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Mirar a las chicas

 

Dice Robert L. Stevenson que estar extremadamente ocupado es síntoma de una deficiencia de vitalidad. A este respecto, se piensa que algunos políticos tienen tan copadas sus agendas (tener, simplemente, agenda ya podría considerarse) que esa falta a la que se refiere el doctor Jekyll, o Mister Hyde, quizá debiera incapacitarles para su actividad. Al contrario, también se da el caso de colegas que llevan la opinión del Señor de Ballantrae al radicalismo, esa facilidad para mantenerse ociosos que implica un variado, en muchos casos desmedido, apetito. Pero los políticos jóvenes que vienen (como si España fuera para su carrera la isla de Ellis, una distancia imposible para el pueblo) que en realidad siempre estuvieron como herederos de un negocio (cuántos de ellos critican la figura del heredero real, como si el hecho de tener la sangre roja alterase el producto como el orden de los elementos), tratan de darle un aire nuevo a lo suyo de siempre, esos hijos iguales que el del padre de Mi Gran Boda Griega, el artista que en su frustración dibujaba nuevas cartas para el restaurante que había de heredar, y sin embargo parecen del mismo modo ocupados (tan jóvenes) que sus antecesores, como si la naturaleza quisiera presentar, a pesar de la acción del hombre, todo lo verdadero que hay en ella, diciendo que nada va a cambiar en lo sustancial. Los hombres ocupados, apunta John Silver, carecen de curiosidad, por lo que uno ve a Pablo Iglesias sumido en sus lecturas pero hablándolas, un poco también como aquel de Harvard al que El indomable Will Hunting le daba un efectivo repaso de economía. El afanoso, como recuerda el príncipe Florizel, no sabe abandonarse a las provocaciones del azar, desconocimiento en el que se imagina a Madina, que ha montado un equipo después de haber estado ganándose la vida calentando banco. “Calienta que sales” es lo que ha debido escuchar en su interior, como llegada la hora de abandonar la escuela favorita de Dickens y Balzac sin haber estado en ella, para meterse de lleno allí donde no se obtiene placer más que en el mero ejercicio de sus facultades que no son las del pueblo, como si éste sufriese una traición. Añade Dick Shelton que es inútil hablar con gente así (como para fiarse de ellos) pues jamás podrán estar ociosos porque su naturaleza no es lo suficientemente generosa. Llegan los jóvenes enfaenados (como Alberto Garzón, que no ha cumplido los treinta y ya ha robado la bandera de los pobres a los cristianos, dice el Papa partiéndose de risa) para suplir a los viejos enfaenados, dando la triste impresión de una mente vacía de todo elemento de diversión que contagie al electorado, igual que si antes de usar pantalones nunca hubieran escalado por los vagones o, al cumplir los veinte, jamás hubieran mirado a las chicas. 

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