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ArpaMito y realidad mesoamericana. Diario de un viaje por México y Guatemala...

Mito y realidad mesoamericana. Diario de un viaje por México y Guatemala entre septiembre y diciembre de 2015

7 de septiembre

 

(A bordo)

 

En Madrid, antes de tomar el avión, hice la consabida visita a la tríada museística. Me llené de imágenes de nuestra cultura, para poder contarlo a mis posibles compañeros de aventura. En el museo Thyssen-Bornemisza, Zurbarán: maravillosos bodegones, aunque uno en especial, representando racimos de uvas, se atribuye a Juan de Zurbarán, su hijo. Espléndido, a la manera de su tocayo y paisano Juan de Labrador. En el Prado, parte de la colección Basel: Picassos muy conocidos. También, la colección Plácido Arango, donada al museo: personaje hispano-mexicano, muy apreciado en el mundo de la cultura, y muy espléndido, por lo que se ve: cuadros de Zurbarán, Tristán, así como unos grabados de la última época de Goya, Toros en Burdeos. En el Reina Sofía, la colección Basel, de nuevo, con una representación de las primeras vanguardias: Tanguy, Juan Gris, etcétera.

 

Por la noche, ya duermo mal y me angustio con imágenes de abandono y soledad. El viaje va a ser duro en muchos momentos, me imagino, y no una excursión superficial; no quisiera que mis miedos y fantasmas me impidan acercarme a la gente: esa es nuestra riqueza. Me encomiendo a todos los dioses de nuestra vieja alianza.

 

(Sueño anterior: Visualizaba una película –casi fotograma a fotograma– que transcurría en México, sobre el tema de los secuestros: una banda de rufianes, algunos de buen corazón, y un jefe cruel y siniestro: se habla de niños en celdas y un sentimiento de horror se apodera de todos cuando aparece un grupo, algunos son apenas bebés; dos sicarios se comprometen a matar a su jefe, pero desvían sus disparos en el último momento. El personaje principal del sueño era quizá yo mismo, que había llamado a una puerta equivocada y dado una clave que me permitía entrar. Pero, ¿cómo es que la conocía? Sentimiento de angustia: ¿me descubrirían?).

 

 

8 de septiembre

 

Vuelo tranquilo, en que pude dormir a ratos. También charlar con una familia mexicana que venía de un periplo europeo. Clase media-alta, como dicen los sociólogos, pues el marido era médico y su esposa, química; amables, pero con una cierta frialdad, hermetismo que señala Octavio Paz para todos los mexicanos: como nosotros, reservan su casa y su familia, así como sus sentimientos, para un círculo íntimo, impenetrable al extraño.

 

Ya en el aeropuerto tomé un taxi seguro, adjetivo tranquilizador para el viajero preocupado por cuentos de secuestros y violencias. Inmediatamente, remordimientos: el taxi era enorme, una furgoneta en que podían caber perfectamente media docena de pasajeros, y me sentí como un turista cualquiera, privilegiando la tranquilidad a cualquier otra consideración. La habitación del hotel-albergue era un tanto deprimente, como de novela de fracaso y desesperación. Recorrí algunas calles buscando un restaurante y jabón. La escasa iluminación, en contraste con nuestro despilfarro, trazaba un color sepia, un tanto sórdido, para la ciudad; la plaza del Zócalo, inmensa en la penumbra, estaba desoladamente vacía. Una cena mediocre no ayudó mucho a mi estado de ánimo, así como el insomnio nocturno, producto quizá del cambio horario y de mis propias angustias. Las vibraciones del tráfico me desvelaron ya de madrugada y decidí salir a dar un paseo que me llevó a una hermosa plaza, mientras sentía el despertar de la ciudad: olores fuertes –a menudo deliciosos– me llegaban de todas partes.

 

Me fui a desayunar, para encontrarme con los demás huéspedes, momento terrible para el solitario, pues debe enfrentarse a una situación que ya le resulta extraña, temeroso de mostrarse hosco, o excesivamente locuaz, pero la presencia de Roberto, nuestro mesero, me salvó de ambos supuestos pues dirigía la situación con ánimo y experiencia de maestro de ceremonias: comenzó con una pequeña oración para dar gracias por los alimentos y la vida misma, con alegría y sinceridad de hombre curtido, traqueteado por la vida, pero no vencido;  después me presentó al resto de los huéspedes y continuó charlando y comentando novedades mientras aplaudíamos su plato principal, unos sabrosos huevos revueltos. Me alegré de estar allí, en esa terraza donde se mostraba el cielo azul suave de México, los tejados y torres de la inacabable ciudad: el sueño sigue a la pesadilla.

 

Para cumplir con el programa que había trazado con ayuda de una guía –asidero del viajero para no ser arrastrado por los vientos de la soledad– me dirigí a visitar el Templo mayor, cuya conquista por mis paisanos supuso el final del reino azteca y el ocaso de sus dioses. Las ruinas –descubiertas y conservadas apenas después de la Revolución, creo recordar– no permiten adivinar demasiado de la fábrica original, pero vamos atisbando retazos, fragmentos del templo original: restos de pintura, las almenas acaracoladas y la figura del dios Tlaloc tocando la tambora para atraer la lluvia. El museo es una espiral muy agradable de visitar, comenzando por la imagen tallada de la diosa Coyolxauhqui, madre de Huitzilipochtli; nacido armado de punta en blanco, mata a sus rebeldes hermanos (en realidad, su madre es Coatlicue  y la anterior, su hermana, a la que desmiembra). Vemos a los dioses/as –pues tienen ambas formas– de las tres partes del mundo; acuáticos y fríos, simbolizados por animales marinos, los del mundo inferior. Mictlantcuhtl, dios de la muerte. También la imagen pétrea de Tlatecuhli, señor o señora de la tierra, en andesita. Por todas partes, en los cimientos, ofrendas que simbolizaban los tres reinos: cráneos, y a menudo, animales, como el puma, el águila, la serpiente, la garza, y muchos tipos de conchas.

 

Calmado un poco en mi ansia de saber –y sentir mi tiempo bien empleado– a pesar de que mi conocimiento sobre la mitología mesoamericana es muy pobre, empiezo a tener encuentros con los muralistas mexicanos, enlace extraño con esa misma mitología. En el colegio de San Ildefonso, la Creación, dotado de la fuerza de quien puede todavía hablar con los viejos dioses. Tiene algo de pintura del primer Renacimiento, con los artistas extasiados ante la recuperación del volumen. (Sin embargo, al revisar las imágenes, ¿por qué no recuerdo haber visto la obra de los otros muralistas que recorren salas y pasillos?). Tomo un pequeño almuerzo en la terraza de la Editorial Porrúa, de grato recuerdo para los lectores españoles, gozando de una hermosa vista sobre el propio Templo mayor y me dirijo al Palacio Nacional, imagen de la suave patria: “Tu imagen, el Palacio Nacional/ con tu misma grandeza y tu igual/ estatura de niño y de dedal” (aunque un presidente quiso desmentir al poeta y al parecer alzó un piso más). Allí me esperaban las imágenes de Rivera sobre la conquista, desoladora visión que se adentra en la pura denuncia de quien odia su propia sangre, incapacidad –señalada por Octavio Paz– de acordar el alma mexicana con el pasado y por lo tanto, con el presente y aún el futuro. Pues el mestizaje comienza con el propio Cortés y la Malinche –la gran chingada. Es curioso cómo, en el caso del colegio de San Ildefonso al menos, será el promotor de estos murales José de Vasconcelos, incapaz de admirar el pasado indígena –creación interesada de yanquis para adormecer la raza cósmica, le parecía esa glorificación del horror azteca y maya– defensor a ultranza de la herencia hispana, brote que daría sus últimos frutos en una América crisol de razas. Frente a la denuncia, la imagen dulce y fuerte de las costumbres indígenas: el Paraíso ha debido existir, para que así podamos retornar.

 

En el mismo Palacio, una maravillosa exposición de unos de los aspectos más extraordinarios de la vida mexicana: las máscaras y sus “simbolismos velados”; presencias turbadoras, restos de una teogonía y de la aparición de los dioses. También, el carnaval. (Las máscaras carnavalescas serán uno de los leitmotivs del viaje, pues el carnaval encuentra un acomodo extraño en el mundo indígena, expresionismo y a la vez creación de arquetipos, frente al naturalismo importado desde la vieja Europa. Entre las imágenes, pinturas y máscaras de los cora y su Semana Santa, imposible acuerdo entre el Cristo y el venado). Por último, enorme mural, también de Rivera, sobre la historia mexicana y el paraíso prometido: los nuevos profetas laicos, con Marx y Lenin a la cabeza, lo anuncian. Frente a las crueldades de la conquista, los autos de fe y el hundimiento del paraíso indígena –después ya la independencia  y el fracaso de la política liberal, luego ya dictadura o caudillismo– sin apenas tránsito, pasamos a la época revolucionaria, como si el tiempo del virreinato no hubiera existido, una vez que se aniquila el imperio mexica. Los personajes barbados, después de la retirada de Quetzalcóatl, engañan una y otra vez: Cortés, el primero, hasta el propio Marx, que anunciaría por fin la reintegración de México a su propio destino profético. Es curioso el trasvase del marxismo a una tierra propicia a las utopías, pues no puede abarcar su compleja alma, llena de ansia de justicia y redención, pero también de un carácter de indisciplina profunda ante el Estado y un sentido cósmico de la humanidad: ejemplo del propio Diego Rivera dando acogida al hereje en su casa, con riego de la propia vida. El crimen ya no será excepción, como en los viejos tratadistas, más bien la norma. (Deseo de escapar a la propia historia, o que la historicidad se superponga a la propia humanidad y el tiempo calendárico deje de existir. Escapar a la repetición, una vez más. Frente a ello, Vasconcelos me parece más acertado: un salto metahistórico propiciado por un erotismo triunfante sobre el interés, etapa de la cuarta raza. La gran chingada: Malinche, que aceptó el mestizaje y no puede devolverles la imagen de una raza pura y de un comienzo sin la presencia española –¿a pesar de la Virgen de Guadalupe?).

 

Más extrañas y turbadoras me parecen las figuras de Siqueiros en el llamado Museo de la Luz (¿antigua Universidad Obrera de México?), sito en el Patio Chico del colegio de San Ildefonso, hermano quizá en su papel del salmantino. Frente al naivismo de Rivera, masas más compactas y fuertes, volúmenes encajados a duras penas en las bóvedas y techos, martillos y hoces frente a aureolas. Muestra de esa mezcla –tan mexicana– de lo sagrado y lo propagandístico. También otra cara de la moneda nacional, de ese doble perfil que comenzaría para López Velarde con la figura de Cauthemoc, el “joven abuelo” de la nación; pues su fanatismo político le llevaría a intentar el asesinato de Trotsky, en un sentido lato al parecer, terrible herencia en la que violencia y el crimen se hermanan para dirimir cuestiones políticas.

 

Seguí hacia el colegio de Educación, proyecto arquitectónico del propio Vasconcelos para crear una arquitectura simbólica, así como un programa iconográfico ligado a ese futuro cósmico, y que él mismo reconoce fallido: “tuve que conformarme con una construcción renacentista española, de dos patios, con arquerías y pasarelas, que tienen algo de la impresión de un ala”. También encontramos su proyecto de esculturas representando las cuatro razas y su imagen central, una alegoría de las tres etapas del devenir humano, dominio, razón y espiritualidad, reservado este ultimo a la raza “cósmica” (En La raza cósmica, precisamente). Un sentido ecuménico de su carácter le llevó a encargar un proyecto iconográfico distinto a los grandes muralistas, con Diego Rivera de nuevo a la cabeza, a pesar de sus diferencias políticas, pero hermanados en el canto a la revolución: para ambos, alba de otra época más definitiva y feliz. En los murales encontramos también una visión naif de la agricultura y las labores del campo, que recordaría a la de Velarde: “Patria: tu superficie es el maíz, /tus minas el palacio del Rey de Oros, / y tu cielo, las garzas en desliz / y el relámpago verde de los loros”. Alfareros, agricultores, ritos de fecundidad, de muerte y resurrección, visión de una arcadia feliz, así como los ritos populares, como las fiestas de los “santiagos”. Las minas y las fábricas marcan ahora el nacimiento de una clase obrera a la que se destina el próximo paraíso, y el corrido de la revolución mexicana hermana a ambos en un destino común, anunciado por hoces y martillos. Pero el campo sentirá siempre la extrañeza de la ciudad, y el soturno indígena sabe que allí no es posible el acuerdo, sino la rendición ante los nuevos poderes que se alimentan también de carne humana, como en la vieja Tenochtitlán. Una diosa, como Iustitia parecería, diosa fría que eligen los hombres de estado frente a las vírgenes preñadas, preside esas bodas; también la figura melancólica de Emiliano Zapata. Las diferencias en el estilo se explican también porque la inmensa obra no fue realizada en exclusiva por el pintor de Guanajuato, sino también por Jean Charlot, Xavier Guerrero y Amado de la Cueva, ¡durante cuatro años y tres meses!, encargos que recuerdan los de Papas y podestás. Sin embargo, las diferencias con el mecenas Vasconcelos pronto se hicieron evidentes: al parecer, en su libro de pedagogía “estructurativa” De Robinson a Ulises, recalca como al salir de la secretaría de Educación, “Diego Rivera se negó a seguir los planes primitivos y comenzó a llenar los muros restantes con apologías descaradas de los tipos políticos en boga y con caricaturas soeces de los que abandonaban el poder –mientras en el viejo edificio de la Escuela Preparatoria José Clemente Orozco llenaba los muros con su arte fuerte y sincero, aunque enfermo de amargura y sarcasmo, y Leal decoraba las escalera con temas de la conquista”. También le pintará mojando la pluma en una bacinica y en estiércol, “creando con ello en el medio mexicano una confrontación que hoy día todavía perdura”; jamás coincidirán de nuevo, nos dice Alberto Espinosa, de cuyo blog entresaco estas citas. La lucha entre revolución –permanente– y burocracia arrastrará también a los artistas, necesidad de un remanso, de un refugio para una historia enloquecida y titánica que devoraba rápidamente –como los viejos dioses– vidas y teorías.

 

Las calles hierven de gente y de agitación; agotado y feliz, llego a mi hotel.

 

 

9 de septiembre

 

Pude dormir unas horas; me acosté un poco cargado, pues apareció en escena Roberto, todo un personaje, y la velada nocturna se alargó entre copas de tequila, charla y risas. Nuestro hombre tiene historias que contar, como va siendo común entre la gente de estas tierras; en este caso, la suya propia, pues en Colombia, donde era policía, sufrió un atentado que le costó la amputación de una pierna y diversas heridas, lo que acabó llevándole a España como refugiado político.

 

Por la mañana, dolor de cabeza; después de un buen desayuno me lancé a la calle de nuevo. Antes, al amanecer, recibí de nuevo el día en la hermosa plaza de Santo Domingo, con las curiosas casetas de los impresores y su aire de confesionarios.

 

Amanece en D. F.

 

Inicié el camino por la calle Madero, en la que restan todavía algunos palacios, como la Casa de la Condesa del Valle de Orizaba, conocida hoy como casa de los azulejos, así como la iglesia de San Francisco, primer ejemplo para mí del fastuoso barroco mexicano. La calle, ahora peatonalizada, debe ser seguramente un ejemplo de la destrucción del patrimonio arquitectónico mexicano, pues al parecer fue la principal vía de la época virreinal, construida sobre el antiguo damero de Tenochtitlán –imagen arquitectónica de la decadencia, según Spengler– y ahora recuperada para la vida ciudadana. Supongo que al igual que en tantas ciudades europeas, los proyectos de saneamiento –ya desde el siglo XVII y sus plazas– así como la política burguesa de favorecer el tráfico, el abandono de los centros históricos por la misma burguesía, la inflación que hizo ridículos los alquileres, y por último, el crecimiento desaforado de las ciudades desde mediados del siglo XX, ha marcado una pérdida de autenticidad y armonía en la ciudad. En la avenida Juárez tomo un autobús para Chapultepec; iba sin cambio, y ante mi consternación, una señora me dio las monedas necesarias, gesto que me hizo sentir extraño, culpable y emocionado.

 

Me apeé en las inmediaciones del Museo Arqueológico, agradable edificio construido en torno a una plaza que recuerda la arquitectura indígena. Hay una ordenada y hermosa presentación de todas las culturas y períodos, preclásico, epiclásico, posclásico… Gracias al libro de los “López”, cuyo título exacto no recuerdo (El pasado indígena, López Austín y López Luján, nota a posteriori), pude manejarme con una cierta soltura. En todas ellas, el horror ante la pérdida de vitalidad del mundo, quinto sol que debía ser alimentado con sangre; arquitectura e imágenes, invocan el perdón para sí y el horror para los enemigos: solo los dioses son libres… Su crueldad es la de Huitzilipotchli matando a sus cuatrocientas hermanas, convertidas después en estrellas. La famosa piedra del sol hace al parecer alusión a este hecho. En general, el arte mesoamericano parece en principio no traspasar la etapa del horror sagrado, vivencia de la proximidad de la extinción y la muerte, así como de la cercanía del origen, dictado divino ante el que no cabe sino la aceptación. Una explicación más a pie de tierra sobre la crueldad y las continuas guerras entre los pueblos la daba el gran antropólogo mexicano… (¡Ay, Dios mío! ¡Fernando Benítez!): al referirse a indígenas de la zona de Oaxaca –creo recordar, tejedores de sombreros– habla de las escasas tierras fértiles, pequeños valles encerrados entre tierras estériles y agrestes: cualquier pequeño desequilibrio ecológico o demográfico sería causa de esa sangrienta historia de matanzas continuas.

 

Terrible visión del mundo ultra terreno mexica, presidido por el señor y señora de la muerte, Mictlantecuhtli y Miccetecacihuatl, esqueléticos, de cabellos encrespados y ojos saltones, adonde al difunto se dirige perdiendo su piel en el camino; deberá sortear pruebas y obstáculos para llegar al noveno plano de ese mundo subterráneo, o tlatilpac, dirigido en la última etapa por el perro que se sacrifica después de su muerte, lugar reservado para aquellos que mueren de muerte natural, pues al parecer los guerreros y las mujeres muertas en el parto iban a otro lugar, brillante y alegre. Después de un cierto tiempo resucitaban como pájaros de hermosos plumaje.

 

También esvástica de brazos curvos, proveniente de la región de Oaxaca, creo, y asociada a Quetzalcóatl. No signo solar, sino del movimiento y el desplazamiento de los núcleos espirituales: el norte marcaría seguramente ese reino perdido de los atlantes que Vasconcelos situó en el inicio de la propia cultura mesoamericana, y después se trasladó –con la gran esmeralda– a Egipto, depositario de un saber “hermético” que circula por debajo de otro más común.

 

La sirena –Apanchaneh– de la Huasteca, región de Veracruz, monstruo horrible y que preside un mar creado después del hundimiento de un gran cerro. Hasta que un obispo (sic) vino y la exorcizó. Rituales para propiciarla –como diosa del agua– se celebran hoy en día, ajenos a esa descripción como elemento puramente destructivo; en realidad, como tantos dioses mesoamericanos, su papel es dual en un amplio sentido, no solo en la ambivalencia masculino/femenino: puede ser favorable –o no– a los intereses humanos, pero no por crueldad o venganza, sino como dioses de la naturaleza misma; indiferentes, por tanto. Pero su vertiente femenina es más fuerte en este caso.

 

También, imágenes etnográficas, con una cuidadosa reconstrucción de las viviendas, vestidos y útiles de los pueblos indígenas mexicanos.

 

En fin… un tanto saturado de imágenes, me dirijo al gracioso bosque de Chapultepec y me paseo por los alrededores del lago. Me niego a entrar en el “castillo”, pues me disgusta su arquitectura tan kitsch, aunque paseé por lo jardines. Después sabré, leyendo el Ulises criollo, como la terrible tragedia de Madero y Pino Suárez comienza aquí, cuando acompañados de los cadetes de la Academia Militar iniciaron la marcha hacia el Palacio Nacional por el paseo de la Reforma y días después, engañados y vendidos por Huerta, fueron asesinados. Historia oscura, cruel y llena de sucesos escalofriantes, como una vuelta de esos mismos dioses sedientos de sangre, marcará la historia mexicana posterior: cinismo frente a ilusión. La intervención de los norteamericanos y otras diplomacias –entre ellas, la española agrava el aspecto cruel y oscuro de estos hechos. El Tirano Banderas, de Valle-Inclán, seguramente se inspira en Victoriano Huerta y su aspecto de máscara cruel, “calavera con antiparras negras”, como la que se muestra en el propio Museo.

 

 

El personaje de Don Roque Cepeda será trasunto del propio Francisco Madero; su calva de “santo románico” alude a una mesiánica interpretación religiosa del propio fenómeno revolucionario: “A ninguno de nuestros actos puede ser ajena la intuición de eternidad. Solamente los hombres que alumbran todos sus pasos con esa antorcha logran el culto de la Historia. La intuición de eternidad trascendida es la conciencia religiosa: Y en nuestro ideario, la piedra angular, la redención del indio, es un sentimiento fundamentalmente cristiano”. Su ideario teosófico, que comparte con el mártir revolucionario, le hará vivir en el “pasmo ardiente” de las conciencias religiosas: “su predicación revolucionaria tenía una luz de sendero matinal y sagrado”, acota Valle-Inclán. Las ideas de su compañero en las lides de la redención del indio y de una nueva comunidad espiritual, una nueva raza, el licenciado Sánchez-Ocaña, recuerdan a las del propio Vasconcelos: “Iluminados por la luz de una nueva conciencia, nos reunimos en la estrechez de este recinto, como los esclavos de las catacumbas, para crear una Patria Universal. Queremos convertir el peñasco del mundo en ara sidérea donde se celebre el culto de todas las cosas ordenadas por el amor. El culto de la eterna armonía, que sólo puede alcanzarse por la igualdad entre los hombres. Demos a nuestras vidas el sentido fatal y desinteresado de las vidas estelares; liguémonos a un fin único de fraternidad, limpias las almas del egoísmo que engendra el tuyo y el mío, superados los círculos de la avaricia y del robo”. Como en el caso de los frescos de Diego Rivera que aluden a un paraíso precolombino, son diosas del amor y la fecundidad las que se aluden en este discurso, ya no de la muerte y la destrucción únicamente, Tonantzin azteca, pero siempre con un lado sombrío y cruel que a la postre acabó por devorar la propia revolución.

 

Tonantzin, la diosa Madre

 

Desde los espléndidos jardines, atisbos de otro México, al igual que en otras megalópolis –así recuerdo Nueva Delhi también– en forma de nuevas ciudades de hierro y cristal, perfectas, limpias, postes totémicos para los nuevos dioses de la eficiencia y la ganancia, productos de una razón fría y mecánica.

 

También me inicié en el arte contemporáneo mexicano, en el Museo Moderno, en la que exponía Carlos Aguirre, un veterano artista natural de Acapulco, con un gran dominio de todas esas técnicas que exige el arte contemporáneo, así como de la utilización de materiales “reales”, o extraídos de los mass-media y de toda nuestra abundante basura –sea real o metafórica. Asimismo, la transformación de dichos materiales en algo nuevo, como en Los olvidados, imagen de un ser formada por guantes de obreros.

 

Los olvidados

 

También es muy contemporáneo el carácter de denuncia social de gran parte de su obra, incluyendo los procesos de degradación ambiental. Una curiosa instalación: Dialéctica Inteligencia versus poder, formada por unas extrañas formas metálicas suspendidas en el techo –“extinguidores”– confrontadas a un cerebro conservado en alcohol y a un busto de Gustavo Díaz Ordaz, el presidente que ordenó la matanza de la Plaza de las Tres Culturas. También imágenes alteradas de la revolución mexicana. En Paisaje mexicano, una fotocomposición con motes de narcotraficantes aparecidos en la prensa del país. Los pobres bedeles dormitaban –como en todos los museos– condenados a una exposición permanente a las radiaciones del arte. Por las calles repletas, sensación de tristeza y desamparo, como bedel de mi vida, hasta ahora mismo. Creo que el domingo partiré hacia Chihuahua.

 

(En el metro: muchacho que se instaló enfrente y era la imagen misma de Tlaloc, repulsiva e ingenua a la vez. La gente no es hermosa, pero en su mayoría parece –como el muchacho- portar una máscara, lo que les concede carácter de arquetipos)

 

 

10 de septiembre

 

Después de escribir en mi diario, conseguí un billete de avión para Chihuahua, resignado a cruzar el país de esa manera, pues el viaje en autobús ocupa casi un día entero y me consolaba con la idea de una más pausada vuelta hacia los paisajes que ahora perdería.

 

Finalizadas las gestiones –¡cómo todo se enreda en la todopoderosa red!– me encontré con el alegre compañero de tragos de la noche anterior y, como era de esperar, las cosas se desmadraron, aunque con tempos diferentes. Acepté su idea de ir a cenar a un restaurante colombiano, pero ante no sé qué problema de horarios acabamos en un restaurante delicioso, Las Sirenas, con vistas al Templo Mayor y la catedral, mestizaje privilegiado para los ojos, pero también para sentidos más terrenos, pues la comida era deliciosa. Ante mi consternación, se empeñó en subir los tres pisos que llevaban a la terraza, lo que me hablaba ya de su carácter “arrecho”. Creo recordar comí “guachi”, pescado que recuerda al mero, y mi compañero un arroz con marisco de muy buen aspecto. El servicio era amable y discreto. A nuestro lado, una familia de aspecto patricio, pareja matrimonial con lo que quizá era la madre de alguno de ellos, erguida y fuerte; el trato con el servicio parecía de un absoluto desprecio, como si no fueran personas reales. Pensaba que este triste rechazo no es herencia española, más bien desprecio por la propia sangre mezclada, anhelo de escapar a la esclavitud del destino, que es color, decía Juan Ramón Jiménez. Política de limpieza de la sangre criolla, quizá, tan dura y terrible como la nuestra con la sangre judía, inversa a la aconsejada por el Ulises criollo.

 

¿Cómo surge la simpatía? Pues me daba cuenta de que nuestra naciente relación marcaba desde el principio una absoluta distancia; la que media entre el triste pensador y el hombre de pasiones más fuertes y terrenales. Sin embargo, parecía estar a gusto en mi compañía, quizá le recordaba su etapa española; en su mirada había esa ironía con que se contempla a un bicho raro, pero no era agria ni defensiva, más bien cariñosa. En lo que parecía el cierre de una velada agradable y tranquila, nos dirigimos al hotel para tomar una última copa. Allí aparecieron dos jóvenes que se unieron a nuestra tertulia, servidos cariñosamente por Juan Carlos, nuestro joven barman, Adler, de origen peruano –¿por qué ese gusto por nombres estrafalarios? Pues además es apellido en los países germánicos: ¡Alfred Adler!– y Paco, taciturno salvadoreño. A Roberto le quemaba ya ese carácter del que luego iba a tener más pruebas y me empujó a acompañarles a un lugar de la calle Madero, especie de antro situado entre unos cutres setentas y la intemporalidad de los bailes pueblerinos. Pues, para mi sorpresa, la gente bailaba y los hombres invitaban a las muchachas a una especie de pista; las parejas bailaban circunspectas y atentas, ante la indiferencia de los curtidos bebedores y la ansiedad de los más jóvenes. A nuestro lado, dos hermosas mujeres, de aire exótico y ojos pícaros aceptaban las invitaciones de los danzantes, así como la de nuestro amigo, que se iba haciendo el dueño de la situación. Bebíamos y charlábamos, y los jóvenes se interesaban por las muchachas españolas: no soy ya el mejor maestro, les decía, aunque en todas partes hacer reír a una mujer no es un mal comienzo. Parecían tímidos en sus escarceos, aunque como es general en América, tenían historias complejas, pese a su juventud: esposas e hijos en Norteamérica, me pareció entender, donde pudieron comprobar la diferencia entre el cariñoso matriarcado hispano y el rígido y más rencoroso de los norteamericanos: ambos estaban recién divorciados. Adler, con inocencia de criollo andino; Paco, con soturnidad de raza más mezclada, huido de El Salvador –paradoja– país que alguien en mi viaje definirá como una laguna de sangre.

