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Moisés Vázquez, dorador. Historia breve de un artesano

En los días de Cuaresma el ajetreo es incesante. De cuatro trabajadores se pasa a ocho.  El trabajo se triplica y el taller deja de tener esa aura de relajación que se respiraba antes. Ya no hay tiempo para el descanso. Las bromas y chascarrillos pasan a ser sustituidos por el silencio. Pero no se trata de un silencio incómodo, es más bien el fruto del trabajo y la concentración. Moisés Vázquez apura hasta el último segundo y se afana en dorar, poco a poco y con esmero, la canastilla y los respiraderos de un paso que permanece en el centro del taller, inmóvil y sabedor de que en cuestión de semanas recorrerá las intrincadas calles del casco antiguo de Sevilla con la imagen de un Cristo centenario sobre su lomo.

 

El oro fino que manipula Moisés es muy blando y difícil de trabajar y preparar. Antes de comenzar a trabajar con él la madera tiene que estar lista. El proceso es siempre el mismo. Hay que echarle cola de conejo para resanarla y tapar los agujeros para que el oro no se oxide. Encima, se le añaden sietes capas de estuco o yeso mezclado con la cola de conejo. “Pero claro, con tanta capa algunas piezas pequeñas se pierden y hay que lijar para volver a darles forma, hay que rascar, retallar”, explica Moisés. Una vez lijada, la superficie del paso queda como un espejo: es el momento de darle tres o cuatro manos de bol, una especie de barro que luego se pule para quitar la grasa. Más tarde se coloca el oro encima, aunque antes hay que diferenciar en el bol las partes que van en mate de las que van brillo. “Antiguamente no se hacía diferenciación alguna, pero ahora la parte que sobresale –parte de brillo– tiene que resaltar más. No queda un mazacote brillante, que no es tan bonito”.

 

Moisés Vázquez tiene 28 años. Lleva diez metido en el mundo del arte. Cuando terminó el Bachillerato no sabía qué hacer, miró un listado de grados y lo vio claro: decidió meterse en el ciclo de dorado y policromía, “algo más especializado que la carrera de Bellas Artes”. El arte le había atraído desde que era un niño y sabía que quería dedicar su vida a él. También era una forma de aunar la obligación del trabajo y la devoción por la Semana Santa. Sevillano, es una de sus grandes pasiones. Todos los Martes Santos tiene una cita con la Hermandad de El Cerro del Águila, la de su barrio: sale como costalero y recorre, durante más de doce horas, las calles de Sevilla con más de 30 kilos sobre su espalda. Cada Viernes Santo vuelve a repetir el ritual y carga con el misterio de la Hermandad de San Isidoro. Para Moisés, la Semana Santa no es una época para relajarse. Todo lo contrario. Ya lo dice él mismo: “Sarna con gusto no pica”. Es quizás el único comprador del Trivial cofrade, un juego en el que todas las preguntas giran en torno a la semana grande de Sevilla, a sus hermandades y cofradías, y al que tan solo unos cuantos frikis se atreven a jugar. Moisés asegura tener un récord de imbatibilidad. 

 

El dorador explica cómo, en el taller, unta con templa –colapiscis mezclada con agua destilada– la  parte del paso que debe ir en mate; a la de brillo no le añade nada. Luego, con el pomazón corta el oro según la forma de la talla. “Hay que hacerlo con cuidado porque el oro es carísimo y no se puede desperdiciar, al menos, no en España; en Reino Unido es como el papel de cagar”, afirma Moisés, recordando los meses que pasó en Londres.

 

