«La tragedia es un momento y la vida que resiste es todo el resto». Patrizia Cecconi
A mi madre le gusta decir que yo he nacido tres veces. La segunda fue justo después de la primera, cuando, siendo un recién nacido de prominente frente y gesto de determinación, una enfermera atolondrada confundió el suero que tenía que administrarme oralmente con un líquido anestésico. Según el relato paternal, a pesar de mi enconada y en principio incomprendida resistencia a ingerir aquella sustancia, terminé perdiendo la consciencia, algo poco recomendable para un neonato.
Me salieron unos bultos oscuros en la piel por el narcótico ingerido, pero, tras despertar empapado en sudor, seguí negándome con instintiva terquedad a tomar las cucharaditas que insistía en darme la necia sanitaria hasta ponerme cianótico por la cerrazón de mi organismo a seguir ingiriendo aquel estupefaciente fatal.
Afortunadamente mis padres se acabaron dando cuenta del error a tiempo y pude salir de aquello. Fue mi primer coqueteo con la parca y probablemente el primer resacón de mi vida. Por lo visto la enfermera fue despedida, lo que algunas veces me ha dado cierta culpa, al menos durante unos segundos.
La otra ocasión en que estuve a puntito de caramelo fue aquella maldita tarde de finales de mayo cuando fui a Burgos con mi moto a ver a unos amigos que vivían allí. Tras llegar a su piso los saludé y uno de ellos me pidió que le diera una pequeña vuelta por la urbanización en las afueras donde vivían. Tras dejar mi casco porque no teníamos otro, bajamos a por la moto.
Mientras circulábamos tranquilamente por la solitaria urbanización junto a un coche que iba algunos metros por delante de nosotros, en el carril paralelo a nuestra derecha, éste dio un súbito volantazo a la izquierda cruzándose inopinadamente en nuestro camino. En mis últimos recuerdos, frenar a tope sabiendo que el impacto era inevitable y un ínfimo conato de consciencia de que a partir de ese momento brevísimo mi vida iba a cambiar, para siempre.
Azares
Como suele pasar cuando un vehículo biciclo choca de frente con un obstáculo atravesado en medio de la carretera, el impacto hizo que yo saliera por los aires, chocando contra el coche y cayendo después contra el asfalto, donde quedé inconsciente..
Los dos funestos individuos que viajaban en el coche se quedaron allí parados, como dos gilipollas, sin hacer nada, viéndonos tirados, a mi amigo gritando en el suelo con un brazo roto y yo derrumbado, en silencio. Dañadas gravemente mi arteria y vena subclavias derechas, me desangraba en el asfalto. La vida se me iba a borbotones en esa puta carretera.
Afortunadamente, en ese momento varios benéficos azares conspiraron para que ahora mismo pueda estar escribiendo esto. Uno, que un tipo desde lo alto de una construcción cercana había visto toda la escena y él sí avisó a Emergencias. En pocos minutos desde el Hospital General Yagüe (el nombre lo único reprobable), que afortunadamente -dos- estaba cercano pudo llegar una ambulancia a recogernos, justo a tiempo -tres- para sacarme de un primer shock hipovolémico por pérdida de sangre. Otro shock sucedió entrando en el hospital pero ya lograron sacarme de él los del equipo de cirugía vascular que -cuatro- estaban de guardia. Rápidamente me cortaron un trozo de vena de mi fémur izquierdo y pudieron empalmar con ella los vasos sanguíneos dañados tras romper mi clavícula derecha para poder acceder internamente y así realizar el injerto sanador. Gracias a esta operación pudieron parar la hemorragia y logré superar mi crítico estado. Y también gracias a las enfermeras de la UCI donde estuve varios días, dándoles bastantes problemas.