 

Roberto se dedicaba ya a lo que sería su pasión en las horas que restaban: bailar; para sorpresa de mi talante de castellano viejo, me encontré coqueteando con una bella venezolana, de hermosos rasgos indios en una tez muy clara, de una voz tan erótica como yo no había conocido: su dictado de un número telefónico en mi oído era como una miel deliciosa, anuncio de caricias delicadas, felices. Sin embargo, las dejamos ir para seguir la farra, al modo hispano, tan machista, con nuestro líder desatado ante las exigencias de los meseros y dispuesto a enseñarnos lo que es una juerga a lo grande. Así que acabamos en un lugar extraño para mi inocente carrera de juerguista, tras ser convenientemente cacheados a la entrada por unos espectaculares gorilas, un antro moderno donde las muchachas bailaban enroscadas en las barras, ante la indiferencia de los clientes, o su pasmo. Cuando nuestro hombre hizo lucir un fajo de dólares –no puedo expresarme sino siguiendo viejas novelas– nos rodearon muchachas, camareros y hasta una viejita que hacía oficios celestinescos, conspiración automática para sacarle el dinero a los generosos incapaces de encontrar a otro precio el placer de una compañía. Debo decir que a mi lado se sentó una muchacha muy atractiva, de rasgos finos y ojos miel, entregada a esa crápula para poderse pagar sus estudios de Derecho; profesión la más extendida en su gremio, al parecer. Fui amable y no la hice perder mucho tiempo. Después de abonar una factura que debía ser sustanciosa –con una indiferencia de juerguista consumado– Roberto insistió en alargar la noche, confiando en Enrique, el taxista que, también al modo de juerguista consumado, contrató para nuestra expedición nocturna, cancerbero en la inmensidad de la noche mexicana. Así que, tras conseguir algo de cocaína, nos dirigíamos a un nuevo antro, cuando la policía nos hizo parar, maniobra que podía poner en duda la probidad de nuestro chauffer, pero para mi sorpresa se saldó sin incidentes reseñables, cuando ya creí que íbamos a gozar de la hospitalidad del gobierno mexicano.

 

Nada detiene a un juerguista en vena, y desde luego continuamos la farra, llevados ante un antro donde fuimos de nuevo convenientemente cacheados para entrar en un espacio diferente, inmemorial, como plató cinematográfico dispuesto para una escena de bajos fondos, tiempo condensado en las volutas de los arcos voltaicos que creaban una atmósfera luciferina. Seres de una estirpe expresionista bailaban en la pista con las manflotas, siguiendo el ritmo de una maravillosa orquesta –no miento– que atronaba el inmenso lupanar. Mis recuerdos son ya un poco borrosos, pero la avidez de las muchachas no me dejó disfrutar del espectáculo, así como bailar con la que me tocó en suerte, moza ríspida y feota, triste carne de prostíbulo, en ese congal donde el erotismo todavía se esforzaba por ponerle una candela a la diosa Venus, disfrazando el deseo con los ritmos de la música y el baile, especie de amable infierno para solitarios y desesperados. Ya ni recuerdo cómo lo abandonamos, solo las disputas de las manflotas por unos billetes, así como la sensación de que nunca volvería a encontrar un lugar como aquel. También, un cierto pánico a que la farra continuase eternamente, como una pesadilla festiva, un sendero tomado por error hacia el mundo de los lupanares, con nuestro Roberto como divertido –y desaforado– Virgilio.

 

Nota. Según las anotaciones de mi Diario, sin apenas dormir, me dirigía a continuar mi visita a la ciudad, en este caso hacia Coyoacán, lugar de coyotes, a visitar el museo de Frida Kahlo, la casa azul, lugar que, como quizá la ciudad misma, es un jardín de Venus, con esa ambivalencia de toda la mitología mexica. Pero los nuevos dioses también fracasan, Lenin a la cabeza, y el defenestrado León Davidovich –Trotsky– iconos colocados a modo de altarcito en la habitación de la artista.

 

(Y apenas dejé anotado nada más de la visita, aunque recuerdo la casa como un lugar agradable y feliz, jardín encantado para vivir una historia erótica, tropical; me detuve en estas consideraciones políticas, perplejo ante ese ya viejo santoral que me deja indiferente –o quizá asqueado. Casa un tanto mezquina en tamaño, con recámaras chiquititas, con corredores, salones y una espléndida cocina para crear esos moles servidos por la anfitriona, atenta, como en sus trajes, a recrear un paraíso perdido, a la espera del nuevo. Hortus conclusus, pues la propiedad estaba rodeada de altos muros, no pareció hacer muy feliz a la pareja; el torrente vital del pintor no casaba con el talante frío de la mujer, azotada por sus propios males y la mirada escrutadora de una familia burguesa–perpleja. Al parecer, el pintor prefería las mozas más carnales y regordetas, como la que decoraba su cuarto. Pues el alma de México es pudorosa y el arte contemporáneo exige también ese sacrificio, aunque sea al precio de cualquier erotismo: novia desnudada por los solteros. También en la almohada del cuarto de su esposo: Despierta, corazón dormido).

 

Sí anoté mi paseo por el hermoso Coyoacán, fresco y dulce en esa mañana de septiembre, en la eterna primavera del altiplano, con hermosas casas de altas ventanas enrejadas, que me recordaban las de Medina-Sidonia. Comí algo exquisito en la merendera Las Lupitas, denominación a añadir al infinito catálogo de lugares donde disfrutar de esta gran pasión mexicana. Algunas casas parecían abandonadas, pero el enorme crecimiento de D. F. no parecía hacer peligrar el barrio, ¿o quizá sí?

 

 

12 de septiembre

 

Escribo de madrugada, pues no duermo más allá de cuatro o cinco horas. Supongo que mi cuerpo debe acostumbrarse a los nuevos ritos del viaje y sus angustias.

 

Ayer visité Teotihuacan, rompiendo con una de mis normas: no acercarme a los tour operators. Verdaderamente era complicado el viaje en autobús y me decidí por una excursión organizada que podía reservar desde mi hotel, e incluía la visita a la Plaza de las Tres Culturas y la basílica de la Virgen de Guadalupe. En la primera, se hace patente una historia de crueldad y dolor; aquí remató la conquista de Tenochtitlán, aunque en lucha franca y cara a cara a menudo; como el propio Cortés registra, fue casi un suicidio colectivo –numantino– pues desecharon todos los ofrecimientos de paz y solo se rindieron cuando su último rey Cuauhtémoc se entregó entre lágrimas: había fracasado el último y desesperado intento de resistencia, entregados ya a la única ayuda de Huitzilopochtli y su ropaje de tecolote de quetzal: la serpiente de fuego. Los cantos tristes, recogidos por los discípulos de fray Bernardino de Sahagún señalan ya lo irremediable, una vez Cuauhtémoc es hecho prisionero:

 

“¿Quién eres tú, que te sientas junto al Capitán general?/ ¡Ah, es doña Isabel, sobrinita!/ ¡Ah, es verdad, prisioneros son los reyes!”.

 

Los viajeros constatamos también como la violencia es parte terrible del lenguaje político en América, herencia tanto indígena como española, que se hizo patente en la matanza de estudiantes por parte del gobierno, en los sucesos de 1968. Visitamos las ruinas del antiguo mercado, y creo que no lo hicimos con la iglesia de San Francisco, fundada sobre un antiguo templo azteca, así como un colegio para educar a la nobleza mexica superviviente, dirigido por fray Bernardino de Sahagún, primer intento de un mestizaje cultural en que los textos se recogieron en náhuatl y castellano, documento que permitirá conocer la “visión de los vencidos”. La tercera cultura estaría representada por varios edificios auspiciados al parecer por la idea de un criollismo arquitectónico, al igual que el racial de Vasconcelos, pero ligado a movimientos más contemporáneos y que se presentan en forma de “unidades habitacionales” y edificios de la Universidad, todos ellos muy dañados al parecer por el terrible terremoto de 1985. Desde estos últimos los rostros de los estudiantes, reproducidos en enormes cartelas, nos interrogan sobre un futuro en que su sacrificio no sea estéril.

 

En el lugar dedicado al culto a la Virgen de Guadalupe subí en primer lugar a la primitiva iglesia, edificada sobre la primera capilla quizá, o al menos la más antigua de los tres templos que se le dedican; lucía espléndida al sol de la eterna primavera del altiplano y refulgía la azulejería de sus torres, nueva Jerusalén dorada; me emocioné con los cánticos y rezos de los escasos fieles: algunos suspiros rompían verdaderamente el alma, fervor religioso sin miedo a expresar emociones, primer encuentro con una extraña síntesis de creencias y cultos, religiosidad vivida como eterno presente que puede anular la angustia y el dolor. Desde lo alto de la colina, se hacía patente ese aspecto de concha de Venus de la ciudad. El agua corría por la ladera y bendecía el lugar en que los mexicanos encontraron su gran mito para una identidad desgarrada y desgarradora, presencia de la gran madre Tonantzin, suavizada en el acogimiento de la Virgen y su manto bordado de estrellas; pues esa imagen representa al parecer a una muchacha mestiza y embarazada, mensaje de esperanza para una gente que no encontraba un lugar en la sociedad virreinal, también de confianza en el futuro, anuncio de un sexto sol tras crueldades y matanzas. La “tilma de turquesa” y el ángel revestido de alas de águila sirven de enlace entre el pasado de la Gran Madre –terrible y vengativa– y la idea de confianza de la Virgen, símbolo, como asumptio, de la unión de tierra y cielo, de la materia y el espíritu, refugio para los humildes, como la propia tela de ayate en que se pintó.

 

(Después leeré más sobre este mito mexicano, en un estudio de un escritor francés de cuyo nombre y título no me acuerdo. Su misterioso origen parece inclinarse hacia las figuras de Antonio Valeriano y Marcos Cipac de Aquino, el pintor, que trasladaría al lienzo las visiones del indígena Juan Diego narradas en el Nicam mopohua, por Valeriano. Se creará así una imagen unida a un nuevo destino, en donde los elementos de la visión náhuatl se disponen de una sutil manera para crear una figura que pareciera en principio deber más a la visión cristiana; pues para los tlamantinos, los depositarios de saber antiguo reclutados por fray Bernardino de Sahagún en el colegio de San Francisco, Jesucristo y Huitzilipochtli –hijo de Tonantzin– son la misma persona. En el cerro donde Juan Diego sitúa las apariciones, los abrojos y nopales, con las tunas rojas que simbolizarían los corazones humanos arrancados a las víctimas de los sacrificios aztecas, se transforman en rosas y la tela misma sería “la mortaja en la que sus corazones pintaron el cielo”. Esta imagen, que querría situar en el contexto hispano y cristiano a la aristocracia náhuatl, fue ignorada y escondida en un primer momento; el año de su primera aparición, 1535, se corresponde con el año 13 caña de los mexicas. Un siglo después será el cauce por donde los criollos pudieron encontrar cobijo a sus sueños y germen de la futura nación mexicana. En Carlos Gómez Carro: Huitzilipochtli y Guadalupe, la simétrica reinvención del mito).

 

Esa agua milagrosa, hoy cobijada en la capilla del pocito, es fuente de salud y de patria. Su arquitectura, precioso camafeo para recoger una joya. La gran basílica, de la que apenas recuerdo su fachada, derrotada por los temblores de tierra y el hundimiento del terreno, tuvo que dejar su sitio a una edificación nueva, enorme bóveda de cemento que enfría y anula el sentimiento religioso, incapacidad del arte contemporáneo para sentir lo sagrado –no toca a los que no participan– incluso en el delirante fracaso de Antonio Gaudí.

 

Curiosidad: bomba colocada por un secretario de la Presidencia que combó un Cristo de metal cercano, pero la imagen misma de la Virgen no sufrió daño alguno. Recuerdo también al cliente del hotel que, morosamente, nos hablaba de la duración de la propia tela, imposible para cualquier cálculo.

 

 

Teotihuacán

 

Lugar donde nacen –o descansan– los dioses, la gran urbe del centro de México durante el periodo clásico, aparece como dominadora de rutas comerciales y promotora de una política, no tanto imperialista, como de dominio cultural y económico, especie de Atenas mesoamericana. Por fin pisaba también el campo, cubierto por una fina hierba, tras un viaje a través de inmensos asentamientos irregulares –o eso me pareció– algunos de aspecto alegre y multicolor. Allí vivirá seguramente esa parte de la población opaca a estadísticas y recuentos, y que seguramente tampoco yo conoceré. Se nos enseñó al grupo, formado en general por jóvenes estadounidenses y de otras nacionalidades, los beneficios del gran maguey, la planta que permite la producción de pulque, tequila y mezcal, así como de agujas, fibra vegetal, madera para construcciones y aun más. Después, comimos en un local preparado para visitantes, mezcla de tienda y casa de comidas, y probé por primera vez el delicioso mole mexicano.

 

En la pirámide de la luna: sensación de acogimiento; ya después, en la pirámide del sol, la energía parece disminuir. Quizás tenga que ver la historia contada por nuestra pizpireta guía mexicana sobre el arqueólogo dinamitero que excavó con esa curiosa técnica en los restos de la antigua pirámide, para así poder reconstruirla casi ex novo. Sensación, por tanto, de pérdida de esencia, del “nomos”. Llovió durante el paseo por la calzada de los muertos, como si se hubiera sacrificado al dios Tlaloc.

 

El ya citado fray Bernardino de Sahagún recogió las leyendas sobre el nacimiento de los dioses; en este caso, la cara de la luna se deforma, no por la rana que le salta a la cara como en los mitos de indios norteamericanos, sino porque uno de los dioses le arroja un conejo a uno de los dos soles y disminuye su resplandor; pues en el comienzo del mundo, ambos –luna y sol– alumbran por igual. En el principio del mundo hay dos soles, el del dios rico y cobarde, Tecuzitecatl, a quien se dio el cargo de alumbrar el mundo. ¿Quién será el otro?, decían los dioses, y como nadie respondía se lo ordenaron a otro dios que era pobre y buboso, Nanahuatzin, e hizo asimismo pobres presentes, pero fue el primero en arrojarse al fuego, seguido después por el dios rico, junto con un águila y un tigre, manchados y rayados respectivamente a causa del calor. Este dios valiente y pobre es ya el quinto sol, que debe ser alimentado con sangre. (En el libro VI, de su Historia general). En la mitología de toda América, las leyendas del sol y la luna aluden a la necesidad de una disciplina, especialmente para las mujeres, pues si no tuvieran el período con regularidad –¡precisamente!– y parieran de cualquier manera, el orden cósmico se vendría abajo y el dios sol no podría encontrar una esposa adecuada, incapaz de seguir el ritmo de la luna. También en toda la mitología americana, encontramos las figuras de los gemelos y su carácter a menudo funesto; por otro lado, la “gemelidad” como fondo del carácter binario de los mitos: ambigüedad de los personajes: varón/hembra, bueno/malo… El antropólogo Claude Lévi-Strauss toma al parecer sus ideas sobre estas cuestiones de los trabajos del Padre J. de Arriaga en el Perú del siglo XVI; así, la leyenda nambiqara de la mujer engañada por un burlón, en conexión con mitos norteamericanos: para Lévi-Strauss, estos ayudan a explicar los más meridionales. Además, conexión con las personas de labio partido, y los seres nacidos con los pies por delante: nacimientos peligrosos, heroicos. Edipo. El propio Quetzalcóatl, cuyo nombre se traduce comúnmente por “serpiente”, tiene también la acepción de gemelo.

 

En el caso de la teogonía mesoamericana, ¿se alude a la misma preocupación? El mito narrado por los discípulos de fray Bernardino de Sahagún se refiere al origen de un mundo habitable, pues los dioses deben morir para que los astros puedan iniciar su movimiento, viento que los empuja y cadencia: día y noche se suceden ahora con regularidad. Como en los otros mitos, sol y luna son varones en origen, lo que apunta quizá a una virilización mítica; pero también se debe reseñar el carácter ambiguo de las divinidades mesoamericanas.

 

Para López Austin, en realidad el mito habla de la necesaria adecuación entre los dos mundos, el caliente divino y el frío inframundo: los metales –la riqueza– pertenecen es este último; la victoria del buboso, convertido en único sol, señala triunfo del arrojo frente a las necesidades de la producción. En principio, en muchas versiones, ambos eran del mismo sexo, pero siempre se marca el predominio de lo viril, lo masculino, lo caliente. Es más, el mito apunta a un origen femenino del mundo, matriarcal, con la Luna presidiéndolo, pero en un momento eso cambia: el conejo que se arroja a uno de los dos soles. Quizá otro mito pueda explicar su matrimonio y descendencia, así como ritos crueles en que la sangre debe derramarse: juramento al sol de los indios sioux. También, cuenta fray Bernardino, los mexicas se horadaban las orejas, chicos y grandes, en el signo que llamaban Ceocelutl, en honor del sol. Era una de las fiestas que llamaba “movibles”.

 

Hipótesis de Millon de que la ciudadela y los edificios de la avenida de los muertos fueron sistemáticamente destruidos por los propios habitantes: quizá su nomos estaba perdido, habían cumplido su misión; caso de los templos ibéricos, como en Cancho Roano.

 

 

13 de septiembre

 

He dormido algo mejor, ayudado con algo de química, y decidí acercarme a Xochimilco, en un abarrotado metro y ya después en un tren ligero, gracioso y animado: “Suave Patria: tu casa todavía/ es tan grande, que el tren va por la vía/ como aguinaldo de juguetería”. Tomo café mexicano, suave como la patria, y unos deliciosos dulces en un lugar curioso, con un cantante muy agradable, ¡a las doce de la mañana! Los mexicanos son felices uniendo estas dos grandes pasiones. También la mitología viene en ayuda de gustos y atavismos, pues en la leyenda de los músicos del sol –en los Anales de Cuauhtitlán– encontramos el  mito de los cuatro contadores del año: acatl (caña), teipatl (pedernal), calli (casa) y tochtli (conejo), cada uno con sus rumbos y colores. Tezcatlipuca creó el aire y le ordena ir a la casa del sol a por músicos, con ayuda de animales marinos –así la Acihuatl, mitad mujer, mitad pez– que tienden un puente para que llegue a la isla donde aquel habita. Aunque el sol ordena no seguirle el canto atrae a uno de los músicos, que le responde.

 

De la alternancia de lo frío y lo caliente nace el mundo, para los mixtecos; el día de la primera aurora es el de la llegada de la música: “las fuerzas que salen por los tubos se desparraman como colores”, acota de nuevo López Austin. En el principio era el ritmo, creo recordar que dice Octavio Paz. También encontramos la presencia de la sirena, como en Grecia y en nuestra propia cultura, las mermaids, cuyo canto atrae a los navegantes y se unen a veces a los mortales para engendrar estirpes que deben pagar en cada generación un tributo al mar.

 

Sirena en el museo de Zacatecas

 

Como Orfeo, como el propio Cristo, Quetzalcóatl debe bajar al inframundo para crear vida con la muerte, a por los huesos que fecundará con la sangre de su pene y dar vida así a los humanos; para adormecer a las fuerzas oscuras tocará no una lira sino una trompeta, en realidad una caracola que horadará con ayuda de gusanos y avispas. La caracola será un objeto ligado para siempre a los bocaboos, los seres que sostienen el mundo, torzal por donde ascienden y descienden los dioses a las dieciocho partes del cosmos. Símbolos que anudan los contrarios, oscuridad/luz, muerte/vida y cuyos héroes mantienen así ligado al mundo y a nuestra propia alma, con una promesa de armonía y eternidad, frágiles ambas.

 

Descendiendo entonces desde las alturas maravillosas del mito a mis peripecias de viajero, debo decir que me precipité un tanto a la hora de tomar un barco, ante la incredulidad de unos barqueros aburridos y sin viajeros, pero me di un pequeño paseo, por los canales, justo cuando comenzaba la animación, con familias alegres comiendo en los propios barcos donde reciben a los mariachis. El agua parece sucia y algunas de las viviendas muestran una especie de ritual de maldición o anatema –o quizá una visión más contemporánea.

 

 

 

En sí, el paseo es un tanto decepcionante, resto de una ciudad que fue considerada una especie de Venecia, cruz sobre los lagos señalando los cuatro lugares del mundo geográfico y mítico. Después, continúo mi paseo, ahora caminando por las calles y su caserío de colores encendidos, señales a menudo para los establecimientos y los productos de consumo: identificación de algunas culturas con el nuevo lenguaje de la publicidad, como también ocurre en India. En el mercado, los colores, los gritos, los olores, se exacerban.

 

Tomo un “pesero” para visitar el museo Dolores Olmedo Patiño y me paso unas pocas de estaciones, entretenido con el espectáculo de la vida. El museo se encuentra en una antigua mansión, con hermosos jardines a disposición de los pavos reales y los xoloztzcuintles, perros de origen prehispánico, seguramente de la estirpe de los acompañantes del difunto a la vida de ultratumba; estos debían ser de color “vermejo”, pues los negros protestaban: “ya me lavé”; y los blancos: “ya me ensucié”.

 

“Respecto a la historia del lugar, se sabe que durante la época prehispánica fue ocupado por un grupo xochimilca que le dio el nombre de Tzomolco, que en náhuatl significa cerro que se desgaja, asignado en función a la presencia del pequeño cerro en la parte posterior de la construcción. En el Tzomolco se realizaron varias ceremonias del Fuego Nuevo, un ritual prehispánico a celebrarse cada 52 años que festejaba el renacimiento del sol y la vida”. (Tomado de la web del Museo). Con la ayuda impagable de fray Bernardino, en su Libro VII,  nos enteramos que esta ceremonia se hace cada 52 años pues es el equivalente de nuestro siglo para los mexicas, “gavilla” le llama maravillosamente el fraile, y se corresponde con la vuelta de los años sagrados, cuatro veces trece años, invención de Quetzalcóatl al parecer; año que comienza su cuenta por el Oriente –las cañas–, luego va hacia el Norte –el pedernal–, después, al Occidente –la casa–, y por fin, al “Abrego” –el conejo. El fuego se encendía en el cerro de Uixachtlan sobre el pecho de un cautivo al que luego se sacrificaba; se quemaba su corazón en las propias entrañas, y el fuego consumía su cuerpo. Esta ceremonia ritualiza seguramente el mito del nacimiento de los soles; entre otras cosas, la víctima debía ser un prisionero, “el que era más generoso”, lo que podría aludir al dios rico, pero quizá este adjetivo conviene al pobre, pues fue generoso verdaderamente al ofrecer su cuerpo a las llamas para que naciera el sol. Desde allí, el fuego sagrado era llevado al templo de Huitzilipochtli en primer lugar, y después repartido por todos los hogares. Las mujeres preñadas se encerraban por el peligro de volverse fieras, y a nadie se dejaba dormir hasta que el fuego no parecía, incluidos los niños, que podían transformarse en ratones. Todos los demás, esperaban en las azoteas la señal, pues si no había fuego el sol no volvería a alumbrar y serían devorados por demonios. Cuando el fuego parecía, todos se hacían sangre en las orejas y después se sacrificarán prisioneros: este sol debe alimentarse de sangre. También vestían vestidos y joyas nuevos, y se renovaban las piedras del hogar así como todos los cacharros relacionados con el fuego.

 

También se señala el origen de la hacienda –Hacienda la Noria– hacia el siglo XVI, pero muy maltratada y abandonada, lo que supuso una reconstrucción “respetuosa”. Desde los jardines se divisan hermosas extensiones de bosques y praderas, quizá parte de la antigua propiedad.

 

¿Qué vi en el precioso museo? De Frida Kahlo, algunos dibujos y un autorretrato. La colección de Diego Rivera recoge obras de todas sus etapas, incluyendo alguna españolada. Un cuadro, El matemático, alude a la anemia y melancolía del sabio. También, una imagen muy conseguida de Emiliano Zapata, así lo apunté, pero no recuerdo los rasgos y la red no me ayuda; figura cuya muerte supone una herida profunda para la revolución, asesinato del hombre justo que oscurece una época, aunque la propia revolución sobreviva, como en el caso del presidente Madero, a quien por cierto se enfrentó por la cuestión agraria, milenarismo campesino que choca con el hombre de ciudad: religiosidad heredada y otra aprendida. Otros retratos no me gustaron en absoluto, pues sus etapas europeas suponían un avance por todos los estilo de la vanguardia, un aprendizaje a menudo zafio de esas maneras, hasta que su estilo se hace personal y grande en lo que Octavio Paz llama su canto a la fertilidad y la sensualidad. (Sin embargo, en La canoa enflorada, que recoge el tema de Xochimilco y los paseos en barca, tristeza profunda de los ocupantes). En otro orden de cosas, un árbol de la vida, del que deberemos saber algo más, aunque en este caso quizá se trata de la tradición náhuatl cristianizada

 

 

Comí en la cantina una especie de sopa de tomate con huevos, delicioso plato de nuevo. A la vuelta hacia el hotel, paro en el Zócalo para visitar la catedral, templo neoclásico y por tanto frío, pero los retablos hacen brillar su oro. El Cristo Negro, dramático, especie de Quetzalcóatl herido para siempre, como si no fuera posible resucitar. En la plaza, un fontanero cirujano ofrece su trabajo. Una pareja estrafalaria, como intelectuales revolucionarios incapaces de abandonar ese papel, impreca a los transeúntes.

 

Se acaba ya mi estancia en D. F. Me alegro infinito de haber venido.

 

 

14 de septiembre

 

En Chihuahua. Apenas dormí la noche anterior, pues el vuelo era muy tempranero y tuve que salir del hotel a las cuatro de la mañana, un tanto avergonzado pues no dejé propina para Juan Carlos y Roberto; solo me restaban unos dólares que me había entregado el Roberto colombiano. Me despedí de él en el desayuno del último día, convaleciente de la juerga, pues no debe beber alcohol según sus médicos, y un tanto avergonzado de sus locuras; ¡un curioso personaje! El vuelo fue breve y tuve otra muestra del carácter mexicano, pues mis compañeros de asiento –al enterarse de mis proyectos– me ofrecieron su hospitalidad si acaso surgiera algún problema en mi estancia. También, la primera visión de los mormones –o menonitas, ¿pero, no son idénticos? (pues no)– que se han instalado cerca de la ciudad y han creado un imperio puritano y lácteo; al parecer, comparten con los jesuitas y los adelantados del criollismo la idea de un cristianismo anterior a la llegada de los españoles, también los ingleses, pero en este caso santificada con la presencia del profeta Nefi y aún la del propio Jesucristo. Manera de establecer una genealogía limpia de las excrecencias de la época colonial inglesa, o de la presencia española, para asegurar así un renacimiento que como todos los puritanismos, quiere volver a la pureza original. Al parecer, también hubo choques entre los dirigentes llegados del Norte y los autóctonos, que contaron con su propio líder y defendía tesis de la rama “lamanita”, Margarito Bautista, convirtiendo ahora a Quetzalcóatl en el propio Jesucristo y creando una rama aparte de la original.

