Estimado señor Pálido:
«Lo que sí es seguro es que todo lo que se me ha ocurrido previamente, incluso con buenos propósitos, palabra por palabra, o bien sólo de manera incidental, pero con palabras explícitas, aparece en el escritorio, cuando trato de escribirlo, seco, erróneo, inmóvil, entorpecedor para todo lo que le rodea, medroso, pero principalmente incompleto, aunque no haya olvidado nada de la ocurrencia original. En gran parte esto se debe, por supuesto, a que cuando estoy sin papel se me ocurren cosas buenas sólo en los momentos de exaltación, que temo más que anhelo, aunque también los anhelo, pero luego la abundancia es tan grande que he de empezar a renunciar, y de la corriente extraigo cosas a ciegas, al puro azar, a golpes, de modo que esos logros, al escribirlos reflexivamente, no son nada en comparación con la abundancia en que vivían, son incapaces de revivir esa abundancia y por ello son malos y perturbadores, porque seducen inútilmente».
Estimado señor Kafka:
«Todo lo que veo a mi alrededor es miedo, y la aceptación de ese miedo, la claudicación de la legítima defensa. Aquellos que nos hacen temer deben de ser, según los argumentos de usted, buenos y perturbadores, porque nos seducen para su propia utilidad. Buenos para sí mismos, perturbadores para nosotros, que esperamos detenidos el próximo golpe. La escritura está bien, y gracias a ella puedo dialogar con usted. Pero, usando sus mismas palabras, ahora me resulta seca, errónea, inmóvil. Inmóvil, especialmente, mientras todo se mueve alrededor, y en el centro está la presa».