Cuando desperté de la operación mi mente disfuncionaba, errática, sin recordar lo ocurrido, delirando. No entendía qué hacía allí, que me ocurría, pensaba que me habían secuestrado, no sabía por qué tenía mi brazo derecho inmovilizado, me quitaba los tubos de respiración, perdí los nervios y tuvieron que atarme a la camilla, lo que provocó una cascada de blasfemias e insultos a las pobres enfermeras que intentaban controlarme. Lo siento chicas, aquel no era yo…
Al cabo de cinco días pude recuperar la razón, salir de la UVI, pasar a Planta y conocer el alcance de mis lesiones. Aparte de algunas costillas rotas, fractura interna de la mandíbula y el mayor chichón que se puede tener en la cabeza sin que derive en fractura craneal, me comunicaron que había sufrido una flexopatía, una gravísima lesión en el plexo braquial de resultas del choque contra el coche y posterior caída sobre el hombro, una lesión común en motoristas accidentados. Al principio los médicos pensaron en cortarme el brazo porque estaba grotescamente hinchado pero la intervención en contra de mi brava madre les quitó la idea de la cabeza.
El plexo braquial conecta el sistema nervioso central con el periférico, llevando las señales nerviosas desde la médula a los músculos de las extremidades. Varias de mis raíces nerviosas cervicales habían sufrido lesiones, se había producido un arrancamiento de algunas de las fibras nerviosas que salen de la médula que afectaba a las raíces cervicales C6, la C7, la C8 (la única que se arrancó entera) y la T1, la primera dorsal. Por eso apenas podía mover mi brazo derecho y por eso sentía en él unos dolores tan extraños y tan cabrones, era la presentación en primera persona del dolor neuropático.
Dictante Dolore. En la tierra del dolor
Tras dos semanas en planta en el hospital y pedir el alta para terminar de recuperarme físicamente en casa, viajamos a la ciudad suiza de Lausanne donde me operó un especialista en estas lesiones para intentar reparar algunas de las conexiones rotas, encauzando los nervios desde la médula para que en su lentísimo crecer fueran reinervando los músculos correspondientes del brazo para al menospoder recuperar la pinza de la mano. Esa época de choque post-trauma, depresión galopante y lacerantes dolores fue claramente la peor de mi vida.
Con el tiempo pude recuperar músculos del brazo pero no del antebrazo y algunos del hombro, lo que me ha complicado bastante la vida, física y psicológicamente. Porque además el dolor, el puto dolor (o los distintos dolores que lo componen), ha permanecido desde entonces siempre conmigo como indeseable compañero de vida, impredecible, casi invulnerable, manifestándose cada día, cada hora, cada minuto, la única diferencia es la intensidad y en qué zona del antebrazo y la mano los siento.
Desde el dolor de guardia que por defecto embute mi mano en un guante tres tallas menor a la tenaza que machaca incansable los nudillos, o el que atrapa mis dedos en los goznes de una puerta que se abre y cierra o «el de la C8«, una insufrible tortura que me desgaja el exterior del antebrazo desde el meñique hasta el codo, una picana eléctrica que recorre incansable ese trayecto desquiciándome con insoportables calambrazos de 20 o 30 interminables segundos cada minuto, o cada dos, prolongándose durante horas, a veces días, laminándome por dentro.
Los dolores neuropáticos son muy difíciles de paliar de por sí, pero los que provienen de una flexopatía más aún pues son dolores reflejos, es decir, en mi caso los siento en la mano y el antebrazo derechos pero no se producen ahí, se generan en las cicatrices que dejaron en la médula las fibras nerviosas al desgajarse. Es decir, los seguiría sintiendo aunque hubiera perdido el brazo. Son como los chispazos que brotan de un cable de la luz al ser arrancado de un tirón y su perverso resultado es que se produce dolor donde antes se generaba movimiento y sensaciones.
Como expresaba el escritor francés Alphonse Daudet en su muy recomendable libro autobiográfico ‘En la tierra del dolor‘ (en el que relataba los terribles padecimientos derivados de una tabes dorsal, una variante de neurosífilis), «no hay palabras que puedan expresarlo, se necesitan gritos». Daudet hablaba del «dictante dolore«, su dolor presente en todas sus actividades cotidianas, por supuesto también en su trabajo como escritor.