 

Los menonitas en cambio tienen una historia más vieja y, digámoslo así, más tradicional, secta surgida ya de la Reforma y nacida en Holanda, aunque originaria de Suiza, pues pertenecía a la rama anabaptista; seguirá su destino primero en Danzig –donde aprendieron el bajo alemán, su lengua común– y ya después en Rusia, donde los acontecimientos de la Grand Guérre les llevarán a América del Norte y ya después –en los años veinte del siglo pasado– hacia el Norte de México. El fraile Thomas Münster y nuestro Miguel Servet pertenecieron a alguna de las ramas en que se dividió el movimiento. Parecen preservar su pureza étnica, más que los mormones, pero no estoy muy seguro; los que vi en el aeropuerto y ya después en la ciudad de Chihuahua eran de aspecto totalmente nórdico. Parece ser que sus costumbres les hacen difícil adaptarse a los nuevos tiempos, incluso en México, y algunos ya han iniciado un éxodo de nuevo hacia Rusia. (“Creen en el bautismo como confirmación de su fe, no para borrar un pecado original. Para ellos el bautismo significa adquirir una responsabilidad colectiva como miembros de una gran comunidad humana donde no caben distinciones de sexos, razas o clases sociales. Consideran a la Iglesia como atemporal y creen que debe permanecer por encima de cualquier estado temporal. Sus lealtades están prioritariamente depositadas en ella y en la comunidad religiosa; no pueden concebirse como parte de una nación específica. En su concepto la iglesia trasciende la cultura local y la nación, y abarca a la humanidad y la naturaleza toda”. Tomado de la Web México desconocido).

 

Había tomado una habitación a través de una página de la red; está ubicada en una zona “residencial” alejada del centro y donde al taxista le costó llegar, pues era una zona enrevesada, urbanización nueva rodeada de los edificios de ese paisaje de carretera que conforman las nuevas ciudades: las indicaciones se referían a gasolineras o supermercados. La casa de Manuel –mi anfitrión– es grande y moderna, con el aire acondicionado funcionando todo el día, y llena de otros huéspedes, arqueólogos y antropólogos que trabajan adelantándose al progreso en forma de un oleoducto que atraviesa el desierto en dirección a Estados Unidos, con el fin señalar o recuperar restos de las viejas culturas que lo habitaron. Mi habitación era espaciosa y cómoda, casi lujosa en comparación de mi celda en D. F., asomada a un hermoso patio. Mi anfitrión parece una persona agradable, un joven arquitecto doctorado en una universidad mexicana y que debe sobrevivir –me contará– de alquilar habitaciones a viajeros, o profesionales, pues el trabajo es casi inexistente para la gente de su profesión. ¡Así es el destino de nuestros jóvenes!

 

Después de dormir un poco bajé hacia el centro de la vieja ciudad y me quedé un tanto estupefacto, pues me encontré con un dédalo de calles peatonales llenas de tiendas y pequeños restaurantes. En el zócalo, edificios modernos asedian a la vieja catedral. Quise visitarla, pero era hora de oficios y el templo estaba abarrotado; esperé a que finalizara la misa y me encontré con que comenzaba otra con el templo también a rebosar de fieles, así que me senté con ellos y pude protegerme del fuerte calor –y no apunté nada más sobre el lugar, aunque recuerdo sus bellas portadas. Había tomado un billete para visitar unas grutas y allá me fui para encontrarme con la decepción de que no eran aquellas maravillosas de enormes cristales que yo presumía, pues no recuerdo por qué motivo estaban cerradas al público. Creo recordar que las grutas se habían encontrado con motivo de excavaciones mineras; la visita fue muy animada de todas maneras, acompañado de un grupo de mexicanos que reían y disparataban todo el tiempo, con enorme vitalidad e inocencia. Volví de nuevo al centro, pero ya era tarde para visitar algún otro museo –la casa de Pancho Villa, por ejemplo– y al día siguiente me imaginaba que estarían cerrados. En fin…, me di un nuevo paseo y gusté sin prisa y sin angustias de la vida animada de la ciudad: gente de compras, o paseando, visitaba las tiendas en que destacaban las del calzado típico de la región, unas botas vaqueras con colores y adornos muy vivos a menudo, así como los sombreros. Pude ver mis primeros tarahumaras, mujeres de vestidos alegres y hombres taciturnos, visión que me emocionó; aislados en medio de una gente que ya no reparaba en ellos, parecían seres atemporales, instalados cerca del tiempo constante del mito, más sensible si cabe en medio de la actividad que los rodeaba.

 

Volví hacia mi alojamiento en autobús, una fea y destartalada camioneta, y no supe encontrar mi parada, así que me gané las chanzas del conductor y algún que otro pasajero, y me dieron conversación mientras el viaje seguía por los suburbios de la ciudad, esa otra parte que los viajeros solo conoceremos por estos errores y despistes.

 

Por la mañana decidí quedarme en la acogedora casa y ponerme al día en mi correo y mis diarios; también, charlando con mis anfitriones, que me ofrecieron el espléndido desayuno mexicano. Después, afrontando el calor, volví hacia el centro y, tras algunas gestiones, me dirigí hacia la llamada casa de Pancho Villa, solo para comprobar que estaba cerrada. Al parecer este curioso personaje vivió aquí sus últimos días antes de ser tiroteado en una finca que los vencedores le habían regalado por sus servicios a la revolución. Su figura se ha convertido en cuasi universal, motivo de chascarrillos y anécdotas, como nuestro Osuna, o quizá mejor nuestro más famoso bandido, José María el Tempranillo, personajes en quienes se nota la alegría de vivir y la intención burlona, como bandido generoso que fue, hombre del pueblo que se echa al monte para vengar una afrenta familiar, aunque supongo difícil diferenciar los hechos de la leyenda. Hijo de soltera y de un patrón, quizá llevó esa afrenta toda su vida, como su alter ego en el Gringo viejo de Ambrose Bierce, quien al parecer lo trató y conoció en los años de lucha. Representa bien ese lado de exceso y vitalidad que supone ritmar con la gente y la vida misma, como bravucones que la consideran un albur y una continua fiesta. Se dice que a su muerte dejó más de sesenta viudas. 

 

Seguí paseando por la ciudad, construida con ese plano de damero de la colonización –o quizá ya anterior– y ahora se rinde al sistema de vida americano: todo para el automóvil. A lo lejos, barriadas de cemento y cristal. Pude visitar el museo de la antigua casa del Peso y de Correos, ahora Centro Chihuahua, que alberga la celda donde pasó sus últimos días el cura Hidalgo, padre de la independencia, capturado con Allende y otros dirigentes rebeldes en fuga tras las derrotas de su ejército. Figura señera, padre de la patria mexicana, quizá despertó un sentimiento y un ansia que le superó, pues aunque alguna historiografía quiere convertirlo en un adelantado, una especie de progresista ilustrado, he leído en algún lugar que su acción política nace en defensa del rey Fernando, por lo tanto contra las ideas que habían tomado cuerpo en las Cortes de Cádiz, pues su idea de libertad y resistencia a la tiranía debe más a la teología de los jesuitas, con el gran Suárez a la cabeza, que a las elucubraciones llegadas desde Francia, como se ve en su idea de mantener la religión católica como única y excluyente y su gran acierto de tomar el estandarte de la Virgen de Guadalupe en la iglesia de Atotonilco y situarlo al frente del ejército y su ideario político, lo que convirtió un movimiento de las élites criollas en verdaderamente popular. Esta ambigüedad acompañará ya siempre la historia política mexicana, abocada a un caudillaje continuo en manos de un criollismo que intenta seguir el ejemplo norteamericano, frente a la decrépita y aislada España; pero no logra, como la propia Madre Patria, encontrar un piso firme en una época marcada por la economía y el arrollador avance del progreso, cada vez más aislada de su pueblo. La Revolución, con personajes como Pancho Villa y Emiliano Zapata, quizá signifique una vuelta al pasado, curiosamente, en busca de esa raíz indígena, milenarista, ocultada y despreciada por un “criollismo” avergonzado de su propia historia. Es la idea de comunidad frente a la de propiedad.

 

En el mismo Museo, o Casa Chihuahua desde 2006, una exposición sobre el Camino Real, la vía por la que circulaba la ingente cantidad de plata que se obtenía en la región. También una muestra sobre esa herida abierta en el costado mexicano, la inmigración hacia su vecino del Norte, con fotografías impactantes de los trenes de la muerte y de la vida de los mexicanos en el país –de acogida, iba a decir. También una exposición de pinturas de Orozco, uno de los grandes muralistas, que era natural de esta tierra. En el Zócalo, estatua del fundador de la ciudad, Antonio de Deza y Ulloa, que la bautizó como Real de Minas de San Francisco de Cuéllar, en el territorio de la Nueva Vizcaya. La conquista y colonización fue durísima, con indios muy belicosos y guerreros –alguien me hablará de una tribu de flecheros capaz de atravesar celadas y morriones, por otras minas, en Real de Catorce– y continuas expediciones fallidas, despertada la ambición con el mito de las siete ciudades de oro desde la llegada a estas tierras de Alvar Núñez Cabeza de Vaca. (También las historias del fraile sobre esa misma leyenda, que consiguió la primera expedición hasta California –creo que en López de Gomara– y le valió comentarios sarcásticos del hombre que la financió y dirigió. Supongo que estas invenciones servían tanto a frailes como a oidores y virreyes para conseguir expediciones y librarse por un tiempo de la morralla soldadesca sin ocupación. Así, la propia expedición de Ursúa y Lope de Aguirre en busca de el Dorado). El terror se despertaba con la llegada de estos belicosos indios, con su epítome en los terribles apaches, solo vencidos ya entrado el siglo XX, nos cuenta Carl Lumholzt, hecho al que se le dedica una estatua de reconciliación entre ambos pueblos. En las animadas calles los músicos tocan y cantan un viejo corrido; la canción tiene un aire viril y fuerte, como cantar de gesta o de romance antiguo, pues hablaban también del destino de amor y la indiferencia de la mujer amada –Puente viejo, creo se llamaba la canción. Unas parejas bailaban muy entrelazadas, con una velocidad endiablada. Los músicos parecían curtidos en la vida misma y el cantante debía forzar la voz para hacerse oír en medio de la fanfarria, pero su presencia y su canto tenían una rara fuerza, como llegada de la tierra misma.

 

Como una torta de Chihuahua y me dirijo a mi hospedaje, esta vez sin problemas, quizá desgraciadamente, pues en estos países puede aún comprobarse la función de la técnica: en los modernos autobuses, con un sistema eficaz y limpio, silencio y frialdad, solo roto por el muchacho que cuenta las penas de su mamá, hospitalizada, y sus necesidades; un torrente de calamidades, como en un romance de ciego, nuevamente ante la indiferencia general. ¡Mañana hacia Sierra Madre!

 

De amanecida, tomo un autobús para ir hasta Creel, en la Sierra Madre. Paisaje de enormes llanuras bien cultivadas y cuando el relieve se hace más abrupto, ranchos con ganados y encinos. Después, paisaje de pinos y carreteras sinuosas, aunque la subida desde Chihuahua nunca es demasiado fuerte, hasta llegar a la meseta donde se sitúa el pueblo de Creel. Tras aposentarme en mi destartalada habitación en un hotel de carretera feo y vacío, voy hacia el pueblo en busca de alguien que me organice algunas excursiones. Me encuentro con Arturo, recomendado por la guía que manejo, que se muestra amable pero comenta cómo no hay apenas gente por estos pagos. Por la tarde, paseo hacia San Ignacio, centro de la cultura rarámuri; los habitantes aparecen y se esfuman por los caminos como por arte de magia. El lugar es hermoso y fuerte; San Ignacio es uno de los santos que se aparecen de madrugada en la ceremonia del jículi, junto con el dios de Satapolio, montados en palomas verdes, para indicar que el rito ha sido agradable al propio dios del hongo. La sencilla iglesia, desnuda casi de imágenes y encalada, parece no atraer demasiado a los habitantes, aunque se sitúan en el atrio, a la espera de turistas, armadas las mujeres de cestas, cerámica y pulseras. Pretendo seguir hasta el lago, pero la noche se acerca y debo regresar. Como va siendo habitual, cae una tormenta al atardecer, lo que debe alegrar a los vecinos, siempre pendientes de unas lluvias que este año se han retrasado. En la oficina de la agencia hay una pequeña tertulia de amigos del propietario, y charlamos sobre lo divino y lo humano; parecen gente emprendedora y hablan de negocios para explotar el creciente turismo de la zona. Es el día en que se conmemora el grito de Morelos, con el que se despertó el ansia de independencia de los mexicanos y se conmemora en cada concejo de todo el país. Los jóvenes con quienes hablo parecen más bien tomárselo con una cierta sorna y me advierten también sobre las habilidades del cohetero. En la plaza, grupos folklóricos, un caballo danzarín –de buena alzada– y una mediocre orquesta; en el balcón del concejo, discurso engolado y retórico del alcalde, al modo hispano. El grito en sí se encomienda a una muchacha que hace una glosa de la historia mexicana y de los personajes más importantes, ante una cierta indiferencia general, más marcada en las jóvenes parejas de rarámuris que asisten a la ceremonia, aunque la gente contesta a los gritos en honor de los héroes patrios. Efectivamente, el cohetero siembra el pánico entre los asistentes, y me incluyo porque creí que me alcanzaba de lleno; supongo que por gachupín. Me encuentro con un joven mexicano al que conocí en Chihuahua y está de excursión por la zona; así charlamos un rato, pero se retira pronto a su hotel y yo hago lo mismo, esquivando perros cimarrones, seguramente descendientes de los sanguinarios traídos por los españoles para terror de los pobres indios.

 

Hoy por la mañana, excursión por las barrancas con André, un viajero suizo que está recorriendo México a lomos de una moto de gran cilindrada, y con Enrique, nuestro guía rarámuri al 75%, por lo que –nos cuenta– su máximo esfuerzo en las famosas carreras de su pueblo ha sido precisamente de setenta y cinco kilómetros. El paseo es hermoso cuando llegamos a las cimas de las barrancas que permiten un panorama de sierras en apariencia inextricables, recortándose contra un cielo límpido, aunque en sitios en apariencia inaccesibles nuestro guía nos hace notar la existencia de cuevas habitadas al lado de los ríos, esenciales para esa vida seminómada de sus paisanos, que recalca Carl Lumholzt, aprovechando así los diversos bioclimas para sustentarse a lo largo del año. A la hora del almuerzo, comunión con la naturaleza, sentados en lo alto de un inacabable barranca mientras los halcones se cernían, centenares de metros por debajo. El camino es duro y se me va haciendo interminable en su etapa final, cuando atravesamos por los pequeños ranchos, las construcciones de madera oscura sin desbastar que constituyen la vivienda más común.

 

En el pueblo, cervezas y cena en compañía de Enrique, a la que se suma después Arturo, así como unas copas de un licor regional. A las nueve y media estoy  en la cama: mañana me espera un viaje algo pesado a las cataratas de Wasaseachi.

 

 

17 de septiembre

 

Así que de buena mañana, en coche hacia las cataratas, en compañía de dos mexicanos, padre e hijo, armados de toda clase de artefactos. El lugar es verdaderamente maravilloso, así como el paseo hacia el “mirador”, bajando por un fresco bosque de ribera. Afortunadamente apenas había gente y pudimos ver el espectáculo a satisfacción, aunque el paseo se me hizo muy corto; verdaderamente, me hubiera gustado llegar al lugar a través del dédalo de cañones y riscos que se divisan. Al llegar a la cima, justo en el lugar donde se precipita el agua, el joven mexicano hace funcionar su dron, último aparato para la insaciable sed de tecnología con que distraer la profunda indiferencia ante todo lo que no sea vanidad. La vuelta se hace ya muy pesada –un viaje de unas tres horas– y tenemos encuentros frecuentes con los convoyes militares que intentan luchar contra las redes del narcotráfico. También filas de camionetas que según nuestro guía corresponden a los policías con la misma misión. Creo recordar, se habla de mafias –de procedencia exótica– que se han instalado en algunas zonas donde se ha introducido el cultivo del opio y las convierten en poco recomendables al viajero

 

Para mañana he preparado un paseo por los alrededores con el otro único viajero en todo México, Andrés. También debo decidir si voy hacia Batopilas o tomo ya el Chepe hacia el Pacífico. He cambiado mi triste  hotel por el famoso Margaritas, alegre y ajustado de precio.

 

 

18 de septiembre

 

Día tranquilo, dedicado a un paseo por los lugares míticos de la zona, en compañía del suizo Andrés, hombre de carácter germánico, serio y despacioso; como mis paisanos gallegos, repite las preguntas sobre localizaciones y distancias, y después hace como una media. Apreciamos las imágenes del valle de los Frailes, conjunto de enormes falos que asombraron al alucinado creador del teatro de la crueldad, Antonin Artaud, cuando estuvo por estas tierras, preso de la locura y la miseria y en pleno proceso de desintoxicación del opio. Leí sus memorias, donde ya asoma esa locura que le arrastró a la caridad de sus amigos y a los manicomios, precio a pagar –sostenía Foucault– por haberse atrevido a sondear los caminos de la sinrazón, como Hölderlin o Nietzsche, camino hacia una noche sin retorno verdaderamente, amontonando signos frente un orden burgués contento con el simple significado. Los dioses se le hacen presentes en la ceremonia del “jiculi”, figuras de un tarot cuyo sentido hemos perdido, inconsciente colectivo que significa enfrentarse al ánima misma, nos advierte Jüng, su último explorador capaz de salir ileso del viaje. También Jünger, probando ácido lisérgico en compañía de su creador y amigo Albert Hoffman. Y todos los jóvenes –y otros menos jóvenes– que han llegado al éxtasis, o a México, en busca de la sabiduría de los hongos. Pensaba que quizá debería comentar a Enrique la posibilidad de una ceremonia sagrada, pero –aparte mi miedo a los alucinógenos, a la locura misma– siento que se nos daría un sucedáneo, una parodia del rito. Demasiados quizás. En unos de los relieves, la Piedad Rondanini.

 

 

Nos encontramos con un grupo de niños correteando con su profesor, que nos saludó muy afectuoso; los niños, incansables y alegres, subían a los árboles en busca de fruta; supongo que será la única manera de que puedan soportar las tediosas horas de clase, pues el maestro mismo nos decía que eran muy inquietos y pronto abandonaban los estudios, atraídos por su propia “costumbre”. Seguimos camino hacia el lago Arareco, en un lindo enclave, pero para mi sorpresa no es sino un humilde pantano; de todas manera, no resistí a la tentación de tomar un baño y nadar en las frías aguas, pues el día era espléndido. Volvemos hacia San Ignacio y ya desde ahí a Creel, sorteando algunas camionetas turísticas. Cansancio delicioso y un recuerdo para mi amigo Jesús, tan admirador de Artaud.

 

Me da pena abandonar estos lugares, que quizá escondan un secreto, un trabajo. Recuerdo haber leído sobre un sacerdote que ha conseguido el respeto de la comunidad indígena; pero mi timidez, o el egoísmo de desear recorrer todavía tantos lugares con los que sueño no me animan a intentar conocerlo.

 

(En el desfile patrio, niños de escuelas militares y las mujeres tarahumara con unos curiosos tocados de flores).

 

No me resisto a copiar una canción rarámuri, interpretada en la danza del “rutuburi”, recogida por  Lumholzt:

 

“Floreciendo está el jiltomate/ floreciendo parado/ floreciendo parado/ madurándose madurándose/ (En la cumbre) alá allá/ neblina en la cumbre/ neblina.

 

El agua está cerca;/ la neblina está sobre la montaña y sobre la mesa./ El azulejo revolotea sobre los árboles y,/ el carpintero macho va llegando al llano,/ donde la nube se va alzando./ El vencejo hace sus movimientos en el aire de la tarde;/ El agua está al alcance de la mano./ Cuando el vencejo se lanza con rapidez en el aire silba y zumba/ La ardilla sube al árbol y chifla,/ las plantas crecen y madurará la fruta,/ y cuando está madura se cae al suelo,/ se cae de tan madura que está./ Las flores se levantan moviéndose en el viento./ El guajalote hace la rueda y el águila grita;/ de tal manera que pronto comenzarán las aguas”.

 

Como vemos, una invocación para que todos los seres ayuden al agua a llegar. En estos días, ha caído a veces con fuerza y el campo está cubierto de flores. ¡Buena suerte para los raramuri, los corredores!

 

 

19 de septiembre

 

Día dedicado a viajar. A las doce de la mañana tomé el Chepe, vieja ilusión de amante de los ferrocarriles, para un recorrido hasta El Fuerte, uno de esos pueblos a los que se ha sobrecargado con el adjetivo de mágicos. (Por cierto, mis guías y otra gente de Creel me desaconsejaron el viaje a Batopilas, tomada por el Ejército, y ante la dificultad y longitud de la excursión –unas cinco horas de autobús– me desanimé). En el viaje uno va de asombro en asombro, atravesando las innumerables barrancas, con parada en la inmensidad de las del cobre y visita a un alegre mercado donde, naturalmente, pueden comerse toda clase de deliciosos tacos y reponer fuerzas. Fui acompañado de un simpático grupo de enfermeros y médicos que atienden a la población indígena, con auxilio de vehículos todoterreno, una especie de hospital ambulante; uno de ellos tiene exactamente el tono de voz de una popular serie de dibujos animados, protagonizada por ratones; supongo que el doblador de la serie le hizo tomar ese acento, para darle un sabor local; su destino era la capital del estado, Sinaloa, nombre que la prensa ha convertido en siniestro, y que me recomendó vivamente. El viaje es largo y vamos cambiando del paisaje de pino y encino a otro de carácter “subtropical” –¡qué desastre mis conocimientos de botánica!– donde apenas queda un resquicio sin cubrir. El río aparece fuerte y rugiente al fondo del valle. También, en uno de los paseos para estirar las piernas, charla con un mexicano que lleva un brazo en cabestrillo, producto según entendí de sus viajes como “coyote” en la frontera con los Estados Unidos, donde ayuda a la gente a pasar al otro lado de la frontera, o resultado de una caída de los trenes de la muerte donde iba como pasajero. Épica contemporánea de los Ulises mestizos.

 

Tomo un taxi hasta el pueblo de el Fuerte, en compañía de varios viajeros, y llegó a mi curiosos pero destartalado hotel, en una ascética habitación con puerta de calamina. Una vieja casona, con mecedoras y máquina de coser en el patio, así como un gallinero y una vegetación “lujuriosa”. Ceno, y después tristitia y una cierta angustia. (También mi miedo a tomar vehículos extraños; quizá esta angustia sea a posteriori). Por la mañana, mientras hablo con mi hija, un precioso colibrí liba en una flor, escena que me acerca al paraíso.

 

 

El Fuerte, 20 de septiembre

 

El pueblo resulta un tanto decepcionante –a pesar de adjetivos y demás– pues es una sucesión de casas de estilo colonial, pero construidas en época más reciente. Busco un guía para que me lleve al Cerro de las Máscaras, junto con una pareja mexico-norteamericana; en estos casos, la calidez la aporta el hispano, lo que me parece a la larga no conseguirá uniones felices. Nuestro guía era un personaje fuerte y curtido, Pedro de nombre creo recordar. Tomamos una barca y fuimos río arriba, lo que parece un tanto peligroso, pues está desbordado por las continuas lluvias; garzas, águilas pescadoras, aparecen como por ensalmo y Pedro va recitando otras nombres que apenas recuerdo (¿Luis-rey?), también cormoranes y el lindo martín pescador. Después, una caminata en dirección al Cerro, a observar los grabados de un pueblo con conocimientos de astronomía, pues hay una orientación específica para cada figura; son, en general, de una gran abstracción geométrica con motivos como espirales y esvásticas. También, coyotes, un puma, mariposas, zonas de cultivo, mujeres de parto, manos y “pieces”, como advertía nuestro guía. Distribuidos en tres zonas, en la más alta hay una vista espléndida sobre el río y los terrenos cercanos. No recuerdo muy bien a qué cultura se atribuyen y la búsqueda en la red no me ha ayudado mucho, pero parecen restos de una cultura norteña, emparentada con la azteca, etapa de su paso por el corredor de Sinaloa, que une el Norte y Sur de México. En algún caso, cazoletas o huecos que señalarían un carácter sacrificial, como en sus homónimos célticos. Y ya no se que más decir, agobiado por mi ignorancia. Aunque la vegetación me parezca “lujuriante”, estamos ante los restos de un bosque subtropical seco que en un tiempo se extendía desde Panamá por gran parte de la costa del Pacífico. Nuestro guía nos hace observar algunos ejemplares de órganos, enormes suculentas, o la pequeña lechuguilla, que da un licor delicioso; nopales, mezquites y otros muchos árboles inundan el paisaje, rebosantes de humedad tras las intensas y esperadas lluvias. El cielo bajo y la enorme humedad explican también la sensación de cansancio y aplanamiento. A la vuelta pasamos por unas construcciones curiosas y un vecindario formado por los indígenas yoremen, quizá descendientes de los últimos autores de los grabados, pues forman parte de unos grupos “yuco-aztecas” que descendieron del valle del Colorado hacia Mesoamérica hará unos mil años. Migraciones extrañas para nosotros, búsqueda de tierras originarias quizá, como la Caribe descrita por Alejo Carpentier, hermanamiento de la selva y el maíz pues se dirigían en este caso hacia el Norte de sus leyendas, frustrada por la aparición de los españoles y explicaría su terrible y suicida resistencia.

 

En la visita a la fortificación que da nombre al lugar tomé algunas imágenes de una exposición de fotografías en blanco y negro sobre personajes y actividades de la villa; así, el Chico Bocón, rey del orégano, o el Cochi Rafai. ¿Dónde quedó?, se pregunta a pie de foto. También, imágenes de un baile ranchero de 1934. La ausencia de color da inmediatamente a toda fotografía un carácter melancólico, cada personaje presente sucesiones de difunto.

 

Cierta aridez –apunté– y negatividad desde que abandoné las sierras raramuri. Mañana parto hacia Mazatlán, hacia el Mar de Balboa y Cortés.

 

 

Mazatlán, 22 de septiembre

 

Un viaje largo, ocho horas de autobús, primero de madrugada hacia Los Mochis, y ya después hacia Mazatlán, en la carretera de las costa, tierra muy feraz, donde se ven invernaderos de enormes extensiones dedicados al cultivo del chile y el tomate, me informa mi estólido compañero de asiento. Supongo que andan por medio multinacionales de la alimentación, hundiendo a los pequeños productores y preparando un futuro genéticamente correcto. Solo las mujeres charlan y ríen, improvisando con sus bultos taburetes para estar más cerca unas de otras, imagen de una hermandad que la técnica todavía no ha lastimado.

 

Poco antes de llegar a mi destino, recomienza la selva que dejé en El Fuerte, más rala y desigual, resistiendo. Al divisar ya la ciudad, aparecen las enormes torres que van flanqueándola –como en Chihuahua–, los nuevos templos, como las mezquitas que veía Cortés en Tenochtitlán.

 

El día es espléndido y la enorme bahía que la abraza aparece fulgente, como en plata labrada; a lo lejos, se ven las enormes ciudades turísticas pensadas para los jubilados del Norte que aparecen en invierno ansiosos de luz y calor, como las aves migratorias. Después de instalarme en una mediocre habitación de un hotel al lado del mar, me precipito hacia la cercana playa para tomar mi primer baño. El sol es verdaderamente fuerte y me compro un sombrero para protegerme. El agua es deliciosa, quizá un poco tibia para un atlántico, pero me reconforta y alivia del largo viaje. En un atardecer tropical, sublime y dramático, me dirijo a visitar la ciudad, que se ha ido recuperando del terrible huracán de 1943, que prácticamente la destruyó y daño sus barrios más hermosos.

 

 

Atardecer en Mazatlán

 

Desde hace algunos años, apunta mi lacónica guía, se han ido recuperando edificios y barrios, que ahora lucen hermosos y alegres, acordes con ese “modernismo tropical” con que se han bautizado, quizá un tanto recargado de color, como pastel de frutas muy vivas. La plaza mayor –¡zócalo, zoquete!– o de Machado, flanqueada de hermosos soportales, invita a descansar y a probar alguna bebida fresca, una rica limonada en mi caso. Entonces echas de menos alguna compañía con quien compartir ese descanso, esa felicidad egoísta del viajero que se siente dueño de su destino por unas horas, en medio del tráfago de ocasiones, horarios, ofertas…

 

Al día siguiente, por la mañana, visito por mi cuenta la isla de San Pedro y aprovecho para darme un buen paseo por la ciudad, alegre y colorista en una mañana calurosa y despejada. La isla es un hermoso trozo de selva y de inmensas playas, vacías en la hora tempranera a la que arribo. La arena está recamada de restos traídos por el agua, turbia pero refrescante. Intento subir a la pequeña loma que preside el lugar, pero soy incapaz: el calor es brutal. Tomo un refresco de limón en una terraza; a mi lado, un norteamericano juega con su perro e intentamos una conversación que no va muy lejos; estos americanos solitarios y de una cierta timidez agresiva tienen aire de viejos espías, varados a la espera de una última  aventura. Vuelvo al hotel y su aire acondicionado e intento buscar la manera de llegar hacia el lugar de…, para encontrarme con André, seguir hacia San Andrés y los huicholes, pero las comunicaciones son difíciles y creo que al final iré ya hacia el altiplano, hacia Zacatecas.

 

 

Mazatlán, 23 de septiembre

 

Gracias al fracaso de una excursión organizada, a la que me apunté para poder dejar mi maleta en el hotel, tomé la decisión de acercarme por mi cuenta a los pueblos serranos de Concordia y Copala. Así que me metí en un destartalado autobús y acompañado por el pueblo soberano llegué al primero de ellos, con un calor tremendo, vislumbrando de nuevo la selva seca que lo rodeaba. Visité la catedral, iglesia dedicada a San Sebastián, con los ventiladores flanqueando la figura del Nazareno. En la barroca fachada, los ángeles parecían tañer unas curiosas tiorbas, con aire de filacterias –si no es que lo eran. El pueblo estaba en obras, a la espera del gobernador, lo que explicaba la presencia de retenes policíacos. (En el diario anoté: “chejoviana relación entre autoridades y pueblo”; pues suponía, como en sus cuentos,  aquellos toman una figura paternal a la que se debe halagar para que deje caer algunos regalos a sus felices administrados, supongo que en forma de banquetes, dinero contante, pequeños favores y regalos… Recuerdo el inverosímil discurso de bienvenida a una de esas autoridades en el cuento de Juan Rulfo. Y supongo que las obras se eternizarán, pues rinden mucho más así que no acabadas. Un ejemplo de esa retórica, heredada de la Madre Patria y sus Vázquez de Mella, barroco deshuesado e inane: “Centro para el cumplimiento de las decisiones circunstanciales de la autoridad judicial” –más o menos– lo que remite a una vulgar cárcel, como se señalaba debajo de tan conceptuosa cartelada). Tras un rato de espera conseguí arrancar en una modesta “auriga” –¿o es masculino?–, especie de furgoneta descubierta, transporte a añadir a las humorísticos motocarros de Mazatlán, que me llevó por un precioso paisaje al pueblo de Copala, ya en la sierra; aunque el calor no cejaba, la visión de las callejuelas, la plaza porticada y las ruinosa iglesia me transportó al México soñado, visión trascendida de todas las incomodidades y angustias del viajero. Ya antes, en el pequeño viaje, la visión de la gente se agudizó y pude construir algunas historias: la madre callada y digna y su hija, aferrada desesperadamente al teléfono; la muchacha de rostro aldeano tan triste, como a punto de llorar, trasparentaba un sufrimiento agotador; el hombre sentado justo enfrente, tenía una mirada de una inocencia límpida, desarmante, que me recordaba la de algunos campesinos gallegos.

 

Al pasear por el pueblo, también una sensación de deja vu, un lugar que uno ha vivido, aunque sea en los sueños de la literatura, como escenario para la felicidad y el amor, o la tragedia. Se estaba bien en la Iglesia, abierta a las brisas serranas, presidida por un precioso retablo barroco, oro suavizado por los azules y rojos, dedicado a San Roque, me pareció. Vació de visitantes, un desesperado pero educado vendedor me colocó un pequeño molde para fundir oro, recuerdo de una minas muy ricas, ahora ya agotadas. Con un deje de orgullo, me recitó los nombres de los conquistadores españoles que sometieron estos territorios. La plaza era hermosa, digna de visitarse cada día de una vida, con sus pequeños soportales y las alegres casitas que la flanqueaban. El hormigueo del tiempo recobrado continuó en una pequeña tienda, un abarrote, inmune al tiempo, pesándolo en una pequeña balanza broncínea por la atenta y anciana pareja que lo regentaba. Invité a caramelos a algunos muchachos y tomé algo de fruta para justificar mi estancia.

 

 

Ya se hacía tarde y con ayuda de otra auriga y una camioneta –“no hay amor más puro y sincero que el amor de un camionero”– volví hacia Mazatlán, pues debía tomar un autobús nocturno hacia Zacatecas, saltarme la visión del paisaje para amanecer en la ciudad minera, como en los tránsitos de los sueños.

 

 

Zacatecas, 24 de septiembre

 

Apenas pude dormir en el largo viaje hasta Zacatecas, aunque el autobús era bueno y con ciertas comodidades, pero mi vieja espalda no encontraba una posición medianamente cómoda para relajarse. Un taxi me depositó de madrugada en el hotel Reyna Soledad, en una hermosa habitación de altísimos techos, antigua casona de época virreinal estructurada alrededor de un patio. Mi primer alojamiento con un cierto carácter. En el trayecto al hotel, me pareció que entraba en un mundo un tanto irreal, como de guirlache rosado y feliz que la luz de la mañana no disipó, todo lo contrario: me encontré con una ciudad rosácea, esplendorosa a la luz de la fresca y hermosa mañana. Inicié un paseo tranquilo por las calles de la ciudad, hacia el convento de San Francisco, disfrutando como en pocas ocasiones de la serenidad del día, el carácter de los edificios y el encuentro con un México desconocido, verdaderamente. Todo encajaba, como en los sueños felices, como la imagen del hombre a lomos de un burrito vendiendo refrescos y limonadas. Incluso la pomposa fuente dedicada a los conquistadores parecía más tarta nupcial que proclama guerrera. (Por cierto, uno de ellos, Baltasar Temiño de Bañuelos, me recordaba al autor del maravilloso libro sobre la doma a la jineta).

 

En el convento de San Francisco, un México dulce y poético; en las hermosas ruinas, flores de color intenso matizaban la piedra y en grandes maceteros, el perfume de naranjos y limoneros. Convertido en Museo, disfruté una nueva colección de máscaras del inabarcable carnaval mexicano; también máscaras de chapayecas, usadas en la Semana Santa por los indios yaqui, y otras usadas en las danzas de Santiago; una escultura figurando una sirena me sorprendió, realizada en madera y hueca en la parte inferior, hasta la cola, suspendida en el aire dentro de una vitrina. Los brazos parecían articulados, por lo que quizá formara parte de alguna representación. Nuevamente, máscaras relacionadas con los “judeos” del pueblo cora. Figurillas de terracota, con aire de pertenecer a algún belén, pero que se enterraban como parte de un ritual para curar el “mal del aire”, la mayoría abrazando un cigarro. Por último, los títeres y marionetas de Rosete Aranda, que representaban escenas de corridas y bailes; también escenas populares. Títeres costumbristas del siglo XIX, me imagino, de gusto burgués, pues no se busca el carácter burlón de los títeres populares.

 

Seguí callejeando para acceder a la mina El Edén, riquísima en tiempos creo recordar, en el mítico cerro de la Bufa –otro Potosí– y donde se nos explica su funcionamiento, amenizado por figuras que reviven los trabajos y costumbres de los mineros. Creo recordar que la mina se cerró únicamente porque sus trabajos amenazaban socavar los cimientos de las viviendas cercanas, pues seguía siendo rentable. Los guías mexicanos insistirán a menudo que estas primeras minas se crearon “a golpe de barreta”, por tanto sin usar explosivos. Recordaba a Pierre Vilar y su Oro y moneda en la Historia, libro único en el erial de la historia económica, cuando hablaba de Zacatecas como uno de los lugares clave de la plata mundial. Toneladas de ese metal inundaron Europa, desde aquí y su gemelo Potosí, permitiendo una gran expansión económica; creo que era Garcilaso de la Vega el Inca quien anotaba las rentas de que disponía la Corona antes y después de la conquista, señalando cómo el brío del triunvirato peruano –Pizarro, Almagro y Hernando de Luque– junto con Hernán Cortes, multiplicaron su valor en muy poco tiempo, así como la riqueza no solo de España sino de otros reinos europeos.

 

Al llegar al hotel, tristeza y soledad, como de costumbre, que estos diarios me ayudan a sobrellevar. Deseos de pasear por el campo mexicano: en mis fantasías, un camino bordeado de nopales y chumberas me llevaba por las afueras de un pequeño pueblo, hacia unas colinas donde se divisaba el mar.

 

 

Zacatecas, 26 de septiembre

 

Por la mañana temprano, camino del monasterio de Guadalupe en un desvencijado camión. Suben músicos y payasos, entre ellos dos niñas de corta edad que se dirigen puyas desde los extremos del vehículo: “¿Cuantos pesos tienes? Mil pesos. Déjame 500. ¿Y ahora cuaántos te quedan? ¡Cinco pesos nomás!”. Poco después, un guitarrista nos amenizó el viaje cantando corridos.

 

 

Disfruto tranquilo y relajado de la visita, en otro día luminoso y fresco de esta eterna primavera del altiplano. El monasterio mantiene la mejor colección de pintura mexicana del Norte del país, según las guías, y efectivamente tiene una nutrida representación de cuadros de Villalpando, Juárez y otros, de cuyo nombre… El resultado en sí es bastante mediocre, los artistas se limitaron a copiar los modelos europeos, con una cierta ingenuidad que no mejora la obra. La escuela peruana, que conocí en Cuzco sobre todo, sí logra cierta impronta propia –cuadro de las bodas de los descendientes de Loyola, en la basílica jesuítica– pero en estas pinturas apenas si hay un solo rasgo del paisaje o la vida del lugar. Los muros del claustro están cubiertos de pinturas sobre la vida y milagros de San Francisco, con lemas versados que abundan en la ingenuidad antedicha, como romances de ciego: “A un fuerte perseguidor/ de los Frailes franciscanos/ ha tomado entre sus Manos/ Francisco su Protector/ y con nunca visto horror/ la cabeza le ha quitado/ para que quede enterado/ el Mundo; de que Francisco/ Cuida bien el Pobre Aprisco,/ que Jesús le ha Encomendado”. También Virgen de Panameses, atribuida a Juárez que recuerda a Morales. Visión del arte de la “plumaria”, utilizado para realizar “verdaderos mosaicos” que semejaban pinturas, también para crear capas pluviales y otros ornamentos eclesiásticos. También, el arte de la escultura en pasta de caña. Hermosa biblioteca, ¡qué agradable sería trabajar aquí, en lugar tan deliciosos y bajo este cielo espléndido!

 

Tras el paseo por los patios y claustros visité el museo, dedicado al Camino Real de Tierra Adentro, el camino de la plata mexicana –antes camino para las migraciones que atravesaban la Sierra Madre Occidental– que unía estas tierras del Norte con la capital, desde Santa Fe, en Nuevo México, a 2.500 kilómetros, antes de embarcarla hacia Europa; ha sido declarado Patrimonio de la Humanidad, creo, pero por lo que sé la vieja ruta está cubierta por el asfalto. (Hay un cuadro donde parece verse a los franciscanos protegiendo a los nativos de la codicia y crueldad de los conquistadores. Tomé una fotografía con mi pequeña cámara, pero aparece borrosa. ¡Mi habilidad como fotógrafo!). También, la figura de San Benito de Palermo, hijo de esclavos sicilianos y fraile franciscano, convertido en Indias en santo patrón de los esclavos. Maquetas de molinos para la plata, que supongo se trabajaría con la técnica de la amalgama de mercurio, y utilizados también para obtener pólvora; el viejo artefacto europeo, padre de todas nuestras máquinas, renace en las Indias, ejemplo de esa natura naturata que escandalizaba a las naturalezas sacerdotales. Apunté también: “El viejo Cristo, de carácter casi homérico, envuelto en un ropaje de plumaria”.

 

En la vuelta a Zacatecas, paso de un cortejo fúnebre acompañado por un grupo de músicos. También la muerte tiene su ritmo.

 

Como era todavía temprano, angustiado como buen viajero por las horas que restaban antes de dar el día por cerrado, indagué acerca del lugar de Quemada, así que tomé un autobús hacia Villanueva, un viaje un tanto pesado, recorriendo los llanos fértiles y las tierras de pastoreo del sur de la ciudad. Tras una preciosa caminata por una vieja carretera desde la que se divisaba el cerro donde se sitúa la vieja ciudad arribé al lugar: un castillo fortificado, propio de la última etapa de las culturas mesoamericanas, el llamado epiclásico, con un marcado acento militar; época del imperialismo, señalaría seguramente Spengler. Desde la cima, el paisaje era suave y diamantino, como la patria, adornado con encinos y huisaches. Aves peregrinas sobrevolaban las ruinas. En la llamada terraza 14 han aparecido restos humanos desagarrados y quemados; la crueldad de estas culturas resalta aún más si cabe ante la belleza de los lugares, la dulzura del clima y la riqueza de la tierra. El último sol pedía constantemente sangre, angustioso sentimiento de epigonía que nosotros ya conocemos: le llamamos progreso. En la llamada ciudadela –siempre Grecia cuando se habla de arqueología y ruinas, claro–, bajo sus cimientos han aparecido una olla y cuatro vasos, así como un mosaico de piezas de pirita y obsidiana. Su carácter de culto –a pesar del nombre– se refuerza por una orientación solsticial. Vuelvo caminando de nuevo y espero largo rato el autobús, mientras el cielo se encapota como cada tarde para regalar la deseada lluvia. Dejo la palabra una vez más al poeta de la suave patria:

 

“Trueno del temporal: oigo en tus quejas/ crujir los esqueletos en parejas,/ oigo lo que se fue, lo que aún no toco/ y la hora actual con su vientre de coco./ Y oigo en el brinco de tu ida y venida,/ oh trueno, la ruleta de mi vida”.

 

La hermosa ciudad, más rosácea al atardecer, bulle de animación, con los grupos folclóricos de las escuelas politécnicas bailando en cada plaza.

 

Cené en un curioso sitio, los Dorados de Villa, que me recordó al Asesino de mi bohemia compostelana, adornado con toda clase de cachivaches y fotografías del viejo México, conservando todavía el sabor de las viejas casas de comida. Creo recordar que el nombre proviene de la afición del revolucionario por el lugar. También su aire de fauno alegre le reservaría a Villa el gusto por la buena comida. No me atreví con los picantes y tomé un menú de hipocondríaco: pollo frito con arroz. En una mesa cercana, un grupo de tres comensales, exhalaba una historia entre erótica y cruel; dos hombres con aspecto un tanto siniestro acompañaban a una hermosa mujer, como encargados de distraerla por un ocupado boss. Comían en silencio, impávidos, sin apenas prestar atención a los vulgares comensales que le lanzábamos algunas miradas a hurtadillas. (Fantasías de viajero solitario).

 

Hoy, día 27, he decidido acercarme al pueblo de Jerez, otro de los pueblos “mágicos” que empiezan a proliferar demasiado por el país –eso dicen algunas guías y periódicos. Me recibe la anodina arquitectura hispano-mexicana, así como la española planta en retícula, que reviven con las gentes, las plantas, las calles sombreadas con naranjos. Visité la casa de un poeta que desconocía, Ramón López Velarde, y ya me acompañará de continuo en estas páginas: Suave Patria, cara melancólica y risueña del amor a su país, fantasía anti retórica que suaviza los perfiles broncos y trágicos de su tierra:

 

“Suave Patria: te amo no cual mito,/ sino por tu verdad de pan bendito;/ como a niña que asoma por la reja/ con la blusa corrida hasta la oreja/ y la falda bajada hasta el huesito”.

 

En el zócalo, músicos ambulantes buscaban seguramente servir a los ricachones que celebraban hoy la fiesta de mayoría de edad de sus hijos, endomingados y tiesos en sus rutilantes vestidos.

 

Cuando regreso, la ciudad sigue en fiestas, un tanto envaradas y sosas, imitación de esa sabiduría de los pobres músicos ambulantes que ya nadie quiere. ¿Va quedando ya el texto sin actor, el poema sin el recitado?

 

 

Real de Catorce de la Purísima Concepción, 28 de septiembre

 

Ayer, día dedicado a viajar. Dejé la ciudad envuelta en su luz rosada y seguí hacia San Luis Potosí, contemplando el mismo paisaje de mis excursiones a Jerez y Quemada. En San Luis, hacia Metehuola y ya después Real. En un momento, todo cambia: el camión inicia un recorrido por una vieja carretera adoquinada y penetramos en un territorio extraño, torturado, sucio se diría, mientras las montañas van tomando un color de heces de vino, dramático morado en el atardecer. La entrada al pueblo ya es en sí un acontecimiento: subo en una carrilana tirada por un viejo caballo, seguido por una procesión de coches a través de un inacabable túnel excavado a mano en el corazón de la montaña; en dirección contraria, algunos jinetes y un perro aterrorizado.

 

Voy a mi humilde hotel arrastrando la maleta por las calles enrolladas y la destrozo totalmente; multitud de tiendas y puestecillos de comida ocupan el pueblo para atender a los peregrinos que en este mes vienen a rendir culto a San Francisco, por millares, tengo entendido. A la vuelta de la cena, subo a la terraza a contemplar el eclipse de luna que hace todavía más irreal el paisaje. Charlo con tres jóvenes mexicanos, Jorge, Jesús y Elvira, con los que quedaré para subir a la montaña sagrada de los huicholes. Las sierras que rodean el lugar tienen verdaderamente el color de la plata, aguafuertes en blanco sobre negro.

 

Muy temprano, de mañana, iniciamos la caminata hacia Wirikuta, la montaña mágica de los huicholes, los wixáricas, como ellos se denominan a sí mismos. Salimos temprano por la mañana y tras un café de olla en un puestecito y comprar algunas provisiones; en un recodo del camino, el pueblo parecía bañado en una luz naranja. Llegamos así a través de un paisaje fuerte y seco al corazón de la tierra sagrada; allí estaban un grupo de wixaricas, formado por mujeres y niños sobe todo: me sentí transportado al tiempo de los mitos, a otra dimensión, pues sabía algo del peregrinaje sagrado de este pueblo a través de la maravillosa obra de Fernando Benítez. En la cima, un sencillo templo estaba adornado con ofrendas: velas, cabezas de venado, camisetas; todo a su alrededor es tierra sagrada, también repleta de ofrendas: velas nuevamente, frijoles y mazorcas, dibujos del jícuri y debajo de un matorral, unos pequeños zapatitos deportivos, unos cedés, listones, piedras colocadas alrededor de los agaves; en el lugar y el silencio adquirían un carácter sagrado, con absoluta naturalidad. Allí hicimos un alto para reponer fuerzas y continuar hacia la puerta mágica; caminamos encontrándonos con restos de hogueras y piedras ceremoniales, pero la puerta no aparecía, así que volvimos sobre nuestros pasos, pues estábamos ya cansados. Mis compañeros eran un trío verdaderamente curioso: era bonito ver el cariño en su trato, el trato de compadres que se dispensaban los hombres, el gran amor que se veía en los ojos y gestos de Jorge hacia la bella Elvira. Eran artesanos, lapidarios creo recordar, y habían venido a las celebraciones de la romería de San Francisco para ganarse unos pesos. Creo que les compré algo, pero no estoy muy seguro. Nos despedimos cariñosamente, pues ya se iban hacia su hogar, territorio wixárica me dijeron, cerca de un maravilloso lago.

 

 

29 de septiembre

 

Ayer a media tarde, un personaje desastrado y apergaminado se me acercó, presentándose como hispano-mexicano y poeta, para venderme unas poesías ilustradas por él mismo. Apenas le hice caso, recién llegado del paseo a la montaña, y despidiéndome de mis compañeros de excursión. Paseando hacia el viejo templo y su curioso cementerio aconsejado por mi escueta guía como lugar curioso, y disfrutando del espléndido panorama que lleva por un viejo camino carretero siguiendo el río hacia alquería y huertos, vi a mi personaje impartiendo doctrina a un grupo de jóvenes. Seguí mi paseo y a la vuelta decidí saludarlo y unirme al grupo, al que distraía contando con retórica de catedrático la historia del lugar, así como las costumbres de unos indígenas dotados de una increíble puntería, pintados de rojo para la guerra, capaces de acertar de un flechazo a penetrar en las celadas de los españoles. También, otro grupo indígena que basaba su éxito en hacerse prácticamente invisible; quizá esa manera sea también a menudo la mía.

 

Como suelo hacer con estos desastrados personajes, le invité a acompañarme a tomar unas cervezas y ya después a cenar al Mesón de la Abundancia, donde dimos cuenta de un caldo de espinazo terriblemente “picoso”. Como también es inevitable en el encuentro con estos literatos, la conversación giró sobre sus proyectos, sus novelas a punto de terminar, sus éxitos con las mujeres y otros tópicos narcisistas. Pero agradecí la compañía después de unas cuantas cenas solitarias y más aún me llevase a unos maravillosos billares, un lugar entre abarrote y taberna antigua, sucia, destartalada, maravillosa. Él bebía de una botella de mezcal, mientras yo apuraba una cerveza. Se nos acercó un borracho, de tono de voz muy aguda, quizá el flautín bardaje de Hidalgo, pero del género tímido explosivo, inofensivo, por tanto. Al parecer, este lugar fue utilizado –como todo el pueblo agaves como set de rodaje para una producción hollywoodiense con actores de primera fila, y dejó mucho dinero en el pueblo. Ayer mismo, influenciado por alguna propaganda, lo confundí con la Comala de Juan Rulfo, lugar polvoriento y fantasmal, y el adusto Jesús me corrigió.

 

Esta mañana indagué sobre posibles rutas y me decidí por ir a caballo hacia el desierto, rechazando la tentación de los willies, los jeeps militares y no me arrepentí. El camino era delicioso, siguiendo el viejo camino que llevaba la plata a la estación de ferrocarril, y después hacia la capital. Camino empedrado que se adentra en lugares amenos, por pequeños huertos sombreados con manzanos y duraznos, hasta llegar a un pequeño villorrio, donde dejamos descansar un rato a los caballos y bebemos agua. Seguimos el camino, cabalgando a pequeños trechos, alegría infantil que me devuelve siempre a mi paraíso extremeño, hasta llegar al llamado pre-desierto, ya en el territorio sagrado de los wisaritari. Mi caballerango me ofrece probar un botón de peyote y acepto probarlo: uno salud, dos viaje, tres éxtasis, me dice; no siento nada especial, aunque me encuentro bien y animoso. No podemos llegar hasta la puerta sagrada de nuevo, pues quedaría lejos de nuestra ruta y las horas van discurriendo; hace calor, aunque soportable. El camino de vuelta es también hermoso, ahora por la vieja iglesia franciscana, lugar sugerente, recreo para corazones traspasados y por fin tranquilos: “y la caballería/ a vista de las aguas descendía”.

 

Día pleno, redonda naranja de veinticuatro horas

 

Mañana, hacia San Miguel de Allende. He intentado contactar con el chamán que me recomendó André, pero tras varios intentos –grita al teléfono, pero como buen hombre de raíz campesina, no entiende que debe esperar al otro– y después ya un compañero suyo me dijera que estaban en México D. F., desistí. Mis contactos con la magia y los sueños van siendo infructuosos.

 

 

San Miguel de Allende, 1 de octubre

 

Ayer, otro día dedicado a viajar. De nuevo, fracasé en la visita al Panteón de la vieja iglesia de San Francisco –y a la iglesia misma– y salí bastante tarde de Real. Antes de abordar, el apergaminado bohemio intentó venderme algo: su desesperación era evidente, y eso siempre genera fracaso. El viaje fue largo y tedioso: Motehuoma, Querétaro, y ya San Miguel, donde llegué pasadas las 11 de la noche. Cuando me acerqué al centro para cenar algo, la ciudad parecía lúgubre, con las escasas luces y el color ocre de las fachadas. Apunté: “en el centro de la provinciana plaza, la fantasía de un pastelero”. En el restaurante, unos jóvenes un tanto “perjudicados” celebraban con estruendo una fiesta, para la que habían contratado unos mariachis. La voz del cantante era extraordinaria, pero nadie parecía apreciarlo.

 

Día siguiente: no he madrugado y he comenzado a pasear, con calma, morosamente; he recorrido la calle Relox, con una hermosa biblioteca que es a la vez cafetería y centro cultural; también la casa natal de otro de los héroes de la Independencia, un señorito reaccionarios a todas luces. Fundado como pueblo de indios, como San Andrés de los chichimecas, por un fraile franciscano. También, las calles aledañas al centro; las casas son hermosas, de espléndidos jardines: la ciudad lucía alegre y amable, perdido ya su ominoso carácter nocturno. Plazuela de San Antonio, rincones atractivos, tiendas elegantes: el arte preside el comercio de la ciudad, pero perece aburrirse entre tanta ociosidad; algunos wixáricas venden artesanía, como el viejo a quien compré un sombrero nuevo, más “étnico” que el mazatlanesco. Por la tarde, después de poner al día mi Diario y hablar con mi hija, feliz con su película y sus amoríos, paseo por el parque Juárez y el mirador que preside la ciudad: la sensación de encontrarme en el Trastévere romano, en una ciudad italiana –ocre y sienas– se agudiza. Cené agradablemente en un restaurante un consomé extraordinario; los músicos recibían peticiones, pero no insistían demasiado pues entendían que la música debe servir a los enamorados. En la plaza, otra melodía, “por una cabeza”, que me provocó otro momento de autocompasión. Allá donde vamos, sentimos una ausencia sin remedio.

 

 

2 de octubre

 

Agradable paseo por la ciudad, de nuevo, esta vez en compañía de Roberto, guía al que conocí en el Museo Allende, charlando sobre la personalidad de un fraile que quiso “imponer” –así dice el texto explicativo de la pintura– una nueva Jerusalén, utopía jesuita que tenían como centro irradiante la cercana basílica de Totomilco. En el espacio dedicado a los conspiradores independentistas, se señalan sus desavenencias, recordándome de nuevo las lecturas sobre el carácter reaccionario del movimiento, aunque Allende mismo parecía partidario de un liberalismo “templado”, como el clima de su ciudad. El paseo fue bien agradable y me permitió conocer algunos lugares curiosos: el fallido mural de Siqueiros (¿era suyo el laceador de diablos?), ingeniero de formación, al parecer.

