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Mirador de miradas

 

Era esa mirada. Esa mirada que te perseguía, que no te dejaba dormir, que no te la podías sacar de la cabeza. Siempre presente, latente; siempre acechándote. Creía olvidarla por momentos; creía haberla borrado de la grabadora de mis recuerdos. Pero me resultaba imposible desprenderme de ella.

 

Aun recuerdo la última vez que la vi. Era un jueves, sería un jueves cualquiera, 7 de junio del 2012 —sino fuese porque el día anterior habían arrestado a Nabil Al Raee, el director del Teatro de La Libertad en Yenín, Palestina—. Viajaba en un taxi camino al check point que separaba Afula (Israel) de Yenín (Cisjordania). A mi lado estaban Motaz, Allah y Anas: mis estudiantes palestinos con los que había realizado unos talleres de escritura creativa. Pero esa historia ya está contada. Lo que nunca escribí fue cómo el joven Motaz me miraba diciéndome: «Adiós Iara», partiéndome el alma, momentos antes de irme para no volver. Los dos sabíamos que no nos volveríamos a ver —o por lo menos, no en mucho tiempo—. De nuevo esa expresión que te desencaja, que te remueve por dentro.

 

Los palestinos se bajaron del taxi. Le dije al conductor que siguiera hasta la frontera. Me apeé cuando llegó al check point porque el taxista no tenía permiso para cruzar a Isarel. Hice autostop. Un coche árabe me recogió de la carretera. El vehículo tenía licencia para pasar de un lado a otro de los dos mundos. Dos mundos tan cercanos, y a la vez, tan distantes.

 

Cuando estábamos en el borde dos soldados israelíes nos pidieron la documentación mientras sostenían sus armas. Comencé a llorar por dentro de la pena que me daba irme, abandonar Palestina, y abandonar la mirada del joven Motaz. Una oficial israelí vio mi cara de compungida.

 

—¿Está todo bien?— preguntó.

— Sí— le respondí.

 

No sé si asustada de mí, de la extraña situación de que una blanca estuviese en el coche de un palestino desconocido, o de mis pupilas inertes —como alguien que acaba de sufrir una gran pérdida—, hizo una seña a uno de los soldados para que registraran el coche de arriba abajo.

 

El buen samaritano árabe, quien me había ofrecido su transporte, tuvo que esperar casi dos horas a que su automóvil pasara por molestos controles. Llegó tarde a su trabajo. Recuerdo que se quejaba con cara de rabia, y, a la vez, apiadándose de mí. Los dos sabíamos que si estuviese en un coche israelí nunca nos registrarían.

 

Yo continúaba recordando la mirada del joven Motaz, continuaba llorando por dentro. Una hermosa e intensa imagen.

 

Salí de mi abstracción, de mi película del pasado. Volví a la superficie de mi vida europea. Ahora estaba en el Teatro Principal de Santiago de Compostela. Llevaba un vestido gris y negro, por encima de la rodilla, ceñido pero sin ser ajustado. Los ojos turquesas marcados con lápiz negro y el carmín de labios incendiado de pintura roja. Estaba al lado de Julio,técnico informático, conectando por Skype con Victor Ponten, director de la película Rabat, la gran ganadora del Festival Internacional Euroárabe de Cine AMAL, en el que trabajaba.

 

De nuevo volví a verla. Esa mirada, esa sonrisa, de alguien que se alegra de verte, de tomar lo que le has dado. Victor Ponten agradecía a Ghaleb Jaber Martínez, el director del Festival AMAL, la entrega de su premio como mejor director. Motaz me había agredecido mi tiempo compartido con ellos en el desierto de Yenín. 

 

No sé si fue la mirada de Victor Ponten (mejor director), la de Mohamed Fekrane (mejor corto de ficción), o la de Achmed Akkabi (mejor actor) la que hizo que Ghaleb llorase por dentro cuando pronunció su discurso final; cuando agradeció a su padre, a su madre, y a su novia, la actriz María Mera, todo su apoyo durante la décima edición de AMAL.

 

Hay cosas que el dinero no paga. La satisfacción personal que te ofrece el recibir una mirada de alguien al que has ayudado, al que has impulsado, al que le has dado fuerza para que siga su camino, es, sin duda alguna, una de ellas.

 

Abdo Tounsi, director de la revista digital Palestina Hoy, me pidió que escribiera una crónica final. Si tuviese que escoger entre todos los grandes momentos que he vivido en el festival, entre mi vídeo-entrevista sobre Siria con el conocido investigador Jesús A. Nuñez Villaverde, entre mis conversaciones con las cineastas Vanessa Rousselot, y Nefise Özkal, entre ser la primera persona en presenciar la sonrisa de oreja a oreja de Mohamed Fekrane —cuando le comuniqué que había ganado el premio a Mejor Corto de Ficción con su película Ensemble— escogería, sin duda alguna, los instantes que pasé juntos a mis voluntarias: las bloggers Miriam Vázquez y Prieto Gómez Marie Jasbleydy, planificando el contenido de cada uno de sus posts; escogería su iniciativa por seguir peleando por un periodismo vivo y  con ganas de vivir —para muchos un oficio desprestigiado—.

 

Convierto este post en un mirador de miradas. Termino con mi mejor momento de AMAL: un correo electrónico que la becaria de la Fundación Araguaney, Cristina García —mi ayudante en mostrar un AMAL cercano, con nombres y caras, en las redes sociales— me escribió el último día del festival (19 de octubre). Antes de que me fuera de Santiago de Compostela:
«Iara, Soy Cristina, era para avisarte, por si no te acordabas, que hoy no vuelvo a trabajar. Pero si necesitas que haga cualquier cosa avísame y lo hago desde casa.Y bueno que estabas hablando por teléfono y no me pude despedir de ti. Espero que te vaya genial por Madrid y gracias por todo esta semana y por la información para mi trabajo, espero no haberte dado mucho la lata, xd. Un beso y suerte en todo«.

 

Al igual que Ghaleb Jaber Martínez, no sé si volveré a ver otra edición del festival, no sé si las instituciones lo financiarán o si el coloso de la crisis se lo llevará por delante. Puede que el dinero  —mejor dicho, la falta de él— termine con proyectos como AMAL, con cientos de iniciativas culturales, con miles de libros nunca publicados guardados en el escritorio de un PC, con cuadros pintados almacenados en un garaje, con discos grabados en CDs sin carátula. Sí, puede que lo haga. Pero nunca terminará con la mirada de aquellos a quienes nos hemos encontrado en el camino, de aquellos a los que nuestros mediocres consejos, experiencias o conversaciones han supuesto un cambio, una sonrisa, un aprendizaje. Esa mirada que cuando la hemos visto nos ha hecho vibrar por dentro, nos ha hecho que nuestra vida cobrara sentido, nos ha hecho que nos sintiéramos orgullosos de existir, de poder compartir quienes somos y cómo somos.

 

A veces es delicioso caminar por la librería de nuestra memoria; pararnos delante de una ventana imaginaria por la que podamos ver un alejado, difuso —pero siempre presente—, mirador de miradas.

 

El joven actor palestino Motaz en el escenario

El joven actor palestino, Motaz, en el escenario.

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