El advenimiento del dolor crónico te convierte en un ser traumado, anhelante y poco divertido, mientras entra, al asalto, a formar parte de tu vida, de ti mismo, como un döppelganger malvado que intenta continuamente tomar el poder en tu pensamiento. Sin embargo, al poco tiempo tu dolor cotidiano deja de ser noticia para la gran mayoría de personas con quien te relacionas y por tanto, motivo de solidaridad y cuidados, e inevitablemente empiezas a notar como la compasión de los otros, con escasas excepciones, se va embotando. Como escribe Daudet: «Dolor, siempre nuevo para el que lo padece y que va pareciendo trivial a quienes lo rodean. Todos se acostumbrarán a él menos yo».
Esta percepción heladora añade pesar al sufriente, que intenta aprender a no exteriorizarlo para no leer en otros rostros el cansancio o la incomodidad por una repentina situación malrrollera, lo que le lleva a, si está en público y le resulta imposible apartarlo mentalmente y no retorcerse, buscar una privacidad donde pueda sufrir a gusto.
Los dolores pueden aparecer por sorpresa, o a veces es un cambio de posición o un leve movimiento de cuello lo que desencadena las crisis o, a veces, sin mediar causa ninguna, se abalanza sobre mí estando durmiendo, convirtiendo literalmente mis sueños en pesadillas, martirizando y mediatizando mis días y noches y sólo puedo paliarlo, en parte, enganchado a elevadas dosis de fentanilo. Pero en demasiadas ocasiones ni siquiera los opiáceos pueden con él y me inunda el cuerpo y el cerebro de un sufrimiento brutal, desquiciante, que me puede inhabilitar durante horas.
La marihuana me ayuda cuando el dolor no es muy intenso, su labor difuminadora me ayuda a mantenerlo mentalmente en segundo o tercer plano de pensamiento y así intentar no exteriorizarlo pero, cuando está en modo despiadado y el CBD no puede con él, puede llegar a ser contraproducente ya que la intensificación de sensaciones propias del cannabis puede magnificarlo y llenarme el cuerpo, el cerebro, de un dolor negro, abismal, todopoderoso.
Los estímulos dolorosos que se mantienen en el tiempo exigen una alta atención diaria que agota la energía física y mental y obviamente afecta al rendimiento cerebral, pudiendo provocar importantes reacciones emocionales que potencien el sufrimiento que lleva asociado, afectando a todas las áreas vitales (laborales, emocionales y sociales) de las personas que los sufren.
Quien padece dolor crónico se encuentra pues con un atolladero vital del que le será imposible salir, es una maldición de carácter casi mítico como la de aquel Prometeo, osado Titán que, tras robar el preciado fuego (símbolo de la vida, la energía y la inteligencia) de los dioses para entregárselo a los humanos, aquellos, siempre picajosos con sus cosas de divinidades, le condenaron a ser encadenado a una roca en una montaña del Cáucaso, donde todos los días sería visitado por un águila que le comería el hígado. Debido al carácter inmortal de Prometeo la víscera se regeneraría para, al día siguiente, volver a ser devorada por la hambrienta rapaz y así para siempre, a mayor gloria del dolor perpetuo.
Afortunadamente para él, el mito continuaba con un deus ex machina de libro en forma de la llegada de Heracles, hijo de Zeus, que pasaba por allí de camino al Jardín de las Hespérides, fue donde Prometeo se hallaba y compadeciéndose de él mató al águila de un certero flechazo. Esta hazaña de su hijo logró hacer recapacitar a Zeus sobre el castigo a Prometeo, consintiendo en liberar al desdichado de su cruel destino. Eso sí, siempre habría de llevar con él un anillo con un fragmento de la roca a la que estuvo encadenado para no olvidar aquellos tiempos de sufrimiento legendario.
Sólo espero que algún día gracias a los avances médicos en regeneración de nervios se puedan reparar en mi médula las conexiones nerviosas dañadas, hasta entonces seguiré encadenado a mi tormento diario como indeseable compañero de vida, siempre conmigo, retorciéndome por dentro, el puto dolor siempre detrás mi pensamiento, de mis palabras, semper dictante dolore.