La comida de Navidad asegura que nos sigamos viendo al menos una vez al año. Es una costumbre de la que dejamos constancia con la misma fotografía cada diciembre. En la misma estancia, en la misma posición. Ya son unas cuantas. Ya se van viendo los cambios. Ya empieza a convertirse en un juego macabro. ¿Quién será el primero en desaparecer? Aun así, cuánto nos parecemos para haber cambiado tanto. Las mismas bromas, los mismos roles.
Hemos quedado antes para tomarnos una cerveza en el bar de la esquina. Eso significa que llegaremos tarde al restaurante; es decir, a la hora en que se nos espera, porque todas las reservas serán de grupos de amigos que han quedado antes para tomarse una cerveza.
Nuestro salón no ha cambiado. Solo cambia lo que comemos. El año que viene deberíamos pedir menú cerrado, nos diremos al salir. O algo así. O lo contrario. Como cada año. Como todos los años que podamos.
Bebemos más de lo que comemos, y la tarde acelera. Empieza a hacer calor. Abre la ventana. ¿Aquí se puede fumar? No fumes ahí, hombre. Los que fumen que salgan a la calle. Venga, yo salgo contigo. ¿Tienes fuego?
Unos entrantes y luego cada uno su plato: carrillada, solomillo, presa… ¿Qué tal estás? ¿Satisfecho con tu trabajo? Q. no se dedica a lo suyo, que es lo que se lleva ahora. Pero está contento. Aunque le gustaría tener otros horarios, más tiempo. Todos queremos tener más tiempo.
Café, postre. ¿Empezamos con las copas? Empezamos con las copas. Lo pedimos todo ya. Y repartimos el amigo invisible. C. me regala el último libro de Pedro Mairal. Ahora entiendo por qué me preguntó B. si me había gustado La uruguaya. Continúa la entrega de regalos. Abrazos. Y gracias. Y aplausos. Y copas. Y risas. Y más abrazos.
No sé de qué hablamos pero hablamos mucho. Algunos también gritan. Hasta que decidimos irnos. Queremos calle. ¿Y dónde dejamos los regalos? Dicen que podemos dejarlos en el guardarropa. Perfecto. Mañana vendremos a recogerlos. No es perfecto: mañana será un puñetazo en la barriga ese recado pendiente. Pero las demás opciones son peores. No quiero cargar con ninguna bolsa. Se bebe mejor liberado.
Qué bien sienta este fresquito. Hacía mucho calor ahí dentro. ¿Dónde vamos ahora? A. ha reservado en una terraza de la ribera. No se hable más. ¿Estamos todos? ¿Dónde se ha metido este? Ni idea, pero conoce el plan. Vamos tirando.
Madre mía, esto está hasta arriba. Qué desagradable es hablar a gritos y a codazos. C. me dice que se está agobiando. Tranquilo, yo salgo contigo. Se supone que le estoy haciendo un favor, pero lo cierto es que nos lo estamos haciendo mutuamente. Nos apoyamos en el muro del paseo. Con vistas al Puente Romano, y a la Puerta del Puente, y a la Mezquita. A veces todo es más fácil de lo que parece.
Volvemos. Me acerco a M. y a Ma. Nos recordamos lo bien que estamos. ¡Qué bien estamos! Después hablo con Ñ. del síndrome del impostor, de sus nuevos estudios y de que tiene que buscar tiempo donde no lo tiene. Nos decimos que somos un fraude y nos entra la risa. A J. le está empujando un tipo muy impaciente por llegar a su rincón, y le pide que deje de hacerlo tan educadamente que creo que justo por eso el imbécil se sorprende. Seguimos bebiendo mientras la nostalgia gobierna descaradamente.
¿Nos vamos al centro? Sí, vamos a cambiar de sitio. Unos se van directamente a otro pub. Otros nos vamos a cenar a una taberna. Flamenquín, croquetas, patatas bravas. Una mesa grade de madera en un patio cordobés. Retomo la cerveza. Este plan me gusta más.
Después de la pausa, continuamos la ruta. Me pido otra copa sin ganas. Demasiada gente durante demasiado tiempo. D. dice que está cansado y que se va, y Ñ. dice que también. Una agradable sorpresa. Me voy con ellos.
Mi casa está en la otra dirección. Nos abrazamos. Adiós, adiós. Poco antes de llegar pienso en lo poco que me va a apetecer volver al restaurante al día siguiente. No es muy tarde, y tengo mis auriculares, así que selecciono un disco de Chavela Vargas —¿a quién no le gusta dramatizar de vez en cuando?— y paseo hacia la ribera.
Calle Alfaros, con la modernidad de toda la vida. El ayuntamiento, que viene bien para que en Córdoba haya algo feo como contrapunto. La Corredera sin nadie, en silencio. La Plaza del Potro con cuadros de Julio Romero de Torres al otro lado del portón. Y por fin llego al restaurante.
Está cerrado. Me lamento. Golpeo la puerta con los nudillos, por si acaso. Y me abren. «No te preocupes, si todavía están de fiesta ahí dentro. Pasa, pasa». Recojo a Pedro Mairal y me pregunto si coger un taxi. Pero lo pienso sin dejar de caminar y al final termino dando el mismo paseo de vuelta.
Llego a casa y B. está a mil kilómetros. Me fumo un cigarro en la cocina y le escribo. Decidimos no separarnos la próxima Navidad; repartiremos nuestro tiempo lo mejor que podamos. Apago el cigarro minuciosamente, con un recién nacido temor a un incendio. Y, finalmente, me desplomo en la cama y me duermo. Sin llegar a tener la sensación de estar durmiéndome. Otro año.