El paraíso perdido, antes de regresar a la Divina comedia, al Quijote, a la Ilíada, a la Odisea, y a todo Shakespeare.
Viendo cómo entra en el escenario, cómo se dirige a nosotros, cómo se mueve, cómo mima, he visto que no era tanto la encarnación del calígrafo chino o japonés que tras toda una vida de practicar incansablemente su arte solo al final logra que el trazo sea tan elocuente como el resumen limpio, exacto, impecable de toda una vida de esfuerzo, expiación, y desprendimiento, sino que José Luis Gómez ha afinado su herramienta (cuerpo y voz al unísono) para ser el propio pincel pintando sobre el escenario su propia obra. Y con ello Chejov, con ello Stanislavski y su memoria de los sentidos (que a los alumnos de la Real Escuela Superior de Arte Dramático de Madrid de forma tan lúcida nos mostró Adela Escartín, nuestra maestra, con quien entendimos que teatro era sinónimo de mito y ritual), pero también Brecht, que el propio Gómez invoca cuando en dos ocasiones altera el flujo de la representación y se sale de su personaje para introducir con elegancia, sin dogmatismo, el efecto V, el distanciamiento. No para hacer añicos el personaje que ha construido para nosotros, y la emoción destilada, sino para que seamos todavía un poco mas conscientes si cabe de lo que el teatro es.
En ese desdoblamiento está también el camino de su propia experiencia, los lugares del cuerpo y del espíritu en los que ha estado, sus logros y sus fracasos, su éxtasis y su pena. Sólo así se puede llegar a hacer lo que hace. Sólo así puede dejarnos sin palabras cuando explica el origen de las vocales (que forman parte del mundo interior de las emociones) y de las consonantes (que forman parte del mundo exterior de las acciones) en la noche de nuestra especie, cuando empezamos a nombrar, a decir, a comunicarnos (ese acontecimiento insólito, todavía hoy: de escucharnos, de entendernos). Y por eso cuando cuenta su denodado esfuerzo para decir a Segismundo en alemán cuando era alumno de teatro en Westaflia, a mediados del siglo pasado. Cuando se empeñó en seguir la voz de su conciencia, que era la voz de su vocación y de su deseo, que era también la de aquel niño que, en los pasillos de su casa de Huelva, rompía contra las esquinas las espadas de madera de un Cid en miniatura. Ya estaba preparando el camino de poldras sobre el caudal del río de la vida hasta esta noche de Madrid.
Yo no sé si hacían falta efectos de sonido, o proyecciones, para hacer más llevadero, más ameno este Mío Cid. Lo que sí sé es que con esta encarnación del cantar, para la que contó con la inestimable ayuda de Inés Fernández Ordóñez, hacia la que comparto admiración y estima, José Luis Gómez ha llegado a un lugar al que sólo llegan los actores que desde el teatro no al isabelino, desde Calderón a Brecht, desde Lope a Stanislavski, desde Chejov a Kantor, desde Shakespeare a Valle-Inclán han venido a llevarnos de la mano, como si fuésemos ciegos, a un resplandeciente lugar de la experiencia. Muchas gracias, herr Gómez.
Fotografías: Teatro de la Abadía.