 

 

La imagen de San Nicolás Tolentino, al que los indígenas tienen en gran estima, y como otros cultos, se ha mantenido en un cuasi secreto: ciertas partes del Oratorio de San Felipe permanecen abiertos solo a horas intempestivas; también comparten esta clandestina devoción la Virgen de la Soledad y la figura del Ecce Homo, allí donde el sufrimiento y la pena se hacen visibles. (Recordaba al Cristo guaraní, al que los indígenas paseaban entre gritos desafiantes; no ha resucitado todavía para ellos: “O era Dios y entonces no podía morir. O era hombre, pero entonces su sangre había caído inútilmente sobre sus cabezas sin redimirlos, puesto que las cosas sólo habían cambiado para empeorar”. Paseado entonces como víctima a quien debían vengar). También, historias sobre la ciudad y sus gentes, creada para los hombres ricos, de ahí su extraña distribución, y entre quienes destacan la familia… arrendataria de los diezmos, así como la historia de los mesones en la calle de igual nombre, donde se guardaban las carretas repletas de mineral de plata llegadas de Zacatecas y Guanajuato.

 

Tras un café en la plaza-jardín, me decidí a pasear hasta la charca del Ingenio, especie de jardín botánico al que se llega por unas cuestas bien pronunciadas. En un momento, me quedé solo en medio de una lujosa urbanización y empecé a angustiarme: el lugar, con todo su lujo, trascendía a soledad y desamparo. En el hermoso jardín mis aprensiones de viajero solitario –y no muy valiente– desaparecen con el hermoso paseo a través de la vegetación de mezquites y huacholes, cactus, agaves, y contemplo las aves de la laguna; en un árbol está encaramado una avecilla de pecho de un rojo vibrante: el mosquero cardenal, creo recordar. Tras la presa, el río se hunde en barrancas que sirvieron para alimentar algunos batanes. (También como en la India Oriental, hay un deseo de consagrar los lugares con un lago artificial. El charco originario se llamaba laguna del Chan, especie de ser mitológico que aterrorizaba a quienes se acercaban al lugar). Visité la explanada para la ceremonia del súchil, especie de estera cubierta de flores donde se transportaba a los guerreros caídos en combate y ya descanso en la pequeña terraza a la entrada del jardín, tomando una limonada; la caricia del aire, el vuelo de los colibríes, la deliciosa vista: Edén, se me viene la palabra a los labios del pensamiento, para definir toda esta zona de México. A mi lado, una Eva germánica de pelo rubio dorado jugaba con su niña.

 

Hoy, por la noche, la alborada. Después de algunas verbenas en las colonias, de madrugada llegan las estrellas a la plaza y a la catedral, celebradas con una fantasía de fuegos de artificio. Previamente, asisto a un desfile en que miles de personas se disfrazan de indígenas, pero más bien con aire de apaches de película norteamericana.

 

(En una carta a mi amigo Jesús: “Saludos fraternales de nuevo, Jesús. A la vejez… No recuerdo cuando fue la última vez que nos escribimos y me gusta que ahora llevemos esta correspondencia desde ambos mundos. Después de mi última misiva he seguido mi periplo por el altiplano de México, por las ciudades virreinales –me niego a decir “coloniales”– después de abandonar Real de Catorce con pena. Siempre he sentido atracción por el desierto, quizás porque es la patria del nihilismo, decía Jünger, así como el bosque lo es del anarca, creo recordar. Me bajé pues hacia San Miguel de Allende, una población que estuvo también a punto de convertirse en fantasmagoría –Rulfo de nuevo– lo que parece un destino común en México, pero que fue salvada por colonias de extranjeros que hicieron de ella su residencia. Ahora es una ciudad elegante y cara, para el concepto mexicano, con muchas tiendas y galerías de arte, y a la que llegué en plenas fiestas de San Miguel Arcángel, su santo patrón.  Hay una alborada en que la gente de los barrios llega hasta el centro portando estrellas y remata con fuegos de artificio ¡a las cuatro de la mañana! Al día siguiente esa gente participa en un desfile inmenso, en que se visten de indios, pero sobre todo de indios de película americana, con tambores y bandas y lanzando gritos. Quizá recuerdo de alguna fiesta en que, frente a las familias criollas, ellos –los inditos– se apoderaban por unos días de la ciudad.

 

Hay también, lógicamente, una fiesta religiosa, pero que no se mezcla y aún rivaliza con la civil, pues los adoradores se encierran en la iglesia, a veces hincados de rodillas, serios, circunspectos, y lo curioso es que no parecen descendientes de esos indios de opereta que se ven en la calle”).

 

Del Diario, ya en Guanajuato: Días sin escribir; hay también una rutina en el viaje, una cierta ataraxia espiritual, en que nuestra capacidad de emoción disminuye, coloreando nuestras emociones con un mismo tono indiferente e incluso negativo, grisáceo.

 

En mi última noche en San Miguel fui incapaz de aguantar hasta la alborada y después de un par de tequilas y un grupo de rock detestable me fui al albergue. De todas maneras, no pude dormir apenas, pues la cohetería duró toda la noche. Me llamó la atención la separación y aún rivalidad, entre la fiesta y el ceremonial religioso. A las ocho de la tarde, aproximadamente, de la iglesia cercana a la parroquia sale un tropel de gente que se dirigía al templo; cuando pregunté a alguno de ellos por la ceremonia me dijeron que eran “adoradores” y estarían en vela hasta la una de la madrugada. La música y las actuaciones de la fiesta, con un palco en la misma plaza, llegaban hasta la puerta del templo. Por un lado, seriedad y pueblo, pues parecían gente humilde; por otro, barullo y alcohol, con orquestas animando el baile.

 

Por la mañana, hacia Atotonilco en un destartalado camión y en compañía de Peter, un joven inglés; por cierto, incapacidad en el ánimo anglosajón para captar lo hispano, a pesar de los miles de ellos que se encuentran en San Andrés –y a la que, como he dicho, salvaron de una condición fantasmal–; parecen aves migratorias, zancudas extrañas y llenas de pecas, disfrutando de un maravilloso invierno antes del viaje definitivo. Visité el santuario de Nuestro Señor Nazareno, el lugar de la utopía, preciosa iglesia virreinal de un blanco cegador y no pude acceder al monasterio, reservado para ejercicios espirituales, según me explicó un muy educado fraile. El modelo para su construcción será el Santo sepulcro de Jerusalén, siguiendo las ideas de Felipe Neri de Alfaro, el mesiánico jesuita –aunque su persona estaba vinculada más bien a los “oratorienses”. El Ecce Homo y la Virgen del Rosario presiden los altares, visión trágica de la vida para el pueblo mexicano, religiosidad que intentaba con un barroco “indígena” salvar la distancia entre vida y culto que se sentía con el ilustrado aire borbónico, ejercicio jesuítico para recobrar el origen y lograr una síntesis para un futuro propio; de aquí tomó el cura Hidalgo el estandarte de la Virgen de Guadalupe que se convirtió en el de los independentistas y quizá el único símbolo –con la figura de la Muerte– válida para todos los mexicanos. Las pinturas que rodeaban la imagen de la Virgen estaban realizadas sobre espejos, lo que trajo a mi memoria la afición peruana a usarlos como parte de la tramoya de las imágenes; pues era el símbolo del sol mismo.

 

Caminé después hacia un lugar curioso, hacia unos baños termales animados con familias que aprovechaban para pasar el día festivo, provistos de buen humor y buenas viandas. Tuve que comprar mi enésimo candado (aviso para viajeros). Cambié de hotel para un par de días, cansado del ruido insoportable del cuarto de lavado en mi rudimentario albergue; un pequeño hotel cercano al centro, con un precioso jardín, donde escribo estas notas oyendo la música de Villalobos y disfrutando de una tarde deliciosa.

 

Por la tarde-noche me encuentro con un desfile de miles de figurantes, ataviados a la manera de los indios norteamericanos, lanzando gritos de guerra. Es la procesión de los xúchiles (flores), relacionadas con la estera cubierta de flores en que se transportaba a los héroes chichimecas. El colorido y la ejecución de los disfraces los hace verosímiles, pero ¿a qué obedece esta costumbre? ¿Tiene relación con los viejos chichimecas, a quienes los españoles sujetaron a la vida ciudadana? ¿O es una invención moderna, una especie de carnaval popular? Debo decir que algunos de los figurantes portaban trajes que recordarían a los antiguos mexicas. Grupos de percusión y bandas musicales en algún caso acompañan a las diferentes cuadrillas, e incluso recuerdo tableaux vivants, así como imágenes engalanadas de la cruz; máscaras de diablos y grupos de gigantes y cabezudos (mojigangas) acompañan también el desfile; por lo que entiendo, al igual que en la alborada, desde los arrabales, los grupos toman el centro.

 

 

Parece ser también que su origen no es local, ni antiguo, sino traído por trabajadores desde Salvatierra, allá por los años veinte del siglo pasado; recuerdo cómo me comentarán algunos paisanos la pérdida de las corridas y de un anterior encierro, como parte de la fiesta, por influencia de la población norteamericana, encierros que se conservan en la vecina Salvatierra.

 

En la web Cronista de la villa de San Miguel de Allende, en un texto de José Dolores Arana, se habla de la creencia en la Santa Cruz del Valle del Maíz, retomada hacia el último tercio del siglo XIX, llevada desde un rancho cercano al Oratorio de la villa. Por medio del trabajo de la gente humilde y de donaciones se llegó a construir primero una capilla y ya después un templo para la santa cruz, que se inauguró en 1941. A partir de ahí, parece que lo que era una celebración cuasi secreta y muy popular toma un carácter de fiesta de la ciudad misma, y participan ya todas las clases y barrios.

 

El domingo, entonces, terminaba la fiesta con otro desfile, en que se entregaba la Santa Cruz, pero preferí acercarme ya a la Cañada de la Virgen, en busca del origen. Sitio espléndido, presidido por un riachuelo, el Lajas, apunté, con letra insegura, encajonado entre las serranías. El centro ceremonial, al parecer dedicado a estudios astronómicos pues estaba orientado hacia el poniente, surge de pronto en las colinas. En sus cercanías, una laguna donde vuelvo a admirar al precioso cardenal, de colorido que merece bien esa alusión al ropaje de su tocayo. En un pequeño jardín, algunos árboles: el patol –aparentemente de hoja caduca, parecida a la del plátano–, la vara blanca, la jara amarilla, palo cuchara, pruno amarillo, tepozán blanco; un arbusto llamado azafrán. El centro ceremonial remata en una doble pirámide, y conserva pinturas de difícil explicación –¿los nueve mundos de los otomíes? en la llamada Casa de los Trece Cielos. En el templo B, Casa de la Noche más larga, título hermoso y explícito, con un tipo de construcción documentado únicamente en la zona maya: asimetría del basamento piramidal. En el complejo D, Casa del Viento. (Laguna: espejo de agua o jaguay, llamada Amamilli). La construcción del complejo se atribuye a grupos toltecas-chichimecas hacia 300-900 d. C. [En 1350, la frontera “agrícola” colapsó con la llegada de tribus chichimecas: guachichules, guamares, copuces, guaxbanes, pames y otomíes, entre otros; tomado de la Wikipedia]. Tumba de la Niña de la Lluvia, niña de siete años enterrada con una serie de ofrendas y que portaba un collar de cuentas y un colgante en forma de mariposa. Encontrada en un “ducto” de desagüe de agua pluvial. También, otra extraña tumba de lo que sería un ancestro o fundador mítico de la comunidad; pues es un esqueleto datado de hacia 770 a 440 años a. C., lo que significaría que llevaba muerto y momificado más de mil años cuando fue inhumado en la parte superior del Templo Rojo, rodeado de ofrendas, lo que señalaría el culto a las momias como algo fundamental en las culturas mesoamericanas, como reflejan también los códices prehispánicos. “Veneración del bulto funerario”, le llama el cartel explicativo, un tanto confuso, por otra parte, y que alcanzaría su mayor desarrollo en las culturas de Oaxaca.

 

Mientras esperaba en la carretera al camión, un jinete pasa a mi lado en un hermoso alazán; el viejo México se niega a morir.

 

Mis compañeros de viaje

 

Tras tomar de nuevo una camioneta, arrastrando mi destrozada maleta, llego a mi   alojamiento en Guanajuato, en casa de Leslie y Chela, en las colinas que rodean la ciudad, en un chalet rodeado de un abandonado jardín. Me reciben cariñosamente y me acompañan a comer algo y hacer unas compras. Paseo al atardecer por la ciudad, repleta de visitantes. De nuevo, tristitia.

 

 

Guanajuato, 7 de octubre

 

Un mes de viaje por México.

 

Ayer, aunque un poco tarde, hice mis deberes de viajero, aunque no fui madrugador, y visité el museo regional, o del pueblo, colección cedida por un muralista llamado Chávez Morado y su esposa. El mismo es el autor de un mural en la bonita iglesia del palacio que resume todos los tópicos –negativos– sobre la conquista española. Su mujer hace unos lindos dibujos en tinta. Hay una sala dedicada a Hermenegildo Bustos, pintor autodidacta y mestizo creo recordar, autor de curiosos retratos de la burguesía local, así como de bodegones y exvotos; así, el retrato de don Secundino Gutiérrez, mostrando al espectador una moneda de oro. (Tomado del blog de Omar González).

 

 

De vida tranquila y anónima, cuidaba su huerto y vendía nieve de limón en los veranos, que preparaba con su mujer en el pueblo de Purísima del Rincón, además de sastre –al parecer, diseñaba los extravagantes trajes que él mismo lucía–, hojalatero, músico, albañil, orfebre, carpintero, escultor y tallador, construía las máscaras para las procesiones, también su propio ataúd, como un cartujo. Y prestamista; entonces, sabía de lo que pintaba, pues afortunadamente nadie le llamó artista. Enamoradizo, nos dice Omar González comentando la documentada y feliz obra sobre el pintor, obra de Raquel Tibol, tuvo amantes e hijos, y desde hace un tiempo ha sido recuperado por la crítica, comenzando por el gran Octavio Paz. Algo de pintor flamenco hay en su obra, verdaderamente, por la frialdad minuciosa con que pinta a sus retratados, sin dulcificar rasgos físicos y cargado de intención moral –quizá como en el anterior retrato, semejante al de los cambistas de Brueghel– sin hacerse demasiadas ilusiones sobre la naturaleza humana; también en sus bodegones, más parecidos a láminas de naturalista que al recogimiento de sus homólogos españoles. En uno de ellos, una ranita se sitúa al lado de los frutos y chiles.

 

Es curiosa en la colección la cruz de Tequitqui, “tributario”, con elementos prehispánicos; término acuñado por José Moreno Villa (Cfr. Lo mexicano en las artes, 1949), al referirse a cómo los artistas indígenas mexicanos interpretaban el acervo de estampas e imágenes que les llegaban de Europa. En este caso formaba parte al parecer de la corona votiva de una monja. Me gustaría saber algo más de este fenómeno, pero mi búsqueda en la red tuvo un resultado pobre.

 

La casa natal y hoy Casa-Museo de Diego Rivera resulta un tanto agobiante, con ese aire judeo-morisco que envuelve a toda la ciudad, apretujada en las colinas, vibrando al hermoso sol del altiplano, como una granada abierta por los ríos ahora ocultos. Mirada burlona de provinciano tiene su cuadro Nuestra Señora de París, donde las grúas dominan la composición. Mediocres ilustraciones del Popol-Vuh. En medio de una sala, el propio Rivera aparece en forma de un muchacho de unos veinte años; se lo señalo y él y su amigo se ríen; comentan que no es la primera vez que alguien se refiere a su extraordinario parecido.

 

Por la tarde, a Marfil, a la “exhacienda” de San Gabriel de Barrera, paraje maravilloso del que podemos visitar la casa de los propietarios y su colección de vetustos cuadros y muebles; en la entrada, en una pequeña capilla, un magnifico retablo del siglo XV; en la parte superior, dos caballeros armados con lanzas. ¿Alguna relación con el Grial? Los jardines, llenos de hermosas plantas, embalsamaban el aire, antes contaminado por el laboreo del mineral de plata, que dio enorme riqueza a la familia. Pero, fuera de los muros, los restos de una maravillosa noria, usada seguramente para mover los molinos.

 

Me encuentro con un paisano y su aspecto me anima a romper la norma de no acercarme, aunque debo decir que dio el primer paso, indagando sobre mi condición de español. No me gustaron algunas de sus obviedades, pero acepté acompañarle hacia el hermoso mirador que lleva después a través de callejuelas hasta el centro mismo de la ciudad. Le debo, ante mi mirada un tanto escéptica sobre los colorines de las fachadas, una percepción más poética, pues desde lo alto señaló y suavemente afirmó: ¡Granada! Aunque los oriundos del lugar parece que vieron una rana, de ahí su nombre. Después callejeamos y tomamos unos tragos, en un lugar agradable, una plaza sombreada donde los músicos tocaban canciones melódicas (Serrat y Sabina son verdaderos hitos aquí), la plaza Allende, creo. Recuerdo también la hermosa taberna en la hermosa plaza de la villa, maravilloso lugar con una incomodidad llena de encanto.

 

(Ya en Pátzcuaro escribí: “Dejé Guanajuato antes de lo previsto, harto de una ciudad colapsada en fin de semana, pues el festival cervantino se convierte entonces en una kermesse de jóvenes apretujados en los lugares de moda, tomando y bailando. Asistí a la representación del Theatre du Nord, que había conseguido por internet, y como comprobé en Madrid, Peter Brook ha resuelto sus problemas espirituales, converso a una religiosidad tomada del Oriente islámico sobre todo, con el armenio Gourdjaeff como referencia principal, del que llegó a filmar una biografía. Su indudable maestría se manifiesta sobremanera en la capacidad de contarnos una historia con un mínimo de elementos, y con los actores como núcleo absoluto de la misma. Así, la obra –El valle del asombro– nos cuanta el curioso caso de una mujer de origen griego, Sammy Costas, que posee una increíble memoria sinestésica, pues asimila cada palabra –o número– a lugares y colores, hasta que el mundo se  le acaba y ya no queda lugar para nada: no puede olvidar”).

 

No tomé más notas de Guanajuato, pero debo recordar el maravilloso paseo por la sierra que se encontraba detrás de mi alojamiento, partiendo desde el lago para llegar a una meseta desde la que se divisaban nuevas serranías. La bajada fue un tanto difícil, por trochas peligrosas, pero llegué feliz al pueblo, y agotado. 

 

Se me olvidaba señalar ese otro Guanajuato, el lunar, o mortal, verdadera red de túneles que llevan al tráfico por debajo de una ciudad que se inunda periódicamente, pues han colapsado la salida natural de las aguas: tráfico preferido al fluir de los elementos. Los viajeros en las paradas de los autobuses tenemos seguramente el aire de espectros, como si verdaderamente fuésemos a iniciar un último viaje. También, en esa ciudad mortal, el museo de las momias, con la muerte como testimonio terrible y desolador; corrido burlesco en que aparecen endomingadas, como para una última fotografía, como esos niños muertos prematuramente y de los que se busca una imagen para el recuerdo, una presencia para el futuro olvido. La muerte como mojiganga. También, el hombre vicioso, al que se encontró con una estaca en el pecho. (Alberto García-Alix: “únicamente he fotografiado cadáveres”).

 

        Niño vestido de angelito para su último viaje

 

En el cementerio cercano –de donde se desenterraron las momias– lápidas a veces naif, a veces grotescas, algunas curiosas.

 

 

(Otro aspecto de la mortalidad: en el Zócalo, siluetas de víctimas de la violencia sobre mujeres y seres indefensos…, presencias terribles de una crueldad brutal y que grupos y personas no quieren sean ya olvido; ceremonia civil para una sociedad incomprensible a menudo).

 

Una nueva denominación a añadir a la lista de lugares para la gran afición mexicana: “durería, tepetapa” (quizá relacionada con la venta de chicharrones).

 

En la cercana iglesia de San Cayetano, los altares resplandecían de oro, agradecimiento de los mineros a la cercana La Valenciana, que fue riquísima y ahora se enseña a los visitantes como parte de la historia de la ciudad.

 

 

Pátzcuaro, 10 de octubre

 

Tras un viaje agradable por un paisaje de llanuras fértiles y serranías llegué hoy a Pátzcuaro, un lugar delicioso, de calles y plazas llenas de vida, de sabor antiguo, como perla en medio de un paisaje que puede parecer alpino, o de una Galicia mediterránea, rodeando un enorme lago. Me acerqué por la tarde a la isla de Janitzio en un barco donde nos apretujábamos viajeros e indígenas cargados de bultos; el lugar lo preside una inmensa estatua del cura Morelos, a la que se trepa por una escalera con murales dedicados a recordar la lucha por la independencia. El caserío, que conserva algún sabor tradicional, está empobrecido por edificios nuevos, y convertido en un interminable mercado. También la ciudad rebosa de puestos y tiendas, y tráfico, pero aun así su belleza y armonía son perceptibles; el aire es delicioso y la hermosa campiña parece muy fértil.

 

 

11 de octubre

 

Me he levantado algo desganado y desmotivado. Me he dirigido hacia Tsintsuntzan, nombre que parece inventado para una opereta exótica y significa al parecer “lugar de colibríes”, o más específicamente, lugar del templo del colibrí mensajero; allí tuve rápidamente una sensación de maravilla y felicidad. El lugar, en lo alto de un cerro, fue capital del reino “tarasco”, cuya arquitectura se caracteriza por las yácatas, estructuras piramidales de forma rectangular o circular, hechas de rocas, lajas y “xanamu”, una especie de piedra volcánica, que sirvieron como base de los templos. La zona arqueológica tiene preciosas vistas hacia el lago y el pueblo, y mantiene un pequeño museo. Sus creadores serían los purépecha –nombre que se dan a sí mismos los llamados tarascos– y su señor, Tariácuri, hacia 1350, pueblo guerrero que supo enfrentarse al poderío azteca. Los yácatas aluden al parecer a los cinco partes del mundo, así como los petroglifos diseminados por el yacimiento, algunos en forma de escalera o de espirales. En el museo del sitio se nos habla de Curicaeuri y Cuerauépuri, los dioses principales, dioses del sol y el fuego, y de la luna y el lago respectivamente. En todas partes viene señalada la impresionante ceremonia del día de muertos que se celebra en la región, con miles de ofrendas y lucecitas flotando en la superficie del lago; al parecer, para los purépecha, como en general para la cultura mesoamericana, los lagos eran puertas hacia el inframundo. Los petroglifos aluden a formas solares evidentemente, como esvásticas, pero recordemos que quizá sean más bien una imagen dinámica del mundo; también miniaturas en metal y cerámica de objetos cotidianos, como los “patojos”, cerámica con forma de ánade, muy comunes como ofrendas funerarias en toda Mesoamérica.

 

El asombro ante la belleza del lugar sigue con más fuerza si cabe en el cercano convento de Santa Ana con su inmenso atrio, lugar para la evangelización y el bautismo en masa de los indígenas, pues los franciscanos presentían la llegada de tercera edad, cuando hubiera una sola grey y un solo pastor. Lugar ameno, de un frescor exquisito, ante el asombro de los centenarios olivos y fresnos, presencias de la vieja patria dulcificados en el clima paradisíaco de la región y que flanquean el camino hacia la iglesia y la hermosa portada; en su centro, la cruz atrial, símbolo de la unión de tierra y cielo, materia y espíritu. Adornada con los símbolos de la pasión, el eje vertical apenas supera el cruce de ambos y, como nos advierte el letrero del lugar, no ostenta el letrero con el Inri, quizá porque como para los guaraníes Cristo no ha muerto, o no ha resucitado.

 

 

La visita es muy agradable, después de las recientes obras de rehabilitación de algunos claustros, con hermosas pinturas como la que representa a san Antonio de Padua; en todo el recorrido parece resonar suavemente un rumor de verdad y de esencia, una espiritualidad fuerte y sincera para crear un reino de Dios en la tierra, con el fraile Vasco de Quiroga a la cabeza –Tata Vacu, para los indígenas– después de una lección de historia a cargo del cruel gobierno del conquistador Niño de Guzmán; con el apoyo de la monarquía hispánica se crearon repúblicas de indios, a quienes se dotó de autonomía y fueros: algunos carteles señalan el fracaso de estas iniciativas cuando los Borbones entregaron monasterios y repúblicas al clero secular, ante la oposición, a veces armada, de los propios indios. Supongo que la ilustración borbónica sentía pánico ante una religión donde la pasión no había sido sustituida aún por el ethos. Entre los frailes más notorios, encontramos la figura de Jacobo Daciano, hijo de los reyes de Dinamarca, y que abdicó de sus derechos dinásticos para entregarse al cuidado de sus feligreses. Una imagen curiosa: un árbol de Jesé –aparentemente– con figuras de aspecto indígena.

 

Pensé –sentí– que había llegado a este lugar con siglos de retraso. Pues me parecía que mi alma tirase de mí, se negaba a abandonar el lugar, como si lo hubiera encontrado propicio.

 

Sigamos con la historia. Me decidí a caminar por la carretera que bordea el lago en dirección Ucanastacua, observando la curiosa gradación de las especies y cultivos: al lado del agua, milpas y ya después árboles frutales, más arriba los encinos y ya después una especie de pino abeto que le da al paisaje un toque exótico de república alpina. Cansado, comí unos pescaditos en un restaurante con una vista magnífica hacia las islas y después una cerveza preparada  –¿Chinelada? ¡Michelada!– con una familia mexicana de Urupán, muy simpática, que me acercaron hasta Ihuatzio y su maravilloso patio de armas, vibrante al sol de la tarde. Es una capital importante del imperio tarasco, guerrero y comerciante, pero que apenas resistieron las acometidas del feroz Niño; seguramente precedido por el eco de sus victorias sobre los mexicas.

 

En una increíble camioneta, “tuneada”, como dicen los jóvenes, y dotada incluso de un gigantesco televisor, llegué a mi hotel en Pátzcuaro.

 

Día completo y feliz.

 

(En Morelia, el 12 de octubre, escribí: “En los periódicos españoles algunos de los nuevos políticos hablan de genocidio. Todavía resuena la pregunta de Rubén, “¿callaremos ahora para llorar después?”. La fiesta de la hispanidad tiene también en México un carácter militar casi exclusivamente, aunque esta mañana al visitar las iglesias de Pátzcuaro estaban siendo adornadas y se veía un placo de música, además de fuegos artificiales. ¿Qué podemos decir los pueblos hispanos al mundo? ¿Qué sentido tiene hoy el término de Hispanidad? La idea de universalidad, de la profunda igualdad del ser humano, propia de nuestra visión del mundo frente a la de la ganancia como fin de una vida: la riqueza es un disfrute, no una penitencia).

 

Visité también algunos curiosos edificios, como la casa de los doce patios, antiguo convento de Santa Catalina de Siena, ahora recuperado por los mismos artesanos que la usan para producir y vender sus artículos. Convento dieciochesco, refleja bien, como toda la ciudad quizá, la alegría de vivir, la calidez y la riqueza increíble del México virreinal, que ya habían admirado viajeros como Humboldt, y se refleja mejor en estas pequeñas ciudades, pues no aparecen sitiadas por esas villas miserias que se encuentran en las grandes, fruto amargo del progreso y la vida vista como negocio.

 

Dejé con pena la ciudad y sus hermosos alrededores, pero no encontré medio de recorrer la zona, pues carece de este tipo de iniciativas de un turismo más sosegado, y no quería volver al asfalto. ¡Qué hermoso lugar, y qué vivo estaba esta mañana el mercado cubierto! Mercado verdaderamente indio, de colores fuertes y olores más fuertes aún.

 

(En Morelia, deprimido ante una visión de la ciudad hecha sobre damero, para el negocio y el tráfico, ciudades que nacen muertas).

 

 

Macheros, 12 de octubre

 

No disfruté apenas de la ciudad de Morelia, excepto quizá el Rincón de las rosas, donde se encuentra la iglesia de Santa Rosa de Lima, con un magnífico retablo. Debo decir que cené estupendamente en el hotel Casino, una trucha exquisita, de alta cocina. También visité el inmenso palacio de un riquísimo criollo, hoy convertido en palacio municipal. En un pequeño teatrillo atisbé un ensayo de la compañía; en cartel La vida inútil de Pito Pérez, quizá expresión parecida a la de Don Nadie. ¿Cómo sobrevivirá el teatro en estas tierras? No recuerdo el nombre de ningún autor mexicano, lo que contrasta con la riqueza de su cine, que como el nuestro ha perdido su público y apenas puede competir con el norteamericano. El teatro exige una capacidad de atención, un pathos de la distancia y el conflicto que quizá no pueda darse en el mundo novohispano, pues las tensiones parecen anuladas por una religiosidad extática, o una imitación servil de lo foráneo. Los famosos culebrones ponen en escena arquetipos, no personas.

 

Como se ve, apenas si me quedé una noche en Morelia, quizá todavía subyugado por las imágenes de Pátzcuaro y decidí acercarme a la localidad de Macheros, en el corazón de la reserva de la famosa mariposa monarca, aunque no era precisamente la época mejor para verla, pues su estancia en estas tierras comienza hacia noviembre. El viaje fue agradable, por un paisaje que trepaba hacia las sierras, y me instalé en la localidad de Macheros, una de las puertas de acceso al “santuario”, en un agradable hotelito regentado por una guapa pareja hispano-norteamericana, Joel y Helena, lo que agradecí después de mis últimas experiencias. Desayunaba y comía –bien, por cierto– en un pequeño restaurante regentado por la matriarca de la familia Moreno, doña Rosa y alguna de sus hijas, a la que pertenecían mis anfitriones y constituye todo un clan que se ha hecho con los servicios de la zona. Mi tocayo Rogelio me contó algunas de sus experiencias en Nueva York, donde trabajó con varios hermanos. Eso les permitió construirse casas y negocios a su vuelta, así como dar carrera a sus hermanas, las tres maestras, y crear para el patriarca una piscifactoría donde pude pescar la trucha que cené esa noche. Los mexicanos ven Estados Unidos como una pura ocasión de hacer algún dinero, una tierra a la que jamás se acomodarían, pues sus culturas son antagónicas, incapaces de aceptar una visión del mundo basada en un individualismo a ultranza, lo que se mostraba en nuestro caso en la unión de la familia y el gran respeto, casi reverencial, hacia el padre, verdadero patriarca; pero, a la vez, había quizá una cierta sensación de desclasamiento, de pérdida de comunidad, lo que se señalaba por la soltería de las hermanas.

 

La pequeña iglesia, verdadero aguinaldo de juguetería, estaba engalanada con motivo de no recuerdo qué festividad, y se vestía a los niños de angelitos en una naif mesa petitoria, con un curioso lema: “No hay amor más grande que dar la vida por los amigos”.

 

 

Al día siguiente subí a caballo hacia el cerro Pelón, con otro miembro de la familia, Vicente, dado a charlar y contarme sus experiencias americanas, así como una enfermedad que le puso a las puertas de la muerte y le trajo de vuelta a su casa, ante la inoperancia de los galenos yanquis. Agradecí haber alquilado la recua, pues las subidas eran verdaderamente imposibles para caminantes y los caballejos estaban acostumbradas a afrontarlas; en la meseta del cerro, con restos de viejas culturas, pude incluso permitirme un pequeño galope. El paisaje es grandioso, sierras que se perdían a lo lejos en un día vibrante y soleado de nuevo, con resto de brumas y de una vivificante humedad que daban profundidad al espacio. La vegetación era monótona, apenas ese pino que cubre gran parte de las serranías del país.

 

Mañana hacia Valle del Bravo.

 

 

18 de octubre, estación de autobuses de Puebla

 

Valle del Bravo: un Pátzcuaro en diminuendo, tanto en sentido lato como figurado. Es indudablemente un lugar con encanto, de casas viejas, adornadas de pintura almagre y un tráfico brutal, increíble; el lago, una presencia inasequible para el viajero, pues sus orillas están tomadas por las mansiones de los capitalinos que lo han convertido en un lugar de moda. Pude resolver el tema de la vacuna antitetánica, pues una herida provocada por una herrumbrosa hebilla al bajarme del caballo me tenía preocupado, así como un sastre cosió también mi desgarrado pantalón. Los sanitarios fueron muy amables y no me pidieron ningún tipo de documentación; se limitaron a señalarme que la vacuna era gratis para todo el que lo necesitara. Por los anuncios y las advertencias que leía mientras esperaba mi turno, pude suponer que todavía hay un rechazo a esta práctica por parte de la gente; pues supone entregar tu futuro a desconocidos, perder parte de ese nomos que constituye la fuerza original de una raza. Jünger decía que la vacuna toma del capital, no del interés.

 

Apenas recalé un día, en una destartalada pensión, y a través de El Sauco recalé apenas una hora en D. F., donde tomé el metro para cambiar de estación en dirección a Puebla de los Ángeles, atravesando barrios de casitas sin encalar, pero que no tenían aire de miseria, más bien improvisados albergues a la espera del Estado. Puebla me encontró árido y poco propicio a gozar de su plano en damero y un tráfico continuo. Disfruté no obstante de algunos rincones y plazuelas hermosas, restos de barrios más populares, pues la ciudad ha ido creciendo sobre la antigua, costumbre propia de las ciudades de llanura. Cené el rico mole en un restaurante gracioso y de buena cocina, la Sacristía, acompañado por una pareja de músicos que interpretaban un repertorio mexicano, así como canciones de Chabuca Granda.

 

Ayer me acerqué a Cholula y a su pirámide-santuario. En la ciudad, la inmensa basílica parece recordar a una mezquita con sus múltiples cúpulas. Me llamó la atención el culto a un santo que se mostraba en una posición dramática de brazos abiertos y ropajes negros, más llamativo en contraste con el colorido alegre de las vírgenes y los Niños-jesús, estos últimos, rodeados de juguetes; en una urna de cristal un niño vestido de blanco estaba rodeado por esas ofrendas, imagen de un cariño que me recordaba a algunas portuguesas, tan coloristas y alegres como las de Cholula. En la inmensa pirámide –suavizada por la vegetación que la recubre– y en los enormes pasadizos no sentí el hálito de lo sagrado, tampoco en el “pósito” de los deseos, fuente que debió dar lugar al culto, lugar de la aparición del dios –o la diosa. En el santuario de Nuestra Señora de los Remedios que corona la inmensa pirámide descansé y no superaba la aridez ante el lugar, presionado por el guardián que impedía fotos y emociones. “Lo sagrado no toca a los que no participan”, debí pensar. Recordaba un curiosos texto de Servando de Mier sobre la presencia de Santo Tomás en el México precolombino: así en el templo de Cholula el autor encuentra “un anciano, blanco, rubio, con pelo y barba largos, su túnica blanca larga hasta los pies y ceñida, su capa blanca sembrada de cruces coloradas, todo precioso, calzado de sandalias, corona abierta en la cabeza, y encima de ella una especie de mitra o tiara, que Torquemada llama almete o bonete alto y redondo, más ancho de arriba que de abajo, al cual anciano tenían recostado en señal de que lo estaban aguardando” –¿Por qué entonces se traduce su nombre como “serpiente emplumada”? Pues por el error de traducir cohuatl o coatl por culebra, “significando igual o más usadamente mellizo”. Lo cual nos devuelve de nuevo a las mitológicas de Lévi-Strauss, por lo que el mal agüero de parir mellizos, que se encuentra también entre los aztecas y pueblos mesoamericanos, se corresponde con la persecución y abandono vividos por el propio Quetzalcóatl. Estos comentarios corresponden a la edición de Carlos María de Bustamante, en 1829, puesta al día por tanto de las ideas jesuíticas sobre la presencia del cristianismo en tierras de Indias antes de la llegada de los españoles, esta vez  por parte de un criollismo victoriosos, y crear así unas mitologías en que pudieran engarzar con el propio cristianismo y la religión mesoamericana, obviando de nuevo la presencia española que intentó ocultar ese hecho, e incluso destruir toda prueba de su existencia –según el autor. En otras páginas, considera que esta presencia no sería probable, sino más bien la de un obispo del mismo nombre que entre los siglos V o VI de nuestra era –creo recordar– llego desde la India a Indias.

 

Sí sentía avidez de acercarme a las cumbres que se divisaban desde lo alto del lugar, cubiertas de nubes; unas simpáticas muchachas me informaron que se trataba de los volcanes sagrados, Popocateptl e Iztaccihuat, así como de la posibilidad de llegar a esos lugares desde Cholula. Bajé dispuesto a tomar una “combi”… Pero debo frenar mi entusiasmo de caminante, pues en la explanada al pie del santuario se encontraban los “voladores” ejerciendo sus misteriosas artes, conservadas por los nahuas y totonacos de la región de Puebla. Desde una plataforma cuadrada situada a considerable altura iniciaban su vuelo girando en el puro aire de la mañana como pájaros multicolores; a pesar de que el origen se difuminaba en la plaza aledaña al inevitable mercado, sentí la emoción de su suave caída, lluvia benéfica que por momentos parecía superar la pesantez de la gravedad. El hombre que parecía liderar el rito sentado en la plataforma tocaba el tambor y una pequeña flauta: plegaria musical seguramente agradable al oído de los dioses.

 

 

Como decía, tomé una pequeña “combi” y rodeado de gente sencilla inicié mi viaje hacia el pueblo de Santiago y desde allí, en una destartalada camioneta que crujía y rezongaba en el bacheado camino de tierra, hacia el Paso de Cortés, frío y lluvioso, guardián de los lugares sagrados y que el español cruzó con sus aliados, admirado de la altura y el humo vertical del volcán. Como él mismo, no me acobardé y con ayuda de mi impermeable inicié la ascensión hacia la Joya, señora durmiente, pues estaba cerrado el paso hacia el Popocapetl, despierto y arrojando lava desde hacía tiempo. Tras cada repecho sentía que me faltaba el aire, pues la altura era considerable; también la emoción, el sentimiento de soledad, desbocaban mi corazón. En un instante que no olvidaré, el cielo se abrió y pude ver por un momento el hogar de la diosa; a mis pies, un pequeño arco iris: ahora ya puedo morirme, pensé.

 

 

Por unos instantes creí que la diosa atendía mi vanidosa petición; el aire cortaba como un cuchillo y mi impermeable apenas me defendía del frío y la lluvia; mientras esperaba la combi, pude entrar en un pequeño local donde servían comidas, y un maravilloso chocolate caliente me revivió. En México siempre puedes encontrar alguien que te lleve a cualquier parte, o te reanime con comida y bebida.

 

Descendí con unos chicos norteamericanos que coqueteaban alegremente; la simpática muchacha me contó que trabajaba en una zona de Oaxaca como bióloga. En la combi desde Cholula, indios silenciosos, tristes, solemnes. En algunos momentos cruzaron frases en su idioma materno y me trasladé a mi infancia aldeana, a mis campesinos gallegos y su profunda timidez, arrinconados por el progreso. Algunos parecían vencidos por el destino, mientras otros parecían burlarse de todo y de todos; su lengua materna hacía de barrera para poder al menos distanciarse de la catástrofe.

 

Agotado, pero feliz, llegué a mi extraña habitación en Puebla –con aire de celda, como en otros hoteles también. Cena desdichada: todos los comensales manteníamos una conversación sin palabras que nos hermanaba contra los manejos torpes del jefe de sala.

 

Hoy, hacia Oaxaca, el lugar con que soñaba el filósofo Nietzsche. (Cfr. Julio Glokner y los volcanes sagrados; revisitar a fray Bernardino).

 

 

19 de octubre, Oaxaca

 

Un nuevo viaje en autobús, esta vez de apenas cinco horas. El paisaje desde Puebla comienza como el típico fértil y verde del altiplano, cambiando después a una especie de bosque tropical seco –por poco trecho– y a un paisaje de páramos pobres y cárcavas escavadas por el agua que recuerda a nuestra Alcarria; justo antes de llegar a Oaxaca, bosques de encinos; algunos ejemplares van tomando tonos rojizos, lo cual señala hacia el melancólico otoño. Llegué a mi agradable hotelito, con pequeños patios llenos de macetas y plantas, que me recordaban los de mi querido Cañaveral de las Limas, y rápidamente salí a pasear por la ciudad, pequeña y aseada, llena de gente bulliciosa, como provinciana endomingada. Así como para los marroquíes cada ciudad tiene su color propio –así el añil de Fez– el de Oaxaca es un verde algo desvaído, frente al rosa de Zacatecas, el ocre de San Miguel, o el gris humo de Morelia y Puebla, humo de volcán claro –por cierto, nombre antiguo de Oaxaca: Verde Antequera de Oaxaca, hasta 1821, rica en oro y cochinilla, gracias a la introducción de su cría por los dominicos. Visité brevemente la hermosa iglesia y convento de Santo Domingo, colmado de oro y con su techo reflejando la vanidosa genealogía del santo, así como los blasones de la nobleza española, presidido por el escudo de los Reyes Católicos, según me ilustró una amable señora, pues el templo estaba ya en semipenumbra. Deberé volver para visitar el museo adyacente, con la famosa escultura de Monte-Albán. Por la noche, cena en un restaurante popular donde probé una especie de “pizza” local, deliciosa, y gocé de una agradable sobremesa oyendo a unos músicos en el bar aledaño; frente al doping de la comida “chatarra” y la televisión, la música limpia el alma mexicana, la viven con una intensidad inocente.

 

Hoy por la mañana, visita a Monte-Albán, con sus magníficas plazas y relieves, disfrutando de otro hermoso día, aunque en la cumbre soplaba con fea constancia un aire frío. De todas maneras, el clima ha cambiado desde Puebla y llovizna a ratos, a veces con fuerza. Relación con Teotihuacán. La terrible imagen de la “señora” con máscara de jaguar (Los mitos del tlacuache, Adolfo López Austin; la zarigüeya de Lévi-Strauss. El Prometeo americano. El tlacuache es uno de los bocabab, uno de los seres que sostiene el mundo para que el pez-caimán primigenio no logre unirse de nuevo y lo destruya. Los postes, como el salomónico barroco, señalan en sus giros el camino de los dioses desde los cielos o los lugares del inframundo: en su peregrinación crean el tiempo de la vida en este, tiempo cargado por tanto de valor divino, siempre acordado con el de la creación, que le da valor y sentido; por eso el tlacuache lleva en su nariz el signo del “torzal”. Las pirámides: aluden a los “cerros” primordiales, allí donde se manifestaron los dioses).

 

Hacia el lugar puede verse esa otra ciudad que rodea siempre a las viejas compuestas, miles de casitas que han escalado los cerros cercanos y aún el fértil valle, lugar de una anarquía a veces alegre, a veces deprimente; no se ve miseria, sin embargo, y los campesinos expulsados de sus tierras conservan algunos gustos y tradiciones, puestos al día: en la fachada de una casa, todo un enrejado de plantas encerradas en botes de cerveza que le daba aire de “instalación”.

 

Por la tarde, de nuevo otra combi para acercarme al convento dominico de Yanhuitlán, de hermosa y grande fábrica –en un lateral, cruz de Malta– y con una hermosa cúpula. Como vimos en el franciscano de Santa Ana, el inmenso atrio de la iglesia servía para favorecer la fiebre bautismal que se apoderó de los frailes; acorde con los nuevos tiempos, se ha convertido en campo de fútbol. Sabía que un pequeño museo aledaño estaba cerrado, pero desgraciadamente también lo estaba la propia iglesia; como en mi país, los curas cierran las iglesias, excepto para las horas de culto. (En la web México desconocido se habla de la presencia del arquitecto Juan Bautista de Toledo en la construcción definitiva, hacia 1573, con la autoridad de fray Domingo de Santa María. La pintura del barroco retablo sería obra de Andrés de la Concha). Así que seguí hacia San Pedro Teposcolula, otro de los hermosos nombres que se encuentran en estas tierras, dándole a la aridez española un perfil más amable y poético: San Agustín Etla, San Martín Tilcajete, San Bartolo Coyotepec… (Apunté también la existencia del apellido Cacahuete; también “el tercer círculo de Joaquín de Fiore”. Pero creo que finalmente no fui a San Pedro, pues no recuerdo nada del lugar). Presencia de Benito Juárez, oaxaqueño, a veces en imágenes de un carácter naif.

 

 

 

21 de octubre

 

Ayer, pesar de mi reticencia, incluso repulsión, hacia los viajes “organizados”, me embarqué en un grupo de turistas hacia Tule, Mitla y Hierve el Agua. El árbol de Tule, el sabino que los indígenas llaman ahuehuete, es verdaderamente un padre se árboles, pero su presencia está suavizada por la pequeña y preciosa iglesia que lo flanquea, convirtiéndolo en un protector, sombra generosa para acoger a los sabios.

 

En Mitla, el miedo, padre de las religiones, se muestra en la tumba a recorrer casi a sentadillas –Mitla, lugar de muertos– y un lugar importante de la cultura zapoteca. Al parecer, gran parte de los antiguos edificios se destruyeron –o aprovecharon– para construir sobre ellos las nuevas iglesias. En los edificios zapotecas, grecas con figuras animales que quizá correspondan al tlacuache mitológico, así como pinturas.

 

En Hierve el agua, un hermoso paisaje enfrenta la palma con el otoño del encino. Las formaciones que han dado fama al lugar son verdaderamente curiosas, y el mineral parece vencer a su sempiterna enemiga, el agua. En la charca superior tomé un baño, a pesar del día destemplado y la temperatura del agua; mi sangre gallega me ayuda siempre en estos casos; hay que beber de todas las fuentes y bañarse en todos los ríos.

 

Hoy he decidido quedarme un día más en Oaxaca, que arde en las fiestas de las ofrendas, de un colorido maravilloso, a la espera de que el tiempo quiera mejorar, y no me arrepentí. Mujeres portando cestas florales depositan ofrendas en la catedral, en honor de la Virgen del Rosario, creo recordar, ciclo religioso que alcanza su culmen en el día de difuntos.

 

 

El hermoso Museo de Santo Domingo merece una visita reposada: entre otras maravillas, guarda todo el tesoro de la tumba 7, que en verdad merece ese nombre. Había leído sobre las angustias de su descubridor, Alfonso Caso, para salvaguardar los objetos encontrados, así como los problemas que le ocasionaron. Un vídeo ilustraba la historia, pero quizá hubiera sido más aconsejable una reconstrucción de la propia tumba. Sea como sea, los objetos tienen una maravillosa presencia, radiación que recuerda el origen, oro que se salvaguarda durante un tiempo de la codicia humana. Por cierto, conocían –como los griegos– la técnica de la cera perdida, aunque lo usaban únicamente en la orfebrería, no para la estatuaria. Estela con una esvástica construida con la propia figura humana.

 

 

Lienzo de Huilotepec, especie de plano usado recientemente por los nativos del lugar para reclamar las antiguas tierras comunales. También, información sobre la rebelión contra el dominio español de la Sierra Sur, en 1546, comienzo de un milenarismo propiamente indígena. (En la Sierra Norte tendré ocasión de vivir en persona estos conflictos).

 

Visité el jardín botánico instalado en el antiguo del convento, diseñado por artistas oaxaqueños, con Francisco Toledo a la cabeza (no señalé nada de una exposición suya en Guanajuato sobre el maíz, quiero recordar), teniendo en cuenta criterios estéticos, históricos, etnográficos, nos ilustraba nuestro guía, botánico el mismo y buen conocedor por tanto de las especies que nos hizo muy agradable el recorrido, en el que se han hecho visibles antiguas conducciones de agua. Comenzamos por las plantas usadas por los naturales como condimento o medicina, así el cuajalote, una especie de mazorca que crece en el árbol; la jícama, especie de patata; árboles padres, como la ceiba o pochote, o el guaje, origen del patronímico de la ciudad; el cactus de la biznaga; el palo mulato y los copales, del que proviene el famosos incienso, y el cuajiote –¿?– colorado; el árbol del matrimonio: un cactus espinoso; el gudavere, del que se obtiene un pegamento; la cícada, superviviente de la era secundaria. Me dirigí después al Instituto Gráfico en busca de alguna obra de Toledo. Había una curiosa exposición de un artista chileno releyendo a Goya de una forma mediocre, a mi parecer, pero construyendo historias con elementos de las mitologías indígenas, la religiosidad cristiana, el mundo de los cómics y la publicidad, con mucho acierto. Nuevas alusiones a la herida de Ayotzinapa.

 

 

 

En la ilustración supra, el artista usa para este nuevo código el mismo papel amata usado en los antiguos.

 

En una vitrina del museo, un ejemplar de La portentosa vida de la muerte, Emperatriz de los sepulcros, Vengadora de los agravios del Altísimo y Muy Señora de la humana naturaleza, por Fray Joaquín Bolaños, editada en México, en 1792.

 

Después, en camión a visitar el monasterio de Cuilapán, cuyo abandono es casi irremediable. Al parecer hubo pleito entre los dominicos y el propio marqués de Oaxaca por la titularidad del lugar. (En el único escudo de armas del marqués que subsiste en la región: cadena alrededor con prisioneros, en un palacio muy deteriorado: damnatio memoriae). Hermosa fachada y extraños escudos heráldicos –en uno de ellos, espadas, con una curiosa greca coronada, llaves, corazones flechados; quizá el de los dominicos mismos, pues lleva también la flor “lisdelizada”, pero no los perros echando fuego, que sí se encuentra en la entrada a la inconclusa nave central. Lápida con una inscripción mixteca aludiendo al año de la construcción: poética intrusión de su cultura. Un carro como los usados en las aldeas gallegas, con un “asubiante” eje de madera. A lo lejos, las serranías cubiertas de niebla, a las que me dirigiré mañana.

 

También, en un blog, Lumbre Culebra, alusión al proyecto nietzscheano de visitar Oaxaca y que dio lugar ¡a un vals! Nada menos. “Pero Dios nunca muere, como buen oaxaco lo mantengo”, pero nada tengo que decir yo, puesto que ya lo dijo, y mejor, don Macedonio Alcalá. Resulta que este compositor se enteró, al parecer en un sueño (me gusta pensar que en un sueño), como Friedrich Nietzsche pretendía embarcarse y pisar Oaxaca, y para rebatirlo compuso un vals Dios nunca muere:

 

“Muere el sol en los montes/ con la luz que agoniza,/ pues la vida en su prisa/ nos conduce a morir./ Pero no me importa saber/ que voy a tener/ el mismo final,/ porque me queda el consuelo/ que Dios nunca morirá./…”.

 

Al parecer, esta historia no se compadece con los hechos, pero forma parte del folclore local. Se dice también que este vals suena en el Nazarín de Buñuel.

 

 

Capulalpam, 23 de octubre

 

Ayer abandoné Oaxaca, donde me he sentido bien a gusto, y el hermoso hotelito con sus patios llenos de plantas y que tanto me recordaban los de mi pueblo extremeño, perfumados también con limas, naranjos y limoneros: ¡Cañaveral de las Limas! Y ahora, ¡hacia la Sierra Norte! Un tanto acobardado por el tiempo desapacible y lluvioso me encuentro con un lindo día, radiante y azul. Desayuno con la curiosa pareja femenina con la que he coincidido estos días; la mayor –casi una anciana– recorre el país en busca de artesanía y mantiene una fundación para enseñar el oficio a los chicos; su amiga, no recuerdo a qué se dedicaba, pero compartían unos días de estancia en la ciudad. En un destartalado estacionamiento tomé un taxi colectivo –cinco pasajeros plus el conductor– camino de la sierra, disfrutando de un paisaje que vuelve a recordarme a los norteños de mi país: pinos, maizales, pomares…, pero que esconde una sorpresa en cada rincón; al descender hacia un río que se precipitaba con estruendo, el clima se vuelve casi desértico; el chauffer me contó que allí abundaban las serpientes de cascabel.

 

Llegamos, tras unas horas de viaje, a Ixtlan de Juárez, con su inmensa y rica iglesia; al parecer, la zona fue abundante en oro y los retablos son riquísimos. El pueblo es destartalado y feo, pero la riqueza forestal –la tierra es comunitaria– se percibe en la abundancia de bancos y en unos flamantes “polideportivos”. Al llegar, en la oficina de turismo me organizan un paseo por una zona reservada, un tanto peligroso pues voy bordeando una antigua acequia. La humedad se vierte por todos los árboles y esa extraña planta de color rojo que coloniza a los pinos, dándoles un apresto exótico. Por la noche, en el pueblo, lluvia y oscuridad, aunque el resplandor de los retablos podía iluminar el pueblo entero.

 

Por la mañana decido venirme a Capulalpam, en una radiante mañana. Encuentro un hotel agradable –¡con balcón a la calle! – y me doy un hermoso paseo por los alrededores con mi guía Lionel por el bosque de encinos y pinos; en un parque, un hermoso ejemplar de sabino. Para mañana, día de mi cumpleaños, me he regalado un paseo a caballo y un temazcal, baño de vapor tradicional.

 

 

24 de octubre

 

Noche insomne, con sueños al amanecer: una fiesta en el viejo casino, algo cerril y alcohólica; después, malestar, acedía. Con las llamadas de mis hijos se fue normalizando mi estado; también Andrés y Pilar, y ya después Jesús y Nines. También me ha hecho ilusión el mensaje de Belle, cariñoso y adecuado. Paseo por el pueblo y al rodear la iglesia una música me viene al encuentro, un españolísimo pasodoble tocado por la banda del lugar; debo decir que me emocionó y así lo hice saber. En una tienda, me encuentro con uno de los miembros del cabildo indígena, interesado en documentos que pudieran ayudar a situar los límites del pueblo en plena dominación española; por la tarde, visita del comisariado de bienes comunales, con la misma pretensión; empiezo a adquirir aires de personaje.

 

Temazcal: un baño de vapor en un pequeño cubículo calentado con piedras –creo recordar. Después, la viejecita curandera me dio un masaje, demostrando una gran fuerza, y ayudándose a veces con codos y rodillas; me golpeó el cuerpo con ramos de hojas de salvia y por último reposé en un camastro envuelto en mantas mientras tomo un té de limón. Antes, conversación con una curandera del lugar, pero que no llegó a nada, no recuerdo por qué; quizá una heredera de la mítica María Sabina, chamanismo que viene desde la mítica Siberia, visiones en que la purificación por el vapor y después el uso de alucinógenos son comunes.

 

Al atardecer, visita a la iglesia, dedicada a San Judas Tadeo, riquísima en retablos, como en Itxil. En la entrada, a los pies de un Ecce Homo, Cristo mismo con gesto consternado, sentado y vestido con una especie de pijama blanco, con flores frescas en ofrenda.

 

 

26 de octubre, en el autobús de Oaxaca a San Cristóbal de las Casas

 

Bien, el viaje va ya hacia su última etapa.

 

Ayer por la noche, mientras comenzaba la melancólica cena de un solitario cumpleaños, vuelvo a encontrarme con Saúl, nuestro comisariado, al que acompañaba un periodista norteamericano residente en Oaxaca; me invitaron a compartir la velada y así pude enterarme de las maniobras de una compañía para abrir una mina al aire libre que sería fatal para los intereses forestales y turísticos del pueblo; al parecer, esas decisiones se toman por el gobierno federal sin tener en cuenta a los vecinos. También me ilustraron acerca del tipo de gobierno del pueblo, una verdadera reliquia de las viejas comunidades que reparte derechos y obligaciones entre todos, como una ejemplar Arcadia. Después, ya con el mezcal, la conversación fue más relajada y divertida: la estruendosa risa del yanqui atronaba la plazuela donde cenábamos un deliciosos mole de pollo, timidez explosiva muy frecuente en ellos. Bebimos bastante, e invité también a unos muchachos muy circunspectos a compartir las celebraciones; así que pude disfrutar de una pequeña fiesta, regalo de esta maravillosa gente serrana.

 

Antes disfruté de una pequeña excursión a caballo con otro guía del lugar, Alberto, personaje más hirsuto que Lionel, de rostro algo cómico, agravado por una vocecilla chillona. Me llevó de acá para allá, mirando más sus intereses que los míos, pero el lugar no se prestaba verdaderamente para los caballos, demasiado montuoso y quebrado. En un lugar acotado, unos venados se acercaban a las mallas para que los observáramos: el venado, el dios que es la estrella de la mañana para los huicholes. En la subida al Calvario, parada para probar la bebida típica de la zona, el tepache, pulque elaborado con chile y otros aditamentos, maravillosamente ácido y frutal, alegra el corazón. Después, un poco de yoga hispánico, pues el altavoz de la iglesia apenas me había dejado dormir la noche anterior. Hoy, regreso a Oaxaca en los curiosos taxis locales. Ya que tomaré un autobús nocturno, pude permitirme un último paseo por la maravillosa ciudad para visitar el convento de Santa Clara, hoy lujoso hotel, el Museo Rufino Tamayo, donde me encontré con una exposición de fotografías de Juan Rulfo sobre el ferrocarril, y una hermosa colección de cerámica y estatuaria antigua mesoamericana; tomé fotos de unos animalitos que me parecieron los perros acompañantes del difunto, pero quizá sea nuestro tlacuache, con su nariz torzal. La impresión de una cierta irrealidad continúa en el viaje, agudizada por mi ignorancia; todavía México mantiene una carga utópica, una deformación, a veces grotesca, otras poética, de nuestra cultura. Tekia: trabajo comunitario que deben hacer por turnos los vecinos de Capulalpam.

 

Y ahora, un viaje de doce horas hasta San Cristóbal. ¡Qué Morfeo me ampare!

 

 

San Cristóbal de las Casas, 28 de octubre

 

Al amanecer, la carretera que sube a San Cristóbal deja ver la selva escondida tras los bancos de niebla. Después de instalarme en un destartalado hotel, inicio un paseo matinal hacia el cerrito del Santo en otro día delicioso, pleno de luz filtrada, brillante; en la iglesia, la monodia incansable de los indígenas. Sus santos predilectos aparecen coloreados y adornados, como ese San Chavel que ya había admirado en Cholula. La ciudad se domina desde la altura, con sus dos líneas principales señalando quizá las direcciones sagradas; a lo lejos, en otros cerritos, las construcciones deslavazadas donde viven los expulsados del paraíso. También paseé hacia el otro cerrito, coronado por iglesia de Nuestra Señora de Guadalupe, y me acerqué a Na Bolom, la casa del jaguar, fundada por un matrimonio danés-norteamericano –Franz Blom y Gertrud Duby– para acoger sus trabajos en la selva lacandona y a los propios nativos; una huésped y becaria del lugar me contará que durante mucho tiempo tuvieron prohibida la estancia en la ciudad después del toque de queda. La propiedad es hermosa, perfecta para acomodar placer y estudio. En la casa se encuentran algunos indígenas lacandones con sus hijos, dedicados a crear artesanía, tejidos y bisutería, que luego venden en las calles de la ciudad; su curiosa figura, como de pequeños elfos oscuros, enmarcada en una inmaculada túnica blanca, es una llamada de atención sobre la extraordinaria capacidad de supervivencia de esta etnia, de la que apenas restan unos pocos individuos. En el jardín trasero se encuentran unas chozas de barro y paja, así como una pequeña capilla cuyo altar está presidido por tres cruces, lo que recuerda a la costumbre de los rarámuri tarahumaras, imagen de los astros creadores.

 

Después de comer algo fui a descansar y ya por la tarde me encuentro con Alma y unos amigos. Fuimos a cenar y me ilustró un poco sobre su asociación, en defensa de las tradiciones indígenas, de una revolución social y de la situación de la mujer; una mezcla curiosa y seguramente difícil de compaginar pero que quizá solo puede entenderse en el extraordinario mundo mexicano.

 

Hoy, asistencia a una reunión preparatoria de jornadas en defensa de la mujer indígena donde aparece la fiereza femenina en defensa de sus posturas; puño de acero en guante de seda. Después, en la oficina leyendo textos y documentos. Mi función aquí será la de corrector de estilo, más o menos.

 

 

31 de octubre

 

Mi vida transcurre ya perezosamente, como cuando adoptamos una rutina, pues mi estancia aquí será ya un descanso después de la vorágine de lugares y sensaciones. El trabajo en la asociación es intenso, a pesar de la poblada nómina de muchachas trabajadoras; silenciosas, ocultas en sus oficinas, crean una atmósfera sutil de esfuerzos menudos y seguramente eficaces. Corrijo los textos para la revista Telares que edita la asociación, una labor cansada y delicada, pues debo podar y adornar un texto que no sé quién ha trazado y en ese palimpsesto pueden parecer intrigas y pequeñas ofensas; a esto se une el desconocimiento de expresiones mexicanas que me resultan chocantes, por ejemplo, el uso del infinitivo por el sustantivo: el actuar de las mujeres ha conseguido… En general, como ocurre en todo México, y en mi patria, se trabaja muchas horas, casi hasta las cinco de la tarde, cuando empezamos a las nueve. Como ya muy tarde, lo que me deja ahíto y descolocado.

 

Ayer visitamos una comunidad indígena tzeltal en la que celebraríamos un encuentro de comunidades y un intercambio de productos locales, así como un seminario sobre las condiciones sociales y de futuro para estos lugares. El viaje fue largo, pero nada tedioso, entretenido con un desayuno al amanecer en que mis acompañantes, la propia Alma, una indígena vestida con sus preciosos ropajes, Paula, y el adusto Felipe, conductor y fotógrafo, que había vivido unos años en Barcelona, se repusieron tomado un buen plato de mondongo, costumbre que no pude compartir. Pasamos del bosque húmedo que rodea a San Cristóbal a una selva hermosa, recortada por las milpas, serranía esplendida, colorista.

 

Cuando por fin llegamos, la oración de bienvenida, la tímida hospitalidad de las gentes me emocionó, lo que se notó en mi presentación. La reunión fue muy larga, y por veces se me hizo tediosa, hablada en tzeltal y con muchos participantes de los propios indígenas; quizá como en todo pueblo campesino, la conversación no es sino una ceremonia en sí misma, un entretenimiento que va sondeando las almas antes de pasar a los hechos, sabiduría ancestral que no confunde lengua y creencia; esta se mantiene a menudo oculta, pues los extraños pueden dañarla. Al comienzo, una madre interviene y ante la insistencia de su pequeño, le da el pecho allí mismo, de pie, sin dejar su discurso. Todo resulta previsible, una vez que se hacen manifiestos los tópicos de la resistencia ante el progreso y el dinero, pero la seriedad y el estoicismo de su presencia, de sus rostros, da a la sesión una fuerza extrañamente conmovedora. A veces Alma muestra su carácter e interrumpe la sesión para reñir a los alborotadores, precisar algunas consignas, y también para cantar y jugar. Me siento al lado de los hombres y a veces intercambiamos guiños de complicidad, aturdidos ante la vehemencia femenina. Tras una división en grupos para hacer una síntesis de lo expuesto, degustamos los productos que se han traído, cultivados a la manera tradicional, pues la idea central que se pretende iluminar es que la tierra no es una mercancía, no puede venderse, no es una fábrica. En la oración final, vuelvo a emocionarme la sencilla religiosidad de los indígenas.

 

 

Se plantea entonces el nomos de una cultura, que nosotros ya desconocemos: Madre-Tierra, Lar, Pachamama, Tonenztin… que nos habla de una creación femenina del mundo, envés del tapiz que la historia no construye, solo desvela.

 

En el patio de las escuelas que nos acogen, las niñas indígenas juegan –maravillosamente, incansablemente– al fútbol, mientras los chicos las observan, o se conforman con el baloncesto. Charlo con una chica española de aspecto y nombre élfico que está trabajando en Chiapas con una asociación y colabora con la nuestra; es vasca e inmediatamente se afirma como tal, aunque se emociona al saber que soy extremeño, pues su madre es natural de Ceclavín, paraíso de infancia. España, madrastra de sus hijos naturales.

 

Después, baño en unas pequeña cascada y vuelta que se hace tediosa, pues a la distancia y a la dificultad de las carreteras se une los innumerables badenes de cemento que hay que sortear. Supongo que es la única manera de conseguir que los automovilistas aminoren la velocidad.

 

 

1 de noviembre

 

Hoy he paseado hasta San Juan Chamula, corazón de la religiosidad maya, mantenida en circunstancias a veces muy difíciles; sus extrañas costumbres y rituales hizo que se les negaran sacerdotes durante el porfiriato, creo recordar; ahora mismo, no tienen cura propio, pero al parecer un jesuita que habla tzeltal viene cada domingo a decir misa. El paseo fue agradable, aunque mis temores siempre me acompañan, en otro espléndido día de sol radiante; el campo de un verde intenso chorrea agua, lo que debe augurar buenas cosechas. Las casas y pequeños ranchos son feos, modernos y el antiguo camino real ha sido cementado. En el pueblo mismo, la plaza es un inmenso mercado, con los productos de siempre; me acerco a la iglesia, de portada hermosa, resplandeciente, con las aspas de cerámica de sus arcos y los emblemas del pino y el maíz, anuncia un sincretismo extraño, un temblor de los dos orígenes para señalar la necesidad del mito y quizá del símbolo.

 

Paseo mi ignorancia ante los coloristas altares, y para ilustrarme sigo a mi guía, Agustín, que me habla de los mayordomos del templo y sus deberes, a menudo muy onerosos, pues pueden gastarse cientos de miles de pesos en convites y fiestas aquellos que se hacen cargo de los santos más renombrados, los que conllevan “baile y fuegos”, como san Juan Bautista, patrón del pueblo. Hay expuestas más de una veintena de santos y vírgenes, adosados a las paredes del templo, pero cada uno en su hornacina, y a quienes los fieles honran y se dirigen separadamente, sin prestar al parecer atención al retablo central, adornándolos con cintas y encendiendo haces de diminutas velas. Los espejos sirven para confesarse –testigo cruel de nuestras acciones– pues no lo hacen con los sacerdotes; al parecer, solo aceptan el bautismo entre los sacramentos. Algunos santos portan nombres curiosos, como Manolito –imagen misma del Cristo– y el Santo Pedidor, con hábito de fraile, naturalmente. En la bóveda del altar, los emblemas de los cuatro evangelistas, pero el ángel u hombre de san Mateo se sustituye por el jaguar: quizá los animales estén más cercanos a la sustancia divina. Los turistas, que empezamos a ser numerosos, molestamos a los escasos fieles: una hermosa pareja de ancianos tomados de la mano y un hombre que dialoga, o más bien impreca a la imagen de san Antonio de Padua, experto en lides amorosas y quizá en desengaños, pues sus palabras y exclamaciones parecen un verdadero monólogo de cornudo, sostenido en su atrevimiento por el alcohol que le hace tambalearse y obliga a un mayordomo –de pelliza de lana, símbolo de su autoridad– a acompañarle a la entrada del templo, sin resistencia por su parte.

 

¿Qué sentí? La capacidad de resistencia asombrosa del mito del origen para acomodarse ante cualquier circunstancia, incluso aceptando otro nuevo, para salvar una parte del alma que confiere el sentido profundo de comunidad; pues como he dicho, aceptan el bautismo pero no comulgan con la hostia consagrada, sino quizá con sus semejantes.  Esa resistencia espiritual les iguala a la guerrera de los mexicas, vencidos irremediablemente cuando el tecolote de quetzal fracasa. Estas comunidades trazan una línea espiritual que es anterior a la grandeza de las culturas y sobrevive a estas una vez han caído, o han sido derrotadas, imaginario más cercano al rito y al relato que a la sabiduría y la escritura de los sacerdotes y los hombres de ciencia. Vive ligada a la tierra, a las estaciones, al ciclo de la vida campesina entonces, donde vida y rito se convierten en lo mismo: todo es sagrado y a la vez lo sagrado es cotidiano. Pues pertenecieron a la gran cultura maya, pero ya eran antes comunidad de creencias, y sobreviven a la imposición extraña, acordándose y enfrentándose por veces. ¿Sobrevivirán al progreso?

 

 

2 de noviembre

 

El sábado por la noche, malestar, pues no se contactó conmigo para la conferencia que Alma debía impartir en la universidad zapatista. Después, me la encontré en la calle y por las explicaciones entreví que llamar a mi teléfono le resultaba muy oneroso; supongo que debo entender que la gente vive aquí muy al límite si no se pertenece a los círculos cercanos al poder. Cuando me comentó en alguna ocasión cuál era su salario entendí un poco lo que yo a veces consideraba mezquindad; estas lecciones las recibo ahora de mis hijos, que viven, con sus diferencias claro, una situación donde el trabajo es una mercancía de segundo o tercer orden, frente a la especulación y la corrupción. De todas maneras, seguí mi camino, pues no me animaron a acompañarlas, y preparado para una velada triste acabé compartiendo mesa y copas con unas maravillosas mujeres que se habían venido de Txula Gutiérrez a correrse una juerga para celebrar… sus respectivos divorcios. Guapotas y cariñosas, me sentí transportado a un reino de fantasía, un paraíso mahometano, con alcohol, eso sí, y pude coquetear con la hermosa Coco, que me invitó a contactarla en su ciudad; pero no pasamos de ahí.

 

En la mañana de hoy –aunque creo que he trabucado fechas– me dirigí hacia Chiapa de Corzo, excursión canónica al parecer por estas tierras chiapanecas, sumidero en que acabamos atraídos los viajeros por estas latitudes, como la pareja salvadoreña y su hijo –ya talludito– con los que compartí asiento en la barca que nos llevaba a toda velocidad a veces por el río admirando los cantiles  y la fauna del lugar; pero el agua estaba sucia a menudo, y el agua de los pantanos siempre me parece sombría, triste en su condición de simple productora, como nosotros mismos. Nota mexicana: cuando llegamos al final del recorrido, desde una lancha oíamos pregones; era un puesto de comida y bebida, que ofrecía micheladas y una papas, creo recordar, asombrado ante la increíble disposición de la gente para darle gusto al gusto; creo que agotaron las existencias, ante a la mirada divertida de mis vecinos y de mí mismo, de carácter más austero.

 

Al recorrer el pueblo, el calor era agobiante cuando me dirigía a la zona arqueológica, restos de la grandeza del pueblo zaque, ya después totomeca, que resistió con fiereza increíble a la dominación española –¿mito o realidad de un suicidio masivo en los cantiles que acababa de recorrer? Admiré las vistas de la serranía y el gigantesco “pochota” del atrio de la iglesia de san Francisco, especie de ceiba cuyos semillas se dispersan con ayuda de un algodón que les permite volar para alejarse del tronco; árboles fundadores, pues la ceiba es uno de los árboles que sostienen el cosmos en la mitología mesoamericana, junto con el mesquite, el ahuehuete y el huejote, cada uno ligado a su vez a un rumbo, norte en el caso de la ceiba. En la mitología propiamente maya, los cuatro árboles son ceibas de diferentes colores, ligados también a los rumbos. Cuando el árbol cósmico se rompe, árbol del paraíso, tamoanchán, su sangre crea el tiempo y el espacio del mundo, que debe ser recorrido por los dioses para revitalizarlo: luchan sobre la tierra para imponerse y con esta guerra divina se producen el cambio y el destino. Núñez de Vega cuenta cómo en cada comunidad chiapaneca existía una ceiba, lugar de deliberación del cabildo indígena, y creían que su linaje estaba ligado a las raíces del árbol. Ligados también a los dioses: Quetzalcóatl es el queztalhuéxotl, la columna del sur.

 

 

Ilustración no demasiado buena, pero única que encontré, y en inglés. En López Austin, El tlacuache…

 

También el colorista cementerio, donde ya se preparaba el día de difuntos; la gente acicalaba las tumbas.

 

Al volver, frío y lluvia. Después de cenar, una copa con Alma y sus amigos, entre ellos la bella Conchi, espléndida miniatura de una María Félix, de ojos profundos.

 

Hoy, visita al pueblo de Romanillos –¡lindo nombre!– por sugerencia de Alma para observar una curiosa celebración del día de difuntos, parte sustancial del alma misma del pueblo mexicano; tomé una camioneta en compañía de unos indígenas, inexpresivos, magníficos, y así pude llegar al lugar en poco tiempo. En la loma que preside el pueblo, enormes cruces floreadas; las tumbas parecían recién excavadas, cubiertas por unas estrechas lápidas de madera; en ellas se depositaban ofrendas florales, botellas de licor y refrescos. Algunos muchachos parecían estar briagos y en los tenderetes colocados en la cercana feria la gente bebía y comía; pues es cierto que desde el propio cementerio se pasaba sin límites, sin transición a una feria presidida por el estruendoso tiovivo de todos los paraísos infantiles.

 

 

El ambiente me pareció que era un tanto hostil para el visitante y no me atreví a entablar conversación con algunos de los bebedores del posh, la sagrada bebida de los mayas. (Una Familia burguesa mexicana que ignoraba absolutamente a los vecinos, como si no existieran, o más bien con desprecio. A ellos recurrí para hacerme alguna fotografía). Al salir de la barahúnda saludo a una solitaria muchacha con aire entre despistado y preocupado; resulta ser una becaria española que no las tiene todas consigo por la conducta de algunos de los jóvenes del lugar. Le comento mi interés en visitar el cercano pueblo de Tenejapa y le ofrezco mi compañía, pero no se decide y abandona el lugar; luego nos veremos de vez en cuando, pues trabaja en un proyecto de danza y sanación, becada por la Ná Balam, donde reside.

 

Ya en Tenejapa visito la iglesia del lugar, dedicada a san Alonso, atraído por un ruido extraño y perturbador; al acercarme resulta ser el ronquido de un borracho tumbado en uno de los bancos de la iglesia. Un san Cristóbal aparece en su hornacina bajo un dosel sostenido por columnas que identifico como salomónicas, pero ahora ya podemos encontrarle otra filiación que enlace el antiguo mundo mesoamericano con la aceptación rápida y feliz del Barroco. Como en las iglesias, todas, el colorido de las telas y altares es deslumbrante: ahí no hay relación con nuestros claroscuros, con el pardo de taller imagen del infinito.

 

Al salir, atisbo unos curiosos personajes, ataviados a la usanza tradicional y cubiertos con pieles de borrego negras, también un calzón corto. Son los hombres buenos del lugar que imparten justicia según la costumbre, como los antiguos patriarcas o apóstoles, efecto aumentado cuando les pregunto por sus nombre: Santiago, Pedro, Juan, Marcos… Les invito a beber y ante mi sorpresa, también como apóstoles, piden refrescos, pues según me comentarán el alcohol es fuente de conflictos entre los vecinos y padre de todas las “madrizas” (peleas en el mexicano coloquial). Ya no dicen como Jolote “todo se arregla con trago, todo es borrachera”. Son amables y tímidos y aceptan que les fotografíe; me comprometo a enviarles unas copias. ¡Qué armonía y sentido cuando el tiempo antiguo se nos presenta! El nomos no se ha borrado y sentimos el escalofrío del origen, la semilla del Estado, de una hermandad verdaderamente universal: poesía antes de la prosa, canción antes que lengua, mímesis ante de ornamento. La humanidad es también otra cosa y uno de ellos me mete en una encerrona para sacarme dinero. ¡En fin! Visito el pequeño cementerio del lugar y voy observando a los borrachos, algunos ya tumbados en mitad del camino; también una vieja vestida a la usanza tradicional, tambaleándose mientras algunos la observan entre divertidos y circunspectos, quizá su propia familia: ¿Indiferencia? ¿Crueldad? Quizá más bien respeto, pues el posh permite la comunicación con lo sagrado.

 

 

Los hombres buenos de Tenejapa

 

5 de noviembre

 

(Poco que añadir a lo dicho, en un sentido de deslumbramiento, de emoción prístina).

 

Los días corren con una cierta facilidad, y el trabajo en la asociación es fuerte y a menudo me deja agotado. Ayer tuvimos la visita de una feminista italiana, Silvia Federica, que comió con nosotros en el centro; por cierto, un excelente mole de olla, algo así como un cocido indígena, con maíz y flor de calabaza. Su discurso, como en general el de toda la izquierda más radical, es renqueante desde que falta el referente único del marxismo, o se utiliza con una escrupulosidad que resulta un tanto patética; también aquí se ha perdido el centro, el ser: todo ha estallado y entonces todo –o nada– es posible, todo “opinable”, menos la maldad intrínseca del capitalismo. Pero, ¿con qué sustituirlo? De ahí que experiencias como la bolivariana en Venezuela, o la más próxima del FNLZ sean vistas como resurrección del socialismo “real”, clave que permita de nuevo cerrar una bóveda que se había caído estrepitosamente, muro fragmentado que ahora se llena de grafitis, como pude ver en Berlín. La señora, italiana y residente en Chicago, creo recordar, mezclaba estos tópicos con el feminismo, aire demasiado puro que recuerda a los éxtasis de la renuncia.

 

También, lecturas sobre el Frente Zapatista. Lo interesante para mí de este movimiento, como en general mi estancia en San Cristóbal, es su carácter indigenista, atávico, vuelta atrás en el tiempo lineal de nuestra historia para incardinarse en otros mitos, en otras visiones y así recuperar antiguos usos y costumbres, como hizo la propia revolución mexicana, de la mano precisamente de Emiliano Zapata, estoicismo indio que resiste para ver volver sus dioses y sus ejidos, como el calpulli, enlazando pasado y presente como en la imagen misma de la Virgen de Guadalupe, estandarte que portaban las tropas revolucionarias, recreando curiosamente los milenarismos introducidos por los franciscanos. ¿Qué pinto entonces yo en medio de esta gente? Pues esta mañana me lo preguntaron en una reunión y me quedé un tanto azorado; lo único que pude apuntar es como la nueva aparición de los pueblos indígenas en la historia americana me parece un fenómeno fascinante, por lo que tiene de extraño, de bucle melancólico y no sabemos si fugaz, ante la tiranía del futuro; así me expresé, pero espero con más sencillez. Precisamente mañana visitaremos el pueblo de San Lázaro, donde al parecer la práctica del cultivo tradicional decae, ya que las mujeres son bordadoras y apenas disponen de tiempo.

 

P. S. También, alucinaciones leves, cariñosas: ayer y hoy, caminando hacia Santo Domingo, todo era nítido, preciso; así, los rostros de alguna gente, la piel canela verdaderamente de Paulina, la vendedora de naranjas, ciertos olores.

 

 

8 de noviembre. Hostel 13 Lunas

 

Me cambié de mi destartalado hotelito a este hostel todavía más destartalado y extraño, regentado por un grupo de jóvenes y donde espero encontrar algo de compañía, de ese aire vivificante que aportan los viajeros cuando se encuentran y se cuentan sus aventuras.

 

Así que efectivamente emprendimos viaje hacia los pueblos de El Puerto y San Lorenzo, a una reunión de mujeres indígenas, para animarlas a continuar con su cultivo tradicional. Emocionado ante la belleza del lugar y de una vida que conserva todavía una raigambre vieja y fuerte, escuché lo más atentamente que pude a Petrona, Juana, Felipa, la bella Teresa, única joven del grupo y que me recordó inmediatamente a P., de mirada profunda y enigmática; todas ellas escuchaban con resignación las llamadas de Adi a continuar con su esfuerzo, secundada por José, el marido de Felipa, buen orador; cuando se les permitía, respondían brevemente. Sus vestidos, sus rostros curtidos y hermosos, a veces sus risas, creaban un efecto extraño, prístino, que quizá mancillábamos con nuestros discursos, ciudadanos al fin y al cabo. El tiempo transcurría lento y moroso, tranquilo; como todos los verdaderos campesinos estos tzeltales usan las palabras para poder pensar mientras tanto, enhebrar así un discurso que aludirá a intereses que su buena educación y su astucia saben deben permanecer ocultos, lo que les lleva a repetir una y otra vez sus argumentos, a la vez que escuchaban respetuosamente el repetido discurso de Adi; salvaguarda de su identidad, saben del alcance limitado de la palabra cuando no va acompañada de una relación estrecha con el nomos, palabra entonces que tiene carácter curativo, o de desafío, y más en estos pueblos que han conocido un profundo desprecio y malevolencia. Mantienen una desconfianza absoluta frente a los gobiernos, el gran enemigo del pueblo, como en toda la Hispanoamérica, supongo, y por ende ante un Estado que solo los ha arrinconado y vejado. Ahora, los gobiernos los atienden y ofrecen programas de asistencia, lo que a menudo divide y enfrenta a las comunidades. También hizo mención José a un terrible problema que ha azotado y sigue afectando extraordinariamente a las comunidades: la división y el enfrentamiento que han traído las religiones “evangélicas”, llegadas desde los Estados Unidos mayoritariamente. Al parecer, los conversos a estos nuevos cultos se niegan a seguir la costumbre, las viejas normas y rompen con los lazos seculares de las comunidades; en algún caso, se ha llegado a enfrentamientos y expulsiones de los díscolos: las llamadas “guerras religiosas” crearon un cinturón de indígenas expulsados de sus comunidades alrededor de San Cristóbal mismo, por los años sesenta del siglo pasado. En el pequeño pueblo, pude ver la iglesia evangélica, aire puritano y sencillo que pretenderá limpiar la religión de toda excrecencia católica, pero también indígena, supongo, culto más apto quizá para acostumbrar a los pueblos al ritmo de la máquina.

 

(Complejidad tremenda del asunto: corrupción del antiguo cabildo por los nuevos caciques, ligados al poder económico y político del PRI, pero que aparecen como defensores de la tradición; a su vez, un ecumenismo ligado a la teología de la liberación, arropado por el obispo de Chiapas, Samuel Sánchez, permite un sentido religioso al propio Frente Zapatista; los protestantes –ya un 25% de la población chiapaneca– se acercan a ellos para defenderse de los caciques. Para más locura, transformación del culto a los santos –nudo social de las comunidades a través de las mayordomías– en un culto al Espíritu; en algún caso los caciques, desprotegidos por las autoridades católicas, han introducido el culto ortodoxo de san Pascualito, traído desde Txula Gutiérrez. Parece que todas estas tensiones encuentran un vórtice en el propio San Juan Chamula: allí la virulencia de los enfrentamientos ha traído episodios de violencia y asesinato).

 

¿En fin, conseguirá esa “buena voluntad” gubernamental lo que no consiguieron la violencia y el expolio?

 

Comenzado a leer Quetzalcóatl y Guadalupe, de J. Lafaye y prologado por Octavio Paz, lo que supone un buen indicio, sobre los mitos fundadores de la nación mexicana. El primero se asimiló a santo Tomás, como ya hemos comentado, mito culto que apenas alcanzó al pueblo, y la Virgen de Guadalupe a Tonatzin, la Madre, prendiendo desde el siglo XVII de una forma total en el imaginario popular, incluso revolucionario, pues la portada del libro muestra a un seguidor de Emiliano Zapata portando su estandarte.

 

 

12 de noviembre

 

Sigo en el hostal, aunque sus instalaciones son un tanto precarias y no dispongo de cuarto de baño privado; me preocupa por la posible aparición de la venganza de Moctezuma, que hasta ahora me ha respetado; en fin, ridiculeces de viejo, pero preferí un poco de compañía y ambiente al tan a menudo triste confort. Por otro lado, a veces me asalta un sentimiento de desapego hacia todo: mi vuelta se me presenta fría e inútil, tanto como mi presencia aquí. Hace falta un amigo para que esos vapores maléficos se sublimen en un risueño licor, pero decidí alejarme de su protección y debo asumirlo. También me afecta la “gripa”, no demasiado fuerte afortunadamente, terrible legado de la conquista para los pobres indígenas que sucumbían por millares a sus extraños efectos; enfermedad de regiones frías se acogía, como los propios españoles, a la calidez de estas tierras.

 

Nuevo viaje a El Fuerte y San Lázaro, esta vez acompañados de Francisco, nuestro experto en agricultura. Me estrenaba también como chófer y no las tenía todas conmigo, visto la anarquía del tráfico y la presencia a menudo malvada de los topes. En fin, acabé adelantando en línea continua y sobrepasando todos los límites de velocidad, disfrutando con el niño que llevamos dentro, inmune a las reglas. La reunión fue alegre y útil, pues apenas hubo discursos o consignas, y entre todos levantamos un hermoso huerto con una técnica de origen japonés, traída a estas latitudes por un experto norteamericano, cuyo nombre he olvidado. Consistía en excavar la tierra a una profundidad de treinta centímetros, y ya después en la misma proporción una vez que el bieldo había deshecho la tierra levantada anteriormente. La tierra así preparada se aprisiona entre tableros y ya está preparada para la siembra, señalando el orificio para las semillas con una pequeña rama, al tresbolillo, lo que permite aprovechar cada centímetro de tierra.

 

 

Estaban presentes las mujeres que conocí en mi anterior visita, así como José y otros varones, que ayudaban en la preparación de la tierra y a alzar una malla protectora, aspecto este menos poético, pero inevitable, supongo. Hacía calor y el trabajo era agradable, cariñoso; todos colaborábamos y una sensación de sentido nos invadía, propia de la vida campesina; también las bromas y las risas se hacían sentir, y hasta la hierática Teresa dejaba ver su hermosa sonrisa. Supongo que los campesinos acuden al cebo de estas ayudas, que incluyen también semillas, pero también por la novedad y la diversión de ver hacer el ganso a los pobres ciudadanos. José señoreaba la reunión de nuevo, pues su bonhomía y su carácter le convierten en un líder natural. Nos hablaba de la dificultad de la vida para el campesino, pues los productos valen poco, después que el gobierno abandonase la política proteccionista y el mercado se enseñorease de la vida económica; intentan cultivar ahora cacahuete y otros productos que puedan ser más rentables. De nuevo, a través de los campos cultivados de la trilogía maya –fríjoles, chile y calabaza en este caso– llegamos a San Lázaro, por un paisaje hermoso, para dejar allí a Teresa y otras mujeres. En la lejanía, la mujer preñada.

 

La mujer preñada, desde la aldea de San Lázaro

 

(Nostalgia de una vida más acorde con la naturaleza, pero ya no podemos seguir ese dictado; como el personaje de los Pasos perdidos, estuvimos en el Paraíso y rompimos el encanto; la vuelta es ya imposible).

 

A la vuelta, un incidente reseñable. Un conductor de ambulancia nos hizo señas y paré el coche en la cuneta de la maltrecha carretera. Nos dijo que acababa de ser tiroteado –efectivamente tenía rotas las ventanas traseras– y nos aconsejaba no seguir el viaje, pues íbamos en la dirección del supuesto tiroteo. Las mujeres indias que nos acompañaban y la más curtida Hebe prorrumpieron en exclamaciones y lamentos en tzeltal, y Francisco estaba perplejo. Decidimos seguir, pues ya anochecía y suponíamos el hecho producto de una gamberrada de muchachos, o quizá debido a otra causa menos novelesca. Debí conducir despacio pues la carretera estaba en un estado infame, lo que aumentaba la sensación de peligro y durante uno minutos apenas si hablábamos, atentos al latir de nuestros corazones. Curiosamente, al llegar, hubo otro incidente, de carácter más civilizado, pues debí rozar a un coche en mis intentos de aparcar, lo que conllevó casi una intervención de toda la plana mayor de la asociación y de la que me escabullí, un tanto harto. De héroe a villano en apenas unas horas.

 

 

15 de noviembre

 

El fin de semana se ha arrastrado lento y melancólico. De nuevo, extrañeza ante lo que considero mala educación: me habían convertido en anfitrión forzado de una fiesta en que prepararía la temida “paella”, y nadie tuvo el detalle de avisarme de su cancelación; verdaderamente… En mi hostal pude charlar con algunos viajeros interesantes, así una simpática pareja colombiana que recorren Centroamérica en sus bicicletas viviendo de una hermosa artesanía propia; él, decidor, feote y alegre; ella, de aspecto nórdico, más tímida y discreta, y ambos celosos amantes de su patria. Por lo que he visto en esta cosmopolita casa, los jóvenes americanos se convierten en modernos titiriteros, o vendedores ambulantes, como los gitanos de las novelas del paisano García Márquez, para así combinar el ocio con la ganancia; también una guapa muchacha argentina, que se gana la vida como camarera e insistió en que la visitara en su Córdoba natal, pues tenía mucho interés en presentarme a su mamá.

 

Me he acercado hasta Zinacantan, otro centro de la religiosidad tzotzil, y maya por ende; en la iglesia, de nuevo los lamentos de un hombre rompían el silencio: en su monodia repetía algo así como “tó, tó”. La colorista vestimenta de las mujeres y hombres –pude atisbar el grupo de los alcaldes con sus curiosos sombreros– resulta un tanto forzada, o eso me pareció, como entrenados para la visita de los turistas. Los hombres portaban también una especie de chanclos que avivan el aspecto oriental de la escena. Decidí entonces acercarme de nuevo a San Juan Chamula, donde esta vez la iglesia rebosaba de fieles. Me senté para observar a los numerosos grupos sentados en el suelo cubierto de pinole, rezando y realizando sus ritos con la presencia de un chamán que dirige la ceremonia y de cuando en cuando golpeaba con ramas a los afectados por algún mal, practicando lo que llaman una “limpia”. Las pequeñas velas chisporrotean cuando se les riega con el posh, dispuestas en el suelo y en los pequeños altares; también los gallos, que son parte importante del rito, pues el animal alter ego del enfermo, el chulel, está amenazado por otro más fuerte y hay que desagraviarlo. Al salir, me senté al lado de un curioso personaje, vestido con la prenda negra de lana vuelta que es característica del lugar y tocado con un pañuelo rojo, así como cubría sus piernas con calzones. Permanecimos en un silencio que no me atreví a romper, aunque todo su aspecto le señalaba como chamán: supongo que esa sabiduría me está vedada.

 

Había leído algo sobre esta gente en la biografía de Juan Pérez Jolote: “cuando yo muera y venga mi anima, encontrará los mismos senderos por donde anduve en vida y reconocerá mi casa”. Tiempo cíclico el de los chamulas, cargas llevadas por portadores que se van turnando y marcan su carácter de ser vivo, que se personifica: “él”, le dicen al día; como en la cultura china, ese transporte debe entregar su carga sin cambio, volver a iniciar el ciclo del día, mes, año, era… Tiempo como peso, señala un estudioso de su cosmogonía, E. Gossen, por lo que cada día se marcaba en sus toscos calendarios con carbón, que iba engrosando el tiempo. En su era, la cuarta, el Cristo-Sol ya estaba contento de los hombres, pero es un dios irascible y puede precipitarlos de nuevo en el vacío. La Virgen-Madre-Luna puede dar fe de ello, pues celoso de su luz le arrojó agua caliente mientras se bañaban en el temascal y así ensombreció su rostro. Como quizá en toda cultura, el lado femenino teje la urdimbre que los hombres irán recreando como trama, en el tiempo histórico, hasta que de nuevo llegue la supremacía femenina y con ella el final de la era. El pobre Juan y sus compañeros, encerrados en el hospital de D. F. tienen miedo de que los carranzistas se los coman, resucitando así un calendario largo, el de la primera era, cuando el dios se enfadó con los hombres porque se comían a los niños. Cuando abraza a una mujer “entonces, supe lo que era, lo que quería”. Chultotic y Chulmetic: el llanto de la Virgen impide al padre resucitar, pese a los avisos de hijo. También su sincretismo religioso, presente en la toma de posesión del nuevo gobernador: “¡Obedece al ladino, que es el que manda! Porque es el hijo de Dios, el hijo del cielo, el de la cara blanca, de camisa y pantalón”, aludiendo al secretario del ayuntamiento, cargo no indígena; pero inmediatamente, le dice que hable a Dios en las cuevas, o en los cerros, lugares mágicos en la cultura maya, puertas hacia el mundo de los antiguos dioses.

 

Volví caminando de nuevo hacia San Cristóbal y el paseo me sentó bien, como de costumbre. Mi joven amiga española había quedado en acompañarme, pero a última hora se disculpó; los jóvenes disponen de un tesoro que sienten inagotable: tiempo.

 

 

24 de noviembre

 

Casi una semana sin escribir estas notas para un Diario: supongo que el viaje tiene su propia rutina. De todas maneras, este fin de semana me acerqué a Palenque, bajo una lluvia pertinaz, lo que me hizo posponer la visita a Toniná. Después de llegar a mi hotel, una cabaña que linda con el sitio arqueológico, y sin apenas clientes, me dirigí rápidamente hacia Palenque bajo un sol de justicia, interrumpido por aguaceros –el lugar es espléndido, de una inmensa fuerza, y apenas rescatado de la selva; cuando lucía el sol, los inmensos árboles brillaban. Visité los edificios principales y leía las indicaciones de los paneles informativos, descansando de cuando en cuando para recuperar el aliento y protegerme del fuerte sol. Las guías hablan de dos épocas de asentamiento, marcada la segunda por la idea de un final –el quinto sol, me imagino– y la necesidad de alimentar a los dioses del inframundo, terror sagrado y terrible presentimiento de la declinación de su mundo; todavía hoy es un enigma su súbita desaparición, como si los dioses les hubieran abandonado repentinamente. (Aunque un último esqueje de la cultura maya renació en Chichén Itza).

 

De vuelta al hotel, sensación de malestar, agudizada por la ausencia de lecturas o distracciones, amén de una espantosa cena, lo que me produjo algunas alucinaciones deprimentes; al amanecer, los gritos verdaderamente escalofriantes de los monos aulladores.

 

Después de desayunar decidí dar un paseo por la selva que rodea al sitio y contraté un guía por un precio algo elevado, aunque la mitad de la primera oferta: las prisas no son buenas consejeras. Fue un agradable paseo, contemplando las ruinas de la ciudad que se extienden por una gran superficie, pues apenas se ha excavado una pequeña parte de su perímetro. Pablo, el guía de origen tzeltal, me iba señalando también algunos árboles y arbustos: el amate, del que los lacandones obtienen vestidos; el mulato o chaká, de color rojizo, bueno para aliviar las marcas de la terrible viruela, enfermedad que diezmaba las poblaciones; el guapak, de fruta agridulce, el árbol de la pimienta (por el sabor de su corteza); el ramón, cuyo futo se mezcla con la harina del maíz; el amargoso, familia de la gran ceiba; el frijolillo, del que los lacandones obtienen semillas para sus collares; el chechén o mecapal, familia del árbol del caucho; el guárnalo, con hojas de propiedades alucinógenas, si se fuman como tabaco. Secretos de un mundo que desaparecerán también, como la propia cultura maya: vivimos en otra declinación, en un tiempo señalado también por malos augurios, una sociología de la catástrofe.

 

Por la tarde me acerqué al pueblo de Palenque, para intentar llegar a Bonapak e Taxchilán al día siguiente, pero las combinaciones no me eran favorables. El pueblo, una abigarrada sucesión de comercios y pequeños restaurantes, poco apetecible, la verdad. En la plaza escuché la agradable música de la marimba. Volví sobre mis pasos y cené en el Pachán, un lugar abarrotado de jóvenes viajeros; prácticamente, me echaron para dar paso a nuevos comensales. La vuelta al hotel acentuó mi tristeza; echaba de menos una presencia femenina: el hotel se llamaba Maybell.

 

Ya de vuelta hacia San Cristóbal me decidí a parar en los espléndidos parajes de Toniná; la pirámide principal es verdaderamente impresionante, con toda la ciudad encaramada a sus fuertes espaldas. Según los paneles informativos, tuvo dos épocas vitales, presidida la primera por las aves e imágenes del inframundo, así como gobernada por soles muertos y descarnados; la segunda, ya hacia el 700 de nuestra era, por los felinos celestes, las luces del cielo, el lucero de la mañana y el de la atardecida. Esta época más optimista, duró unos dos siglos, hasta el derrumbe de toda la cultura maya en la zona. En un cartel se indicaba la pertenencia de Tonina a los territorios autónomos controlados por los zapatistas. En el museo adyacente, calendario maya. No sé apenas nada de esta cultura, pero me impresionó su idea del tiempo, recogida por López Austin: los mayas concibieron las divisiones del tiempo como cargas que eran portadas a través de toda la eternidad en relevos de cargadores.

 

Ayer y hoy mismo, asamblea en defensa de la tierra y el territorio, así como de los derechos de las mujeres. La inocencia y candidez de cierta izquierda desentonaba en principio con la más austera y hermética de los indígenas, pero alegres y risueños cuando se les proponía algún juego. En las deliberaciones, presencia de otros grupos y señales de divergencias doctrinales; ya se sabe que la mitosis es el proceso natural de la izquierda, tanto más cuanto más radical se presenta, hasta que…

 

Mañana, marcha hasta el Zócalo y después, mitin. Así, pondré punto final a mi permanencia y a mi trabajo. Estoy emocionado y agradecido.

 

 

27 de noviembre, San Antonio Polopó, orillas del lago de Atitlan, Guatemala

 

Me alegré finalmente de haber alargado por unos pocos días más mi estancia en San Cristóbal, y gozar de la compañía de Mercedes, Alma, Vero, Herme, Odi, gente tan encantadora y sencilla. También, mis amistades indígenas, que asistieron a la asamblea y la marcha, punto final a los actos reivindicativos. Resultó algo deslucida, pues no asistió demasiada gente, aunque se suplía la cantidad con el entusiasmo de los organizadores. Comenzamos bajo un día espléndido, pues el sol vuelve a picar de nuevo, y se van gritando consignas; distraigo mi incapacidad para estos eventos, tomando aires de fotógrafo. Cuando llegamos a los bulevares, una manifestación muy concurrida y colorista nos adelanta; era una “peregrinación”, me dijeron los compañeros, organizada por una asociación religiosa –católica– de cuyo nombre no logro acordarme. Como dije, era un nutrido grupo de gente, y para mi sorpresa al llegar a la plaza compartimos escenario; después de encender unas velas, comenzaron una oración, seguida con fervor y atención, y ya después se procedió a la lectura de un comunicado leído con voz verdaderamente sentida por una hermosa muchacha indígena. Ante mi sorpresa, el comunicado defendía casi exactamente los mismos principios de nuestra asociación. ¿Entonces? Supongo que la indiferencia y la actitud de nuestro grupo obedecían entonces a lo que en lenguaje religioso se llama celos de secta, y que cuadra bien en general a los grupos y partidos de todo tipo, especialmente a los de izquierda. La iglesia de Chiapas ha calado en los indígenas su mensaje social y lo que veíamos era seguramente la plasmación de esa nueva visión, conocida como teología de la liberación. Nuestro grupo debería entonces manejarse en un territorio ya muy saturado.

 

Otra política: alrededor de la catedral se veía una fila enorme de muchachas indígenas, aguantando estoicamente hora tras hora el fuerte sol, lo que me llevó a pensar en una devoción religiosa que cumplir. Me informaron de que estaban esperando un estipendio prometido por el gobernador para todas las madres solteras.

 

Me despedí de todos ellos en una deliciosa comida, y ya después Alma, Hebe y alguna más me acompañaron hasta el hotel para un último adiós. ¡Que la buena gente pueda prosperar!

 

Así que ayer inicié mi excursión a Guatemala, maravillado ante el paisaje abrupto y grandioso de la frontera, cañón formidable del río Corzo a quien había conocido domesticado en el Sumidero. Después, el paisaje volvió al encino y el pino; en un cerro, una especie de campamento: un joven que viajaba en el grupo reclutado entre los hoteles de San Cristóbal nos informó de las guerras entre propietarios y campesinos, mezcladas con consideraciones políticas y demás, en un lenguaje que causó escándalo en algunas viajeras, de índole conservador. Tras casi once horas de viaje –solo el doble de lo que prometía la publicidad– llegamos a Panajachel, capital turística de la zona, donde tomé un destartalado autobús que me llevó a San Antonio Polopó, donde se encuentra mi hotel. Pude cenar algo, acompañado por dos mujeres muy agradables, Khaty y Barbara, que trabajan con indígenas en una asociación que ellas mismas crearon y regentan. La luz de la luna nos dejaba disfrutar de la vista nocturna del lago, con la silueta de los inmensos volcanes al fondo.

 

Por la mañana regresé a Panajachel, en las increíbles combis de la zona, verdaderamente atestadas y en compañía de una chica norteamericana que había vivido durante un cuatrimestre en Cáceres, Megan creo recordar; el colorido de los trajes de las mujeres, las vistas del lago, el delicioso aire, creaban un sentimiento de felicidad y mi sombrero quiso irse hacia el lago, volando; ante mi sorpresa, el eterno muchacho que acompaña al chófer bajó del vehículo y me lo entregó. Tomé el barco a Santiago y allí, con mi guía Francisco, personaje simpaticote y algo sicalíptico, vestido con las curiosas faldas locales, fui a ver el culto a san Simón en una aldea cercana, careta de piedra con un cigarro en la ranura de la boca y adornado con un emporio de corbatas y cintas multicolores. Le pedí por mis hijos y nietos, como me ordenó Francisco, ya que en los sueños me resolvería alguna de mis dudas. Después, visitamos la preciosa iglesia del pueblo en la no menos hermosa plaza, encajonada entre edificios con balconadas de madera. El colorido, la disposición de las imágenes, seguramente igualan su culto con el que conocí entre los tzeltales y tzotziles; las imágenes se agrupaban en los laterales del templo, identificado cada grupo por unas batas de un color propio, rosa, verde fuerte, negro azabache con un ribete dorado, rojos, portando también la corbata y las cintas multicolores. Los dramáticos cristos negros portan también el paño de pudor en colores fuertes, como mantos femeninos. Imagen terrible del Dios Padre posando las manos en la cruz donde el Hijo agoniza envuelto en un ropón azul. Del pecho del padre parecen salir unas alas, trinidad quizá incapaz de elevar el vuelo.

 

 

También, imágenes del santo que da nombre al lugar, nuestro Matamoros; recordaba la historia de por qué está asociado a algunas imágenes, pues al parecer Santa Ana –su esposa– le fue infiel con san Sebastián, de ahí que en algunos altares los tenga a su lado, para vigilarlos. En general, debe ser un santo temido, imagen de la fiereza militar y la dureza española, pues en algunos lugares se le “emborracha” los días previos a su fiesta, para que ese día le pase inadvertido y no traiga desgracia a los fieles. Al revés de los santos del catolicismo, las divinidades de la vieja Mesoamérica han transitado de la divinidad a la humanidad, señala López Austin, y así lo hacen calladamente con las católicas mismas; al igual que los griegos, también trocean la divinidad tanto en el tiempo como en el espacio: Cristo es dios en sus sucesivas etapas, desde la infancia a la muerte, y lo es también del lugar en que se encuentra.

 

El pueblo está plagado de iglesias ofreciendo su culto en una competencia verdaderamente comercial por el alma de los indígenas; mi guía las consideraba como puro negocio, sin más, pero esta pulsión llega al interior de las propias familias, incluida la suya, pues me comentó que su esposa era miembro de una iglesia evangélica.

 

Encantado con la zona y la belleza del paisaje, tomé un bus para San Pedro y verdaderamente fue una hazaña que lográsemos llegar a nuestro destino por un camino embarrado y que a menudo desparecía bajo las roderas y los socavones. El pobre camión saltaba y brincaba, se retorcía y gemía ante las dificultades, pero avanzaba como por arte de una magia extraña a la técnica misma; hay máquinas espirituales, y no son quizá las más perfectas. En el pueblo, feote como todos, hice gestiones para visitar mañana el volcán. Tomé un refresco de limón en una terraza y algo de comer, y ya en el viaje de vuelta comencé a sentir molestias que se transformaron en una copiosa diarrea al llegar al hotel. Así que me puse a régimen de suero con la esperanza de controlar lo que yo suponía una gastroenteritis.

 

Nueva charla en la terraza con Kathy y Barbara y una amiga norteamericana que ha trabajado también en proyectos de ayuda a la gente de Centroamérica, Naomí de nombre. América, que ha traído tanta infelicidad a estas tierras, exporta también estos curiosos personajes, gente que se ofrece para restañar heridas, sin pedir dinero o la venta del alma.

 

 

1 de diciembre, aeropuerto de la ciudad de Guatemala

 

Mis malestares han sido una rémora en estos días, pues mi dieta absoluta no tuvo éxito y llegué a preocuparme seriamente por mi salud. De todas maneras, subí al volcán San Pedro por un camino absolutamente cruel, un mata hombres que dicen los paisanos, a base de escalones que impedían cualquier ritmo regular. Disfruté al principio de las vistas de lago y las montañas, así como de las alegres plantaciones de café y aguacates; se alcanza después la zona de los alisos y ya una vegetación de selva en que el caminar resulta agotador y debo detenerme a cada paso para recuperar el resuello. Al llegar, la vista es verdaderamente magnífica, aunque limitada a la zona del lago y los pequeños pueblecitos que lo rodean. La bajada fue todavía más cruel, sufriendo un par de resbalones peligrosos, y llegué exhausto al pueblo, acompañado en todo momento de Santos, mi guía, hombre tranquilo, padre de cinco muchachos a los que cría como puede, con su trabajo de campesino y ayudándose de estas excursiones para ganar un poco de dinero; a pesar de algún extraño episodio, le doy su merecida propina.

 

Apenas me quedan fuerzas para tomar la barca que cabecea de una forma brutal y nos obliga a sujetarnos con uñas y dientes, como suele decirse. Mi salud empeora y apenas tomo una sopa de arroz; en la mañana parto hacia Antigua, así que si no mejoro deberé buscar algún médico. Me voy en el destartalado coche de la propietaria del hotel, que me lo cobra, y me va contando la historia de su desgraciado matrimonio, empeorado por el alcoholismo de su cónyuge. Supongo que debe ser algo muy común por estas tierras, agravado por la situación de sometimiento de la mujer que sin embargo lleva a menudo las riendas del hogar, pues los hombres emigran en cuanto pueden a Estados Unidos.

 

Este primer día en Antigua lo pasé en su mayor parte acostado, con dolores y malestar general y me parece con un poco de fiebre también; consulté en recepción sobre algún doctor que me pudiera recomendar y una señora norteamericana que estaba hospedada en el hotel me dirigió a un tal Joel Sepúlveda, pues era experto en atender estas infecciones tan comunes en los visitantes del país. Así lo hice y el doctor me atendió rápidamente, con una cariñosa atención más de agradecer en un viajero solitario y un tanto angustiado. Me recetó un coctel de medicamentos para lo que consideró una fuerte infección microbiana; inmediatamente me encontré mejor, con la alegría de quien se sabe en buenas manos y me dediqué a visitar la hermosa ciudad de Antigua, la patria chica de Miguel Ángel Asturias, otro padre fundador. Es otro pueblo hispano utópico, rodeado de volcanes, uno de los cuales ha entrado en erupción y por la noche se convierte en un rojo cairel sobre el cielo estrellado. El clima es delicioso, una primavera suave y eterna, y el adoquinado de las calles hace susurrar el tráfico. Orgullosamente mantienen las ruinas de la vieja catedral y de algunos conventos, como el de san Agustín, patrimonio jesuítico que se ha convertido en centro cultural, bajo los auspicios de la embajada española, así que recorro una exposición de fotografía sobre la vida en América latina; en una de ellas, algunos infelices se visten de héroes de cómic, así un Batman rollizo atendiendo la lavadora, imagen que seguramente encantará a mi hija. La visita es agradable y me siento a degustar un té de manzanilla en el luminoso patio, rodeado por las galerías con arcadas de madera, que recuerdan a las manchegas, como lugar trasplantado desde la seca y ascética Castilla, un Almagro más dulce y rico, así como la propia ciudad manchega traspone un sueño hanseático; vivimos siempre en otro tiempo, dice el maestro Montaigne, y esta consideración vale también para la arquitectura.

 

 

 

En algunas portadas, columnas salomónicas, o árboles sustentadores; una filigrana vegetal y geométrica las recubre, suavizando la hidalga seriedad. Las tapias ocultan lo que deben ser paradisíacos jardines, pues las palmeras se asoman curiosas a las calles.

 

Por la tarde, nuevo y moroso paseo, disfrutando de calles y plazuelas, así como la abierta plaza mayor. Pude por fin comer algo suave en la Posada de Don Rodrigo, un lugar delicioso, como la propia cena, último lujo antes de la vuelta a mi país (iba a decir, a casa) amenizada por una pequeña orquesta de marimbas. Desde la terraza de mi hotel, el volcán lanzaba llamaradas rojas al atardecer y después una serpiente de fuego se deslizaba con su aire mítico por la noche de Antigua.

 

Al pasar esta mañana por la ciudad de Guatemala, camino del aeropuerto, la sombra opresiva del señor presidente parecía señalar una distancia imposible de salvar entre los suburbios de negocios enrejados y las mansiones de altos muros. Desde el hall del propio aeropuerto se divisan únicamente las torres de oficinas o apartamentos, regidas por el sueño del progreso.

 

Ahora, a D. F. y ya mañana a Madrid. Quizá ya no pueda permanecer inmóvil, como el buhonero de Bosco, avejentado hijo pródigo.

 

 

 

 

Rogelio Pérez Mariño (Cáceres, 1954) es autor de textos para pintores amigos y del libro de ensayos A contratiempo. Le apasionan la poesía, la antropología, los Ensayos de Montaigne, así como intentar descifrar, “modestamente”, los enigmas de la cultura.

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