Se marchó de España porque, aunque trabajaba en cuatro talleres, siempre lo hacía de forma temporal y acudía a todos ellos cuando se le necesitaba. Su trabajo no era seguro ni estaba bien pagado. Pero nunca habría tenido el empuje suficiente si no hubiera sido por Cristina, su pareja, que desde hacía años soñaba con vivir en aquella ciudad sin límites. Ella había estudiado Periodismo, pero allí había conseguido trabajo como camarera en una cadena de cafeterías. Él la siguió. Quiso probar suerte. A los diez días de su llegada ya tenía trabajo: lo contrataron en una empresa de decoración. Allí aprendió una nueva forma de dorar, “con técnicas más sencillas que las que se usan en Sevilla”, y vio cómo cada sociedad entiende la vida y el trabajo de una manera diferente. En España, los ejemplos –pruebas, muestras para ver cómo van a quedar las cosas– se hacían en maderas pequeñas, en Reino Unido son muy grandes: una columna, un techo entero… “auténticas réplicas que se cubren con oro fino. Es un dineral lo que se gasta”. Después, en palacios y casas de gente rica, convierte los ejemplos en realidades. Durante un tiempo estuvo trabajando en el Palacio de Highgate, propiedad de la ex mujer del ex alcalde de Moscú. “Hubo un momento en que me quisieron llevar a Rusia porque la empresa tenía encargos de dorado allí, pero, por hache o por be, la cosa no siguió hacia delante, se rompió el acuerdo y me quedé en Londres. Por dos o tres meses no me habría importado trasladarme. Me habría ganado un buen pico”, asegura Moisés. “Por suerte tengo un trabajo en el que lo que importa no es el idioma sino como te manejes con tu arte, tu habilidad, por eso te cogen, no por tu idioma”.

 

En aquella época, desde la distancia, rememoraba cómo trabajaba en los talleres de Sevilla, cómo, con la polonesa, colocaba cada uno de los fragmentos de oro en la superficie del paso tras haberla mojado con agua. “¡Imagina repetir eso en todo un paso de Semana Santa!”, exclama Moisés, consciente del detallismo y la minuciosidad de su trabajo.

 

Al día siguiente, a la parte que debe quedar brillante se la raspa con una piedra de ágata para bruñir el oro. “Se frota y no veas cómo resalta el brillo… tanto que a veces, cuando le da el sol que entra por la ventana, me refleja en los ojos y me tengo que cambiar al lado contrario”, explica. Por encima del oro mate se pasa de nuevo un pincel mojado con templa, así se consigue el contraste entre brillo y mate. Según indica, “queda guapísimo y lo mejor era cuando lo sacas fuera, a la calle, y ves el resultado”.

 

Pero, en Londres, Moisés no se desprendía de los recuerdos de Sevilla ni lograba habituarse a su nueva vida. “No me acostumbro porque es Inglaterra, la gente no es como en España, no hay esa alegría. Aquí tengo mi casa, mi novia, mi coche, mi perro… como si fuera una vida normal. Pero al ambiente no me consigo acostumbrar. Es imposible”, aseguraba el artista con rotundidad cuando aún estaba en Reino Unido y le quedaba poco más de un mes para marcharse. Un dorador que, estando en su ciudad, hace ya más de tres años, adoptó a Jazz, un perro que se encontró por la calle y que ahora se ha convertido en un amigo inseparable. “Noto la diferencia entre el Jazz de ahora y el Jazz que encontré por primera vez. Al principio me tenía mucho miedo”, narra Moisés echando la vista atrás. Se negó a trasladarse a Gran Bretaña si antes no encontraba una vivienda en la que admitiesen a su mascota, algo que hizo más complicada aún la búsqueda de una vivienda para él y para Cristina.

 

El pasado mes de mayo la pareja volvió a España. Ella quería hacer un máster de Periodismo cultural, él ya tenía el ojo echado a un trabajo en Sevilla que le podía dar estabilidad en su tierra. También tenía en mente escribir un libro, aunque solo fuera por distracción, acerca de su experiencia en la isla británica. “Cuando volví fue como si nada hubiera cambiado, como si todo fuera igual y siguiera en su sitio, como si me hubiese ido tres días de vacaciones. Algo que es bueno para una persona que, como yo, echaba de menos su ciudad. Volver y encontrar algo distinto habría sido chungo”. Ahora, trabaja en el taller de artesanía del dorado Hermanos González: “Sigo trabajando en lo mío y de momento estoy muy feliz”. Dorando.

 

 

 

 

María Jesús Guzmán (Sevilla, 1991) es licenciada en Periodismo por la Universidad de Sevilla. Ha sido community manager para empresas de los sectores público y privado. Exredactora de El Correo de Andalucía, ha cursado el Máster de Periodismo de ABC y, en la actualidad, trabaja en la sección Internacional del diario.

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