Nadie escucha a Edith Piaf con un vaso de agua en la mano. Tampoco de un zarpazo de Bukowsky se te cae la Fanta al suelo. Ni siquiera escuchando las refriegas de Zelda y Scott se puede tomar una un zumo tranquila. Y todo ello por el pavor a no salir ilesos después de estar brindando con ellos.
Pasados los años, suena Edith cuando tienes la cerveza en la mano. Lees a Bukowsky anticipándote a la resaca. Y las discordias de los Fitzgerald parecen necesarias para alcanzar lo eterno, que no la gloria. Y todo ello ya, porque la vida nos ha sacado a bailar. Como baila Tom Cruise en Risky Bussines, porque con aquellos calcetines o sin ellos se movía. O Mia, y el Never can´t tell, que una vez se entera una de que la coreografía está inspirada en los Aristogatos y ya sólo queda suspirar un ¡vaya por Dios! «C’est la vie», say the old folks. It goes to show you never can tell”. Después del baile, el dolor de pies.
Pero probablemente, cuando se bebe, cuando se baila, cuando se escribe, con más heridas que cicatrices, se empieza a necesitar a los malditos. Llenos de costurones, la mejor de sus sonrisas, dejando los ovillos de sus suturas en la velocidad de un abrir y cerrar de bares, de libros, de cremalleras. Ellos, nuestros malditos, que necesitan un puñal para asegurarse que la cicatriz nunca rancia, antigua, vieja deje de sangrar. Ellos, nuestros malditos, que nos reconocen y nos sacan a bailar.
Me invitó a mi primer baile Gatsby, y ahí supe que ya ni puñal, ni calcetines. Humo y rencor. Y vino sin rosas. El siglo XX. Y empezó Scott, y se sucedieron todos los malditos que bailaban con él, Edith, Ava, Amis, Paul Newman. Y Hemingway. Me duelen los pies. Y empiezo a pensar que las cicatrices sin caricias de puñal dan paso a los que esperan a los próximos malditos. Sacadlos a bailar.
Se necesitan dos malditos bailándose a versos tras muchas estrellas, en un azotea inesperada, para poder pasar al próximo baile. Y ahí, empieza otro